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Ciencia Crítica pretende ser una plataforma para revisar y analizar la Ciencia, su propio funcionamiento, las circunstancias que la hacen posible, la interfaz con la sociedad y los temas históricos o actuales que le plantean desafíos. Escribimos aquí Fernando Valladares, Raquel Pérez Gómez, Joaquín Hortal, Adrián Escudero, Miguel Ángel Rodríguez-Gironés, Luis Santamaría, Silvia Pérez Espona, Ana Campos y Astrid Wagner.

A la búsqueda de antídotos contra el empoderamiento de la ignorancia

Duelo a garrotazos, de Francisco de Goya

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Como bien conocen los lectores habituales de este blog, nos acechan serios peligros desde dos frentes diferentes que han confluido en el tiempo: la emergencia medioambiental, que incluye el severo deterioro de la biosfera y el cambio climático, y la crisis de materias primas y energía debido al agotamiento de los recursos naturales en un planeta que es finito, por más que algunos se emperren en ignorarlo. La gravedad de la situación está comenzando a provocar el colapso del neoliberalismo extractivista imperante. Este colapso está haciendo emerger una sociedad totalmente polarizada, rota en dos mitades aparentemente irreconciliables entre quienes creemos en la vía de la democracia y el bien común, y quienes apuestan abiertamente por una u otra modalidad de neofascismo. Brasil es un ejemplo de actualidad, aunque no el único.  

En el bando democrático encontramos a las personas con el sentido crítico desarrollado y un entendimiento profundo de la gravedad de la situación. Este bando pivota en torno al debate de ideas que pueden ayudar a mitigar los problemas, tratando de estructurar un nuevo modelo económico y social que supere las carencias y limitaciones del que nos ha conducido a esta situación crítica. Desafortunadamente, este debate se atasca demasiado a menudo en pequeñas diferencias más determinadas por los personalismos que por diferencias discursivas o analíticas de calado. En mayor o menor medida todos somos hijos de esa cultura posmoderna que estimula un fuerte sentido del ego desde que somos pequeñitos. El marcado individualismo, del que también somos víctimas los que creemos firmemente en el bien común, desemboca en un cainismo que recuerda al del bando republicano durante la guerra civil. Ese es nuestro talón de Aquiles, lo que nos hace fracasar estrepitosamente a nivel táctico y estratégico. 

Al otro lado de la trinchera también encontramos una amplia variedad de perfiles, aunque aquí la tropa es mucho más disciplinada. A los mandos se sitúa buena parte de la élite neoliberal que se resiste a perder su poder, junto a oportunistas varios y oscuros personajes dignos de estudio académico en las facultades de psicología. El debate de ideas es totalmente insustancial, no merece dedicarle el más mínimo análisis pues parte de la negación de los problemas comunes para perseguir intereses espurios. Por el contrario, la estrategia utilizada sí es merecedora de un análisis profundo dada la eficacia que está demostrando. A poco que uno indague, descubre que los infames 11 principios de la propaganda de Goebbels se utilizan sin pudor alguno, contando con la inestimable ayuda de ese poderoso señor que es Don Dinero para comprar las voluntades de aquellos dispuestos a vender su alma por 30 monedas de plata. 

Estamos aquí hablando en términos de bandos, de trincheras, de ruptura de la sociedad civil. Y lo estamos haciendo ex profeso porque esa es la percepción que se expande como la pólvora, con el terrible peligro que ello entraña. A un lado, los seguidores son arengados contra los progres “social-comunistas”, contra los inmigrantes, contra las feministas, contra las científicas que alertan del cambio climático, contra el colectivo LGTBI, contra el movimiento ecologista, contra las animalistas… Con esto se consigue generar un clima de odio y agresividad preocupante, que no obstante cumple de maravilla su función: servir de válvula de escape a quienes canalizan sus frustraciones señalando culpables imaginarios, detrayendo así la atención de los verdaderos problemas comunes que nos azotan mientras se deja que el odio vaya macerando, embotando la afectividad.

En el otro bando, del estupor inicial provocado por el rápido giro de los acontecimientos se ha ido pasando a una abierta animadversión por el contrario (lo que solo añade gasolina al fuego), mientras se va generalizando un profundo sentimiento de desesperación. Los problemas se agudizan mientras los muertos se multiplican, pero las medidas que toman los gobiernos son de una tibieza insufrible. Tal vez sea porque notan en el cogote el inmisericorde aliento de aquellos que nada quieren cambiar en su afán por ordeñar la vaca hasta su última gota de leche. Nuestra única y raquítica vaca, cuyas ubres están exhaustas.  

