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Revalorizar el patrimonio para mejorar Barcelona

Jordi Corominas i Julián

Cuando discutimos el modelo turístico de Barcelona solemos quejarnos de aspectos denunciables que, desde mi punto de vista, son evidentes. Entre ellos figura la creencia en una burbuja que no puede ser eterna basada en una concepción urbana donde la orgía hotelera parece no tener fin: expone a los barrios, los alcanza y extiende el reguero de un eje céntrico que excluye al ciudadano desde premisas consumistas y de lujo en los nuevos establecimientos.

El problema también se extiende con las Ferias y Congresos, como si la capital catalana tuviera muy presente el lema del alcalde Porcioles. Quizá, pese a la magnífica fachada, no hemos avanzado tanto. Cada día la calle me recibe con banderolas que muestran un desmedido amor propio. El Ayuntamiento vende las loas de la ciudad con lemas que potencian una marca e ignoran por sistema a los que viven en ella. Inmersos en el marasmo publicitario que ahora también, previo pago, se propaga en las redes y poco a poco uno siente como aumenta la sensación de vivir en una farsa que si triunfa es porque a muchos les gusta vivir engañados o ser personajes de la misma. Jo també m’estimo molt Barcelona, però no tinc cap mena de necessitat d’expressar-ho d’una forma naïf que llinda amb el ridícul.

Hace poco Jordi Llovet, casi siempre excelso, comentaba que tiene poco sentido querer protestar por la negación del cosmopolitismo porque siempre hemos sido provincianos. Su afirmación es certera, pero quien escribe siempre ha creído en el germen burgués bueno que protesta contra la complacencia de su propia clase y mira más allá del ombligo y la frontera para mejorar lo presente y sentar ciertas bases para un futuro distinto, que rompa la monotonía y agite una balsa seca pese a sus dones para las apariencias.

En este sentido Barcelona siempre presume de codearse con las grandes, y esa presunción la desenmascara cuando hablamos del turismo, sí. El Consistorio y los agentes privados que promocionan esta falsa bonanza que pone en el mapa a La perla del Mediterráneo planifican para ricos al tiempo que observan sin pestañear cómo muchos de nuestros visitantes son pura carnaza de borrachera, calles sucias, permisividad y despedidas de soltero. Lo dicho es solo una parte del pastel, pero volvamos al meollo del asunto. ¿Queremos ser grandes? Fijémonos en los que lo son con propuestas que revaloricen lo que tenemos más allá de cuatro tópicos que de tanto gastarlos pueden quedar obsoletos entre Messi, Gaudí, gastronomías de andar por casa y el atractivo del mar, que en ocasiones es el morir.

Barcelona es una de las ciudades europeas que peor exhibe e informa de su patrimonio cultural en las calles. Entre sus deficiencias mayores está la escasez de placas y su nula uniformidad. De nada sirve, por ejemplo, conservar cuatro rótulos con los antiguos distritos y los que permitían la entrada de carros. Si hablamos de los que informan de natalicios y defunciones estamos a la cola de Europa porque no sabemos ni colocarlos. La placa de la casa del carrer Argenteria donde murió Joan Salvat-Papasseït está colocada de tal forma que sólo la pueden ver las jirafas o los que la conocemos. La del edificio donde pasó Serrat su infancia es de azulejo porque así las querían en los años ochenta, como si fueran más populares o folklóricas. Las de los edificios históricos son tan oscuras que para leerlas casi debes tocarlas, y todas ellas son distintas a diferencia de lo que ocurre en Londres, París o Roma, donde su uniformidad es ejemplar y facilita el conocimiento que quieren transmitir.

Son pocas, y no diré mal avenidas, pero sí es cierto que nadie se fija en ellas por su ubicación, y lo mismo ocurre con un sinfín de rincones de los que hasta el barcelonés desconoce su trascendencia porque, además de caminar deprisa y no mirar nunca para arriba, nadie se ha preocupado por mostrarlos. Sí es cierto que en algunos lugares emblemáticos del catalanismo podemos saber gestas, virtudes y hasta defectos del espacio y sus protagonistas, pero la ausencia de una sistematización informativa del espacio, con rótulos in situ para el paseante y apps para quien asi lo desee, genera un relato que oculta gran parte de la Historia de la ciudad, sobre todo la que no corresponde a los intereses de quienes mandan.

