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De qué discutimos en política

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Se acabó 2020 y TVE decidió que el inicio del resumen del año, con la presencia y voz de José Coronado fuese algo así como “por qué los políticos no se ponen de acuerdo”, argumento muy parecido al de un rancio video al que dieron respaldo periódicos conservadores que pronto se viralizó.

No sé dónde está escrita la obligación de que los políticos se han de poner de acuerdo forzosamente bajo el pretexto de un “bien común” o un interés general que, lamentablemente, es un concepto jurídico e histórico indeterminado. Debería hablarse en todo caso de un bien o un interés mayoritario. ¿O es que acaso Luis XVI debería haber consensuado con Robespierre? ¿O los esclavistas con los abolicionistas? ¿Lenin con el Zar? Porque ni siquiera Gandhi se puso de acuerdo con el imperio inglés ni Mandela con el estado del apartheid. Ambos derrotaron a sus adversarios/oponentes/enemigos en claro conflicto y cuya enemistad no nacía de una manía personal sino de diferencias en cuanto a quién debe ser el dueño de su propio destino y contra el derecho a imponerse unos sobre otros.

Puede parecer que son manías, pero no se discute por gusto. A algunos les va bien la práctica de “Laissez faire, laissez passer”, por cierto, base del pensamiento fisiocrático contra el intervencionismo del gobierno en la economía. A quienes creemos que la “mano invisible del mercado” no sirve para asignar equitativamente los recursos y genera desigualdad, esa práctica de dejar hacer, dejar pasar, nos resulta incómoda, cuando no insultante, y preferimos discutir porque lo que está en juego es importante.

Quienes asimilan, cuando no promueven la discusión política con un ambiente de crispación (medios de comunicación, organizaciones, tertulianos varios entre otros) difundiendo la idea de que la sana y necesaria discrepancia es una pugna violenta, en realidad tienen una estrategia “antipolitica”. Por cierto, estos son los mismos que piden que las fuerzas políticas se definan claramente sobre todos los asuntos importantes con lo que están pidiendo que inspiren y espirar a la vez, y ya se sabe, eso solo lo pueden hacer los cantantes de ópera.

De hecho, la estrategia de difundir la idea de que la discusión es crispación, es el medio más simple de la derecha para bloquear las transformaciones sociales, estrategia que incluye, a la vez de convertir la discrepancia en crispación, reclamar el consenso forzoso en torno a temas clave, sin percatarse de la contradicción del argumento.

Además, este ambiente oculta un debate más real. La verdadera discusión, la discusión de fondo, o al menos la interesante es sobre dónde quiere ir la socialdemocracia europea en general y la española en particular. Las organizaciones de izquierda sabemos que cuando la socialdemocracia se constipa, la fiebre alcanza a toda la izquierda de ahí que sea tan importante saber qué quiere ser de mayor la socialdemocracia o, lo que es lo mismo, qué quiere hacer con el poder que se le ha otorgado democráticamente, particularmente en el entorno de las transformaciones productivas de la cuarta revolución industrial.

Es cierto, no obstante, que esa importancia se basa en un hecho muy simple, esto es, que la población europea sigue identificando a los partidos socialdemócratas como parte del bloque de izquierdas, identificación que puede ser banal en la medida en que la izquierda sea capaz de ofrecer una alternativa separada de la socialdemocracia y eso pasa por el inconmensurable reto de hacer creíble y comprensible una alternativa al capitalismo.

Ese reto, sin embargo, es muy concreto y en España pasa por temas que no son nuevos y que llevan décadas encima de la mesa: la transformación de la estructura productiva, las relaciones laborales, el sistema fiscal, la regulación del sistema financiero, la inversión en un sistema público de investigación y ciencia, un sistema no dual en la educación, el peso de los servicios públicos, el sistema público de pensiones, etc. A estos asuntos se han sumado más recientemente los relacionados con la sostenibilidad, el cambio climático y la emergencia climática y sus consecuencias económicas y sociales.

Ese diálogo entre socialdemocracia e izquierda lleva abierto desde hace décadas dentro y fuera de los propios partidos socialdemócratas desde hace cien años, pero se ha reabierto con fuerza desde la pérdida de apoyo electoral de la socialdemocracia en favor de otras fuerzas de izquierda, forzado por las transformaciones productivas globales. Además, este debate se ha visto incrementada por la pandemia, no por las restricciones que ha traído, sino por la aceleración de ciertos procesos y particularmente por las expectativas de “dinero fácil” que traen las políticas keynesianas europeas. Por lo demás, el debate es importante porque los temas centrales y sus soluciones, se desplazan más hacia posiciones liberales o socialistas en función de las posiciones que adopta la socialdemocracia europea. Esperemos que hayan aprendido de las consecuencias de las políticas “terceristas” de Tony Blair aplicadas con fruición y esmero en la década de los ochenta y noventa en nuestro país.

Respecto a ese consenso reclamado, del que la transición se ha convertido en botón de muestra, y aceptando que la transición fue maravillosa, que salió ganando el “bien común”, que nada hubo parecido en la historia de la humanidad y que ese consenso no fue ni obligado por las circunstancias ni conflictivo, parece claro que no puede ser la base para sostener lo que se nos viene encima pues hace ya casi cincuenta años de ese acuerdo y, además, el consenso está sobrevalorado.

Se puede (y se debe) consensuar con quienes están de acuerdo en el objetivo final si discrepan en el método, pero no se puede consensuar con quien quiere lograr objetivos opuestos. O se ha de consensuar si no me queda más remedio por no disponer de fuerza suficiente para llevar a cabo los objetivos. Si se sobrevalora el consenso, este se convierte en el fin y no en el instrumento para lograrlos. 

El régimen actual en España, no cabe duda, es un régimen democrático. Lo que se construyó desde la muerte del dictador hasta hace bien poco fue una interpretación concreta resultado de equilibrios, pero podría haber sido otra. Este sistema democrático se sostiene sobre una constitución, unas instituciones, un sistema electoral y una forma de hacer consuetudinaria que está, como toda construcción histórica, determinada por relaciones de poder entre los actores en conflicto. Cuando estas fuerzas cambian sus relaciones de poder, la interpretación del régimen democrático debe cambiar. Hace falta recodar que Francia ha pasado por cinco republicas dentro del régimen republicano democrático por lo que no debería resultar sorprendente que se reclamen cambios y, llegados a este punto, a nadie debería sorprender que, en el nuevo consenso, además de los apuntados, se incluya una profunda revisión de la jefatura del estado y de la relación entre el estado y la iglesia católica. Que la socialdemocracia opte por una visión más próxima al liberalismo económico o al socialismo va a condicionar el futuro de nuestro país hasta final de siglo. 

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