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La soledad, un problema social que va más allá de la falta de compañía

Basilisa Millán se pasó tres años sin salir de casa tras la muerte de su madre.

Pol Pareja

“Era levantarme y llorar, acostarme y llorar. Me tiré tres años sin salir de casa, mirando por la ventana”. Basilisa Millán, 81 años, todavía echa de menos sentir la mano de su madre al acostarse. Se pasó casi 13 años dedicados en exclusiva a cuidarla, viviendo y durmiendo con ella y olvidándose de todo lo demás. Cuando murió, llegó el vacío. “No salía ni para hacer la compra, me la traían a casa. Tampoco iba al médico ni me vi con nadie”, explica desde su pequeño piso en el barrio del Carmel de Barcelona. Basilisa tenía entonces 73 años, ninguna amiga y muy pocas ganas de vivir.

La soledad no deseada es un sentimiento subjetivo que afecta a gente de todas las edades, desde la infancia y adolescencia –situaciones de acoso en el colegio, falta de amigos o de ausencia de los padres– hasta la vida adulta, donde el sentimiento puede vivirse en distintos momentos de la vida: cuando uno pierde la pareja, cuando tiene una evolución vital distinta a la de su entorno… También durante las primeras semanas de maternidad o cuando alguien pasa a dedicar casi todo su tiempo a cuidar de algún familiar.

El fenómeno, sin embargo, se manifiesta especialmente en la tercera edad. En España hay más de dos millones de personas mayores de 65 años que viven solas. De estos, 850.000 tienen más de 80 años y el 78% son mujeres. La soledad tiene rostro de mujer, una pensión exigua y carencias materiales o de vivienda que van mucho más allá de la falta de compañía.

La vinculación a las rentas bajas

“Muchas mujeres que se sienten solas han sido cuidadoras toda su vida, han perdido su red de amistades y cobran una pensión baja”, señala Mayte Sancho, gerontóloga experta en soledad y autora de diversos estudios sobre el tema. “Se ha puesto la plañidera de la soledad en el centro del debate y se habla muy poco de que muchos casos son pura exclusión social”.

Basilisa vivió durante años a la sombra de su marido. Llegó a Barcelona desde un pueblecito de Jaén en 1949 con 11 años y se puso a trabajar para ayudar a su familia. Sabe lo que es pasar hambre y buscar comida en los contenedores. Al casarse, su marido le prohibió seguir en su trabajo de tejedora y se puso a limpiar domicilios. Apenas cotizó y al jubilarse le quedó una pensión de 600 euros mensuales. Recibe a eldiario.es en una fría tarde de diciembre en su domicilio con las persianas cerradas. “Es para que no entre el fresco. No tengo dinero para la calefacción”, reconoce avergonzada.

Situaciones como la de esta vecina del Carmel van en aumento. Según datos del Instituto Nacional de Estadística del pasado abril, en 2018 había 112.000 personas mayores de 80 sin compañía más que en 2013. Cada vez vivimos más y cada vez estamos más solos. “Nos encontramos con gente que no esperaba vivir tantos años”, afirma Albert Quiles, director de la asociación Amigos de los mayores. “Se ven sin recursos, con dificultades físicas y cada vez más arrinconados por una sociedad que los ve como un lastre”.

Según los expertos consultados, la gentrificación en las ciudades y la pérdida de apoyos en el vecindario también es un factor que incide en el aumento de la percepción de soledad. “La pérdida del tejido vecinal y de la red de apoyo que suponían los barrios se está notando”, analiza Quiles. “Las personas mayores cada vez conocen a menos gente de su calle a la que pedir ayuda”.

Las dificultades de acceso a la vivienda también se notan. Al llegar a la tercera edad, muchas personas no pueden permitirse trasladarse a un lugar que les permita salir a la calle. “Hay personas que se pasan años sin salir de casa porque viven en un cuarto piso sin ascensor”, explica Mayte Sancho. “Esto no les ocurre a los que tienen más recursos”.

