'À la ville de... Barcelona' es un homenaje de su director, Joan Ollé, a su ciudad a través de un viaje sentimental, caótico y divertido por nuestro pasado remoto y reciente. Nos llena el escenario de momentos históricos de la ciudad. ¿Hay algún momento más histórico para las generaciones actuales que el de Samaranch dando título a la obra? En realidad, hay muchos. Cada barcelonés tiene su momento, o su rincón, o su personaje que simboliza su pequeña patria en el recuerdo o... en la lista negra.
El desfile de mitos barceloneses es un no parar que mantiene una tierna sonrisa en el espectador y, de vez en cuando, la convierte en una carcajada. La tarea de los actores y cantantes para lograr este efecto es dura y agradecida: hay quien canta, quien baila, quien hace de estatua de piedra, quien imita a más de un alcalde a la vez... Todos, disfrutando sobre las tablas.
Este viaje, por fuerza nostálgico, se nos presenta lleno de canciones, de música en directo (en el típico templete del parque de la Ciutadella, por ejemplo) de Lisboa Zentral Café (es sincero y significativo ver al representante de un torero poner notas musicales en el recuerdo - obligado - de la Barcelona antitaurina) y de versos de Gil de Biedma, de Josep Pedrals, de Goytisolo... Palabras que acaban de definir una Barcelona que, a la vez -también por fuerza- son muchas.
Gusta recordar a Carmen Amaya en el centenario de su nacimiento, y pasearnos por el mercado con la Pepeta, la reina de la Boqueria; recordar las Exposiciones Universales (de 1888 y 1929) y la “ciudad de los prodigios”, o la vía catalana (aún no historia , actualidad pura y dura ) o (a algunos) los inputs de un barcelonismo cada vez más imperante en la ciudad, o los “gafapasta” ( con bigote, añado yo) que defilen los Sónar...
Es Barcelona, no se puede negar. Y todo ello Ollé hace un balance positivo, entrañable, amable de la ciudad actual, la que se supone que engloba a todas las demás, de las que es heredera. Hay mucha nostalgia, muchos recuerdos y mucho humor.
Pero hay mucho de crítica. Porque constatar que el símbolo de la Barcelona de la Transición y más, el Copito de Nieve, fue el primer inmigrante subsahariano (todo blanquito , él) con papeles, pone el dedo en la llaga de un problema que vive Barcelona . Y ver a Bernardino con su guitarra por los chiringuitos de la Barceloneta que han dejado legalmente su lugar a otros como un hotel con forma de vela, también levanta ampollas. Como los guiños a la economía sumergida (o escondida, digamos) que va desde los “lateros” de la Rambla hasta las fortunas como la de Millet. Este último (como si fuera un Fabra cualquiera) gana La grossa, en la obra, con un desfalco cantado por niñas sanildefonsenas que llega a... 32 milloooooones de euros en el momento de la representación), superando a todos los demás defraudadores conocidos y por conocer de la ciudad.
En suma, sin embargo, creo que pensar en la Barcelona de la Semana Trágica, en la Barcelona anarquista o en la Barcelona que fue capital mundial de la revolución en 1936 es pensar ya en una ciudad que poco (nada) tiene que ver con la Barcelona post-olímpica. Una Barcelona que, como me comentó en su día el cantante del grupo de rumba El tío Carlos (de raíces barcelonesas auténticas), “sigue viviendo en las calles, no en las postales”. Por mucho que continuas ordenanzas municipales nos impidan ir descamisados por la calle a 30 grados en pleno julio; tiquismiquis guardias urbanos nos rebanen medio sueldo por olvidar poner un ticket en la zona verde; martilleantes megafonías nos prohíban bajar a la zona de vías en el metro (sic)...