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‘Mare nit’ y la banalidad del mal

Joana Castells Savall

“Somos lo que fingimos ser, así que debemos tener cuidado con lo que fingimos ser”, dice Kurt Vonnegut, en la introducción de 1966 a su tercera novela (Mother Night, Fawcett Publications, 1961; Mare nit, Males Herbes, 2014), que esta es una de las lecciones que se pueden aprender de las confesiones de un espía. La moral de la historia en un tiempo que se despeña, en punto muerto, hacia el fin de la moral y de la historia. O la afilada advertencia de alguien que nos avisa del abismo: si no existe ningún tribunal en el mundo que pueda llegar a absolvernos de los crímenes contra uno mismo, no hay forma de vivir, reír ni dormir como un tronco mientras fingimos que no sabemos lo que hacemos, negamos cada palabra que exclamamos o simulamos que somos quien no queremos ser.

Howard W. Campbell, Jr., el protagonista de esta novela, fue un artista, un espía estadounidense y un popular locutor de radio al servicio de la propaganda nazi durante la Segunda Guerra Mundial. Y sobresalió por igual en la interpretación de cada uno de estos papeles aparentemente encontrados, como un antihéroe impecable, fiel al guión de su tragedia personal y aquejado del mal de su tiempo. Fue tan buen dramaturgo que su obra, romántica y edulcorada, sobreviviría muchos años –firmada con otro nombre y escrita en otra lengua– al joven idealista que Campbell ya no volvería a ser. Y haría tan bien de espía que los mensajes encriptados que intercalaba en sus emisiones radiofónicas, cuyo contenido él mismo desconocía, servirían enormemente a la causa aliada durante la Segunda Gran Guerra, mientras sus discursos a favor de la ideología nacionalsocialista inflamaban el ánimo y anestesiaban la conciencia de una sociedad enferma, y de futuras generaciones de neonazis. Pero ahora –en el año 1961–, entre las rejas de una prisión “nueva y bonita de la vieja Jerusalén”, a la espera de ser juzgado por crímenes contra la humanidad, Howard W. Campbell, Jr. nos confiesa que, en realidad, todo lo que él había querido era vivir tranquilo junto a su amada Helga, y que la guerra o el fin de sus días le sorprendieran en casa “haciendo su trabajo pacífico”. Y a fe que podemos creerle.

Mare nit es, tal vez, la novela más desencantada de Kurt Vonnegut, y una novela que, por falta de fantasía, descansaría incómoda en el cajón de sastre de la ciencia ficción donde se ha querido guardar la obra del maestro. Impregnada de un humor que no hace reír, dolorosa y desgarradora sin llegar, quizá, a las lágrimas, bascula entre la historia y la ficción para urdir una descarnada reflexión sobre los repliegues de la identidad, el engranaje perverso de la mente totalitaria y sobre el origen y la naturaleza del mal. Desde el protagonista a la galería de personajes estrambóticos que se pasean por las páginas del libro, aquí todos son una suerte de agentes dobles, con una personalidad múltiple y una identidad escurridiza, y todos ellos sufren una especie de esquizofrenia moral que les parte la conciencia y les exime de cualquier responsabilidad sobre los propios actos. Hasta el punto de que nadie puede reconocerse ante el espejo, o en los ojos de los demás, ni creer en la verdad de la palabra, de los sentimientos o de las lágrimas. Y así, alguien “lloró de alegría. ¿De alegría verdadera? Quién sabe. Lo único que puedo confirmar es que las lágrimas eran húmedas y saladas” (p. 160).