A nadie se le escapa que para afrontar la situación con una mínima garantía de éxito necesitamos construir un frente común muy amplio. Las mayorías pírricas son insuficientes, y valga la redundancia o la obviedad. Dicho de otra forma, necesitamos un trasvase masivo de personas atrapadas en el egoísmo y la intolerancia hacia las posiciones orientadas al bien común. Llegados a este punto resulta tan de Perogrullo como pertinente recordar que estas personas viven bajo las mismas amenazas que nosotros, sufren nuestros mismos problemas. No son nuestros enemigos, aunque así estemos comenzando a percibirnos mutuamente, sino víctimas de una manipulación perfectamente diseñada cuyo objetivo es impedir que entiendan la situación, y provocarles un embotamiento afectivo y emocional que convierte a quienes opinan diferente en enemigos políticos. Hay toda una ciencia que estudia los elementos de distracción masiva que se emplean para confundir los hechos e inducir a la ignorancia. Se llama agnotologia y la ha trabajado mucho el profesor Robert Proctor de la Universidad de Standford. Esta manipulación se apalanca en distintas técnicas, de las cuales en este post vamos a fijar nuestra atención en una: el empoderamiento de la ignorancia. 

En los últimos decenios la actitud hacia el conocimiento ha experimentado una involución preocupante. Muchos recordamos a las entrañables abuelas de antaño que a duras penas sabían escribir su nombre en un papel, poniendo velas a las estampitas de los santos para que sus nietos aprobasen los exámenes. Aquellas abuelas disfrutaban de esa sabiduría natural que te regala la vida cuando es vivida desde la humildad, una sabiduría que les hacía apreciar el conocimiento académico que las circunstancias les habían negado como el mayor de los tesoros. Sin necesidad de haber oído hablar de Sócrates, sabían que “el conocimiento te hace libre”.

Junto a todas sus indudables ventajas, la democracia trajo consigo un falso concepto del que ya alertó Isaac Asimov: considerar que el derecho al voto, del que todos disfrutamos por igual, se traduce en un “derecho a la ignorancia” que hace que la ignorancia de uno sea equivalente al conocimiento de otro. Esta falsa noción se amplificó durante la época de la cultura del pelotazo que ahora nos parece tan lejana. Muchos jóvenes abandonaron sus estudios persiguiendo un sueldo fácil con el que comprarse un cochazo, primando dinero rápido frente a la educación que tenían accesible, y abriendo la puerta de par en par al culto a la ignorancia. De los pelotazos de ayer beben muchas de las frustraciones de hoy. 

La mesura suele correr paralela al conocimiento; sabido es que cuanto más sabes, más consciente eres de todo lo que no sabes. Por el contrario, la ignorancia te vuelve atrevido e imprudente. Salvo que goces de la sabiduría natural de los humildes, lo primero que ignora la ignorancia  es a sí misma. Este atrevimiento ha sufrido una vuelta de tuerca, nada inocente, al ser empoderada. 

El empoderamiento de la ignorancia se consigue utilizando el tercer principio de Goebbels, el de transposición, con la inestimable ayuda de ese gigantesco almacén de datos que es Internet. Acceder a muchos datos, e incluso ser capaz de memorizar algunos, crea una ilusión de “conocer” que es falsa. El conocimiento no es una mera acumulación de un popurrí de datos, sino la capacidad de estructurar, organizar y dar sentido a esos datos. Por ello, es algo que necesita cultivarse, que requiere reflexión, análisis, tiempo y, sobre todo, ser consciente de sus límites. Y si acumular datos arbitrarios no confiere conocimiento, hay algo aún peor: leer aquí y allá un rápido flujo de titulares que contienen  medias verdades o directamente mentiras. Esto no sólo no te saca de la ignorancia sino que, más bien al revés, te hunde en ella. Pero esto es algo de lo que aquellos cuya ignorancia ha sido empoderada no son conscientes, y así, los argumentos ajenos son percibidos como ataques que deben ser contestados con un ataque mayor. Por ejemplo, si alguien trata de mostrarles la cruda realidad que está evidenciando lo grave que es el cambio climático, utilizando datos del último IPCC para combatir su negacionismo, el principio de transposición los lleva a la certidumbre de que los ignorantes son los científicos, víctimas (o verdugos) de una suerte de conspiración verde-masónica.  