El problema cultural

En Dinamarca hay casi el doble de personas mayores de 65 que viven solas que en España. Su percepción de soledad, en cambio, es mucho menor que en nuestro país. Según Sancho, la gerontóloga, esto tiene que ver con las expectativas sociales que tenemos los españoles de la vejez, influidas por múltiples factores entre los que destaca la tradición católica de nuestro país. Esto conlleva que muchas personas que se sienten solas sufran depresión y ansiedad por creer que han fracasado en la vida.

“Un niño danés ya sabe que a los 18 años se irá a vivir solo y que es un modo de vida totalmente respetable”, apunta esta experta. “En España, en cambio, tenemos la pertenencia familiar y la dependencia como un valor: durante toda nuestra vida hemos visto cómo los mayores esperaban ser cuidados por sus hijas al entrar en la tercera edad”. Según Sancho, la expectativa cultural que puede tener una mujer danesa de la vejez no tiene nada que ver con la que puede tener una española.

Pero no solo es un tema cultural. De nuevo, los recursos económicos vuelven a tener incidencia en la percepción de la soledad: Dinamarca emplea el 2,2% de su PIB en el cuidado de las personas mayores, por detrás solo de Suecia. Los daneses de más de 65 años reciben una pensión básica de 1.068 euros brutos, algo que les permite acudir a actividades culturales, viajar y hacer más planes de ocio.

El problema también afecta a personas con buena salud y más recursos, como Juan Benet. Jamás se enamoró ni tuvo ningún amigo. O, como él dice, durante 66 años no consiguió vivir. Trabajó de auxiliar de mantenimiento en una empresa de recursos humanos. Se pasaba el día solo, no tenía compañeros de trabajo y residía junto a su hermana. Cuando se jubiló el pasado marzo, se dio de bruces con su vacío existencial. “No tenía nada que hacer ni nadie a quien ver”, explica sentado en el salón de su domicilio en Terrassa (Barcelona). “Estoy bien de salud, pero lo único que me quedaba era esperar a la muerte”.

Una labor en manos de las entidades sociales

Tanto Juan como Basilisa han conseguido salir de su depresión gracias a la actividad de las entidades sociales. Organizaciones como la Cruz Roja (en colaboración con la fundación de La Caixa) y Amigos de los mayores buscan voluntarios que quieran pasar un rato con personas en situación de soledad. Una tarea que, como la amistad, no se puede pagar con dinero y queda en manos de quien lo quiera hacer de manera desinteresada.

Francina Albiñana, una comercial de 48 años, se presentó en casa de Basilisa hace ya un lustro. Desde entonces se han hecho inseparables. Salen a comer, al cine, a dar un paseo... “Hablamos de sexo, de la muerte, de todo lo que ha vivido ella”, apunta esta voluntaria. “Ver su situación me ha enseñado a cuidar mejor de los demás, incluso a darme cuenta de que no atendía suficiente a mi madre”.

Basilisa confirma la amistad que ha brotado entre ella y la voluntaria. “Francina me ha cambiado la vida”, sostiene desde el salón de su domicilio. “Estoy más animada y salgo cada semana de casa, estas navidades incluso me voy a Castellón con el IMSERSO”.

Juan, por su parte, entró en un programa de Cruz Roja con el que hace actividades de todo tipo. Desde hace unos meses, le han puesto en contacto con otras personas que están en una situación parecida a la suya. Lleva un tiempo intimando con Alfons, de 70 años. “Salimos a tomar algo, nos relacionamos con otros grupos... Ahora incluso estoy conociendo a una mujer”, explica animado. “Estoy descubriendo la vida a los 66 años”.

Recientemente, Juan se cambió el estado de su WhatsApp. Desde el pasado 13 de octubre figura un mensaje que dice “feliz y enamorado”.

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