Kurt Vonnegut, Jr. nació en Indianápolis en noviembre de 1922 y, a los veinte años, se alistó en el ejército estadounidense y fue enviado a Europa para luchar con los aliados en la Segunda Guerra Mundial. Capturado como prisionero de guerra, fue destinado a Dresde, donde vivió la destrucción de la ciudad y el infierno causado por las bombas de su propio ejército. Sobrevivió de milagro, refugiado en un antiguo matadero a casi veinte metros bajo tierra y, durante las semanas siguientes, su trabajo sería sacar de entre los escombros montañas de cadáveres que habrían de ser quemados. Esta experiencia atroz fue recogida, años después, en una de sus novelas más conocidas, Matadero-5 (1969), y marcaría inevitablemente una forma desencantada, perpleja y, sin embargo, incondicionalmente curiosa de ver el mundo. Así, en Mare nit se hacen presentes el absurdo, los esguinces y los estragos causados por la obediencia, desde una fe ciega, a los dictados de cualquier tipo de absolutismo, a la vez que se intenta identificar –y ridiculizar– los mecanismos que hacen funcionar la máquina implacable de la mente totalitaria, “una mente que se puede comparar a un sistema de engranajes con algunos dientes cortados al azar. Una máquina de pensar así de desdentada y conducida por una libido estándar o subestándar, que gira con la absurdidad espasmódica, nerviosa y ruidosa de un reloj de cuco infernal. (...) Los dientes que faltan, evidentemente, son verdades sencillas y obvias, verdades que la mayoría de las veces están al alcance y son comprensibles incluso para chicos de diez años” (pp. 204-205).

Y es que, en definitiva, “el afán por salir adelante sin ciertos pedazos obvios de información”, obedeciendo a ciegas, nos lleva, sin remedio, a una confusión endémica, acrítica y amoral, como un estado mental colectivo que permite –y avala– el odio, el silencio, la desconfianza e incluso el horror. No por acaso, en esta novela, la historia y la ficción se dan la mano precisamente en una cárcel de Tel Aviv, en el breve encuentro que mantienen Campbell y Adolf Eichmann, “el arquitecto de Auschwitz, el introductor de las cintas transportadoras a los crematorios, el comprador más grande del mundo del gas Zyklon-B”, y también y tan sólo un burócrata gris, un hombre decididamente obtuso y mediocre y una pieza minúscula de un infalible engranaje criminal, incapaz de cuestionar, de asumir cargos de conciencia o de dejar de cumplir órdenes. Hannah Arendt, en Eichmann en Jerusalén llamaría a esa espantosa paradoja «la banalidad del mal». Y Kurt Vonnegut Jr., con Mare nit, nos obliga a preguntarnos, una y otra vez, si la maldad es patrimonio exclusivo de los monstruos.

Así, en casi el único momento en que Howard pierde los estribos y es llevado por un arranque de ira, da una paliza a un ex soldado que quería matarlo y exclama:

¡No soy ni tu destino ni tu demonio! –dije–. ¡Mírate bien! ¡Has venido a matar al demonio con las manos desnudas y ahora te vas con la misma gloria que un hombre expulsado de un autobús de línea en marcha! ¡Esta es toda la gloria que te mereces! Eso es todo lo que se merece alguien que combate el mal absoluto. Hay un montón de razones para luchar, pero no hay ninguna buena razón para odiar sin límites, para pensar que el mismo Dios Todopoderoso odia contigo también. ¿Dónde está el mal? Es esa gran parte de cada persona que quiere odiar sin límites, que quiere odiar con Dios a su lado. Es esa parte de cada persona que encuentra tan atractivas todo tipo de atrocidades. Es la parte del imbécil que castiga y envilece y hace la guerra con gusto. (p. 228)

Desde el miedo, la desesperación y el desconcierto se respira, a lo largo del libro, el aire viciado del Berlín de los años 30 y 40, o de la buhardilla-ratonera en el Greenwich Village de Nueva York donde Howard W. Campbell se esconderá durante quince años, o de la celda de la prisión de la vieja Jerusalén donde ahora espera. El castigo, el perdón, o el fundido en negro de la falta de respuestas.

Tiger got to hunt, bird got to fly;

Man got to sit and wonder ‘why, why, why?’

Tiger got to sleep, bird got to land;

Man got to tell himself he understand.

Kurt Vonnegut, Jr.

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