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Sobre este blog

No sabemos muy bien adónde vamos, nunca lo hemos sabido, aunque a veces hemos creído que sí. Pero hasta aquí hemos llegado y desde aquí partimos cada día para intentar llegar a algún otro sitio, procurando no perder la memoria y utilizando el sentido crítico a modo de brújula. La historia —es decir, los que se apropien de ella— ya dirá la suya, pero mientras tanto nos negamos a cerrar los ojos y a dejar de usar la palabra para decir la nuestra. En legítima defensa.

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No sabem ben bé a on anem, mai no ho hem sabut, encara que de vegades hem cregut que sí. Però fins ací hem arribat i des d’ací partim cada dia per a intentar arribar a algun altre lloc, procurant no perdre la memòria i utilitzant el sentit crític a tall de brúixola. La història —és a dir, els que se n’apropiaran—ja dirà la seua, però mentrestant ens neguem a tancar els ulls i a deixar de fer servir la paraula per a dir la nostra. En legítima defensa.

La edad no perdona (ninguna)

Autorretrat de Théodore Géricault c. 1820 (detalle)

Joan Dolç

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Antes, no solo los campesinos vivían más acorde con la naturaleza, también los artistas, los rapsodas, los periodistas. Del mismo modo que existía fruta y verdura de temporada, canciones de verano y villancicos, había columnistas que florecían con la llegada del buen tiempo y otros que brillaban por Navidad como si les hubieran metido un enchufe por el culo. Una aplanadora pasó por encima de toda aquella diversidad tan previsible pero tan entretenida, tan en sintonía con las estaciones. También aquí se pueden percibir los efectos del cambio climático. Ahora el temario se impone a espaldas de los ciclos naturales desde los think-tank, tanto desde los que operan desde la metrópoli del imperio global como desde los que lo hacen desde la casa de putas de al lado, con su actualidad teledirigida, prefabricada, diseñada para acaparar la atención del público, para absorberla como en esas historias de fantaciencia protagonizadas por zombis imbatibles que se pirran por la masa encefálica de los que todavía están vivos o lo parecen.

Al final, después de constatar esos cambios —esos y otros muchos a los que van asociados— y de malgastar las energías que a uno le quedan en intentar comprenderlos, queda la impotencia, exacerbada y mitigada a partes iguales por la nostalgia, eso que rellena como un líquido amable el vacío tenebroso con el que la razón se encuentra a menudo en los tiempos que corren. Y uno acaba preguntándose con desasosiego si los tomates realmente tienen menos sabor que antes o es que uno está ya harto de comerlos; si es verdad que el cielo es ahora menos luminoso que antes o es que uno está comenzando a tener cataratas; si el cine de ahora es más insultante que el de antes o es cosa de uno, que se ha vuelto más susceptible; si es verdad que hay ahora menos esperanza en el aire o si es uno, que no es capaz de olerla.

Por si acaso, me apresuro a declarar que no me reconozco en esos que tienen como lema que cualquier tiempo pasado fue mejor, pero tampoco creo que el presente lo sea. Por poner un ejemplo asequible, admito que la ciencia enológica ha avanzado una barbaridad y que, pese a mi progresiva intolerancia al alcohol, el vino cada vez está más bueno. Pero también es verdad que simultáneamente el mundo de los catadores y los gastrónomos se ha llenado de idiotas, y quiero creer que eso no estaba necesariamente incluido en el precio. Me pone a parir que, cuando alguien evoca con añoranza algún aspecto del mundo que vamos dejando atrás, un cretino le diga que si preferiría vivir sin penicilina. Como si Sálvame y los antibióticos fueran dos inventos indisolublemente ligados. Aunque, pensándolo bien, puede que sí, puede que el hecho de que la selección natural esté cada vez más condicionada por la cultural tenga algo que ver con el asunto. Pero no voy a meterme en esa camisa tan holgada. Lo dejo para mentes más preclaras.

Hay cosas que no admiten discusión. Uno ya no se puede levantar de un salto de la cama porque al despertar le duele todo. Y, ya que he mencionado el tema, uno ya no se puede pimplar media botella porque es como si se la bebiera un okupa aficionado al bombo que se ha instalado en su cabeza. Pero, ¿acaso eso le impide ver las cosas como son, le hace razonar con menos claridad? Cuando uno llega a cierta edad, que tampoco es que sea excesiva, tiene que ser muy cauto en sus apreciaciones para no confundir los efectos de la propia curva biológica con los de los hechos objetivos, en la medida que estos lo son. Es algo que en buena lógica también debería exigirse a los adolescentes, y puede que con mayor énfasis todavía, pero su juicio está salvaguardado por una batería creciente de atenuantes que ellos van incorporando astutamente a su idiosincrasia. Es algo que se tendría que revisar, pero no se hace, y uno sospecha que esa laxitud a la hora de calibrar la sensatez de los que todavía son principiantes en el oficio de vivir está orientada a aumentar las reservas de carne de cañón.

Ante la pregunta de si tenemos derecho a exigir a las generaciones actuales lo que nosotros no fuimos capaces de hacer, hace tiempo que me inclino a pensar que sí, que es de las pocas cosas que dan o darían sentido a nuestra manía procreadora. Pero no parece que se den las condiciones para ello. Lo que asoma en el horizonte es un siniestro déjà-vu, algo que ya se ha visto varias veces en la historia y quizá con mayor claridad que nunca en los años previos a la I Guerra Mundial: una frustración y un rechazo hacia la degradación moral del presente y hacia todo lo que nos ha conducido a ella, que se traduce en una ruptura acrítica, indiscriminada y voluntariamente traumática con el orden heredado. Son momentos en los que se impone la tentación de reconstruir el mundo a partir de cero, y en los que se olvida que en la historia no existen soluciones de continuidad. Los intentos de imponer una se han convertido invariablemente en fuentes de un sufrimiento que, al menos a corto plazo, siempre ha acabado siendo mayor que aquel del que se pretendía huir. Los frutos, si los ha habido, los han recogido generaciones muy posteriores, no los que se han subido precipitadamente al tren de la rabia. Habría que tenerlo en cuenta. Cuidado con los turoperadores de las revoluciones prêt-à-porter.

Pero da igual lo que digan los que, como yo mismo, vamos perdiendo la ilusión por los viajes supersónicos a la utopía. Si acaso, paseando o en bicicleta. En el tren exprés de aquella guerra, como, en menor o mayor medida, en el de todas las otras, subieron muchos que iban engañados, pero también muchos que subían con la clara intención de suicidarse. De inmolarse, si lo queremos llamar así. Y a esos no hay quien los pare. Cada generación se consuma y se consume como quiere. O como quiere creer que quiere.

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No sabemos muy bien adónde vamos, nunca lo hemos sabido, aunque a veces hemos creído que sí. Pero hasta aquí hemos llegado y desde aquí partimos cada día para intentar llegar a algún otro sitio, procurando no perder la memoria y utilizando el sentido crítico a modo de brújula. La historia —es decir, los que se apropien de ella— ya dirá la suya, pero mientras tanto nos negamos a cerrar los ojos y a dejar de usar la palabra para decir la nuestra. En legítima defensa.

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No sabem ben bé a on anem, mai no ho hem sabut, encara que de vegades hem cregut que sí. Però fins ací hem arribat i des d’ací partim cada dia per a intentar arribar a algun altre lloc, procurant no perdre la memòria i utilitzant el sentit crític a tall de brúixola. La història —és a dir, els que se n’apropiaran—ja dirà la seua, però mentrestant ens neguem a tancar els ulls i a deixar de fer servir la paraula per a dir la nostra. En legítima defensa.

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