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El ballet y los votos

José Manuel Rambla

Definitivamente, España no está para bailes. Si alguien tiene alguna duda que se lo pregunte a los bailarines del Ballet Nacional que acaba de ponerse en huelga hartos ya de tener que bailar siempre con la más fea: la precariedad. Los artistas se quejan de que algunos de ellos llevan hasta catorce años encadenando (y encadenados a) contratos temporales, negándoles así el Ministerio de Educación, Cultura y Deporte su condición de trabajadores fijos con la consiguiente merma de sus derechos sociales y laborales.

Obviamente, la protesta ha pillado por sorpresa a los responsables del ministerio. Nada extraño, por otro lado, si pensamos que forman parte de un gobierno cuyo presidente en funciones no destaca precisamente por su sensibilidad hacia la danza ni los derechos sociales. Lo suyo, lo hemos visto en esta campaña electoral, son las alcachofas. Ni siquiera las rosas o las orquídeas, plantas más delicadas y capaces de inspirar versos hasta a los poetas más cursis. Claro que tampoco la poesía parece estremecer mucho a Mariano Rajoy. Sus gustos se inclinan más por la prosa, especialmente ese género epistolar que tan bien domina cuando se trata de escribir obedientes carta a Jean-Claude Junker prometiendo nuevos y sumisos recortes.

Por eso se entiende que el país no está para bailes. Sobre todo si tenemos presente que el PP como director de orquesta nunca pensó en deleitar nuestras coreografías con las armoniosas notas de Tchaikovski o Rimsky-Korsakov, sino que siempre ha preferido la monotonía estridente de ese pito del sereno por donde pasarse nuestra más modesta reivindicación. Y lo ha hecho con tanta perseverancia que hoy los españoles parecen obligados a no poder interpretar otra danza que no sea el convulsivo baile de San Vito, alegórico nombre con el que antaño se denominaba al mal de Huntington, esa degenerativa enfermedad que nos condena a contorsiones imposibles hasta agotar el cuerpo y la mente y abocarnos incluso al suicidio.

Para evitarlo, los bailarines del Ballet Nacional se han puesto en huelga. Y bien haríamos el resto de danzarines a la fuerza tomando buena nota de su determinación. Porque se ha llegado a un punto en que ya no hay quien aguante esta sucesión de arpegios enloquecidos que invariablemente nos lleva de una vuelta de tuerca implacable para salir de la crisis a otra vuelta de tuerca inmisericorde para alimentar la recuperación.

Así las cosas, convendrá tener en cuenta al próximo domingo cuando los pasos del baile nos lleven hasta las urnas que lo que está realmente en juego no es quién dirige la orquesta. No, España, las Españas, no necesita sólo cambiar al director, lo que realmente precisa de forma urgente es cambiar de partitura. El país reclama con urgencia una música nueva, pues de nada nos sirve sustituir inocentemente el pito autoritario por la flauta dulce, como defiende con insistencia Albert Rivera. Pero tampoco sirve dejar en el aire si la melodía que se quiere tocar es para pito, para flauta o para gaita como viene haciendo el desorientado Pedro Sánchez.

Mientras tanto, lo único que no falta son voces que nos advierten de que la música de Unidos Podemos no sirve, que nos alertan de que la combinación de sonidos y silencios, de armonía, melodía y ritmo espantará los sensibles oídos de Euterpe. O por lo menos a las melómanas orejas de troika. Como si a los bailarines del Ballet Nacional, o a los miles de huelguistas que estos días bailan en Paris entre porras y botes de humo, les preocupe a estas alturas demasiado que a estas alturas del concierto desafinen los violines.

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