Para conseguir lo que propongo debería abordarse la idea desde una idea de totalidad. Un caso flagrante de omisión es la era del Anarquismo, cuando Barcelona era la rosa de fuego. Mantener algunas chimeneas de cara a la galería no sirve para quedar en paz. Lo que hicieron esos hombres y mujeres es digno de ser recordado porque implicó una lucha por los derechos de todos, justo lo que ahora perdemos. Si abandonamos la actualidad y nos centramos en lo pretérito creo que es justo recordar tantos sus locales de ocio como sus lugares de protesta y batalla, del Edén Concert a La Rambla, paseo que por otra parte alberga en sus muros una sobredosis de capas históricas que cae en el pozo del olvido porque se ha convertido en una pasarela de la homologación.

Hablo del anarquismo y lo mismo serviría, desde esa aspiración de englobar todo el conjunto de vivencias que han proporcionado los siglos, para otras efemérides de cariz más lóbrego, desde la larga noche franquista hasta algunos crímenes que son un trozo más del cuerpo sentimental ciudadano. De esto modo se restituiría el espacio a su verdadera dimensión de cajón de cajones, no sólo como un magnífico experimento de memoria histórica, sino como mecanismo de propiciar que tanto el turista como el ciudadano adquieren una conciencia más grande de lo que pisan.

¿Sería desperdiciar el dinero en tiempos de crisis? No, en absoluto, porque impulsar el conocimiento monumental y de la cotidianidad pasada genera otro tipo de espacio urbano que adquiere policromía y es más proclive a procurar interacciones porque abandona su pasividad funcional para despertar desde una doble vertiente. Las casas, las calles y los detalles ganan relevancia y el ciudadano, con o sin interés por lo narrado, en algún momento podrá fijarse en lo escrito, y de ahí surgirían charlas entre amigos, comentarios breves pero certeros, una muestra certera de cómo con poco se consigue mucho.

Casi para terminar, porque esto no es ningún programa y sólo son reflexiones de un hombre que camina mucho por Barcelona y observa determinadas minucias significantes, creo que sí se han dado aciertos con apuestas museísticas que quizá abruman por la cantidad sin desentonar con la calidad. Es el caso del Museu de les cultures del món o del Disseny HUB, perfecto por juntar cuatro temáticas interrelacionadas entre sí y pensar un billete de ingreso que te permite volver cualquier día en el plazo de seis meses. Esta iniciativa es sencilla y eficaz, como la entrada gratuita los primeros domingos de cada mes. En cambio no estaría nada mal crear bonos museísticos por zonas como los que existen a disposición para los turistas, que pueden comprar la Barcelona Card, que incluye infinitos museos, muchas visitas y bastante ocio por una cantidad que oscila entre 45 y 60 euros en función del número de días. Resultaría muy positiva la creación de una carta que englobara todos los centros museísticos del centro o de Montjuic, por mencionar dos zonas barcelonesas que de haberse planificado bien podrían ser excepcionales islas de contenidos culturales como sucede sin ir más lejos en Berlín y Viena.

Por último, ahora sí, opino que debería remediarse otro elemento que obstaculiza el acceso de los barceloneses a sitios como el Poble Espanyol, la Sagrada Familia o la Casa Batlló tienen precios abusivos para los que no están de vacaciones. ¿Por qué no se gestiona un ticket reducido para el ciudadano y otro de mayor cuantía para el turista? El experimento se ha probado en el Park Güell desde otra perspectiva que en realidad se asemeja a lo que sugiero, sólo debe perfeccionarse y quizá conseguiríamos un tejido urbano mucho más completo y empático con el que reside entre estos muros. Pasar del ninguneo a la atención, tanto para la Historia que puede palparse como para quien paga sus impuestos en Barcelona, no cuesta tanto, sólo es cuestión de pensar menos en el continente y dar verdaderas oportunidades al contenido, sea humano, arquitectónico o la crónica de hechos que no deberían perderse en la desmemoria voluntaria que algunos propugnan para favorecer sus intereses.

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