El empoderamiento de la ignorancia es una de esas paradojas antrópicas que tan bien describen estos tiempos. Nada resta más poder que la ignorancia, que te convierte en víctima fácil de ser manipulada a través de falsos relatos. Internet es un hervidero de bulos y fake news difundidos por motivos que no son nada inocentes, una propaganda a la que el conocimiento te hace más resistente. Al empoderar la ignorancia se convierte al sujeto en esclavo de las voluntades ajenas, que operan sin escrúpulos persiguiendo su propia agenda.

Aunque identificar y desenmascarar la estrategia seguida en el empoderamiento de la ignorancia no tiene dificultad alguna, ocurre justamente lo contrario cuando se quiere luchar contra ella. Aquí se aplica, por desgracia, la no por irónica menos cierta ley de Brandolini sobre la estupidez humana: la cantidad de energía necesaria para refutar falsedades o estupideces es un orden de magnitud mayor que la necesaria para producirlas. Resulta desolador ver a las mejores firmas progresistas del momento entretenidas en una reedición digital de las justas medievales, midiendo quien tiene la lanza más larga, el verbo más mordaz, la metáfora más brillante… o el ego más grande. Estas peculiares lides, por más que resulten intelectualmente estimulantes, no arrojan luz alguna allí donde el empoderamiento de la ignorancia ha sumido en la oscuridad a grandes sectores de la población. Más bien al revés, a menudo desembocan en guerras fratricidas que dejan al desnudo nuestro talón de Aquiles.  

No obstante, tal vez la batalla contra el empoderamiento de la ignorancia no pueda ser luchada por reyes, reinas y alfiles sino por peones a campo abierto en un combate cuerpo a cuerpo. Todos tenemos un vecino, compañero de trabajo, familiar, amigo o ex-amigo con quien hemos limitado la conversación a lo absolutamente imprescindible e insustancial para evitar confrontaciones desagradables, alimentando aún más la fractura social. Puede que este sea nuestro error, rehuir el cuerpo a cuerpo con el diferente mientras nos empleamos a fondo en discusiones con quienes piensan “casi” igual que nosotros, aunque no “exactamente” igual, llegando a perder el foco de lo que es verdaderamente urgente en estos momentos.  

Quizás lo que necesitamos es armarnos de empatía, paciencia, e incluso un poquito de sentido del humor, e invitar a ese vecino, compañero de trabajo, familiar, amigo o examigo a un café dispuestos a entablar una conversación espinosa a corazón abierto. Tal vez deberíamos intentar ponernos en sus zapatos, tratando de trazar mentalmente el camino que han seguido hasta negar el (más que evidente) cambio climático, hasta cerrar su corazón a los más débiles para culpabilizarlos de todos los males, hasta convencerse de que el desafortunado es un vago que quiere vivir del cuento, o a votar opciones que sólo buscan el interés de unos pocos en su afán por sentir que han triunfado en este vida. Tal vez este ejercicio nos permita encontrar ranuras por donde colarnos para mostrarles que la realidad es bien diferente. Esto no quiere decir que nos olvidemos de los datos y los argumentos sólidos para responder al negacionista desilustrado, sino que apliquemos los sentimientos y la emotividad como manera de conectar con mentes que están cerradas al debate sereno y al amplio consenso científico. 

El plan no es nada apetecible, mola mucho más ir de cañas con un colega a discutir si colapsismo sí, o no.. Pero el número de terraplanistas sociales crece a ojos vista, y es absolutamente prioritario poner un freno y revertir la situación al precio que sea. Necesitamos ganar la lucha contra el empoderamiento de la ignorancia, esa lacra que consigue mantener a muchas personas ciegas y sordas a los problemas que nos amenazan, secuestradas en una perversa reedición del síndrome de Estocolmo. 

Abramos pues un debate que nos lleve a encontrar fórmulas, antídotos y estrategias para rescatar a estas personas, tanto desde la razón como desde la emoción. La comunidad científica está obligada a compartir datos y argumentos, sin escatimar esfuerzos para que sean asequibles para todo el mundo. También es de enorme valor la experiencia del colectivo de asistentes sociales, quienes llevan décadas luchando para erradicar los hábitos y comportamientos nocivos arraigados en tantas poblaciones desfavorecidas. En cualquier caso, todos y cada uno de nosotros puede y debe aportar su granito de arena. En el éxito o fracaso de nuestro empeño nos podemos estar jugando, literalmente, la persistencia de la vida tal y como la conocemos. 

Este artículo ha sido escrito por Ana Campos, Joaquín Hortal, Astrid Wagner, Luis Santamaría y Fernando Valladares

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