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Sobre este blog

No sabemos muy bien adónde vamos, nunca lo hemos sabido, aunque a veces hemos creído que sí. Pero hasta aquí hemos llegado y desde aquí partimos cada día para intentar llegar a algún otro sitio, procurando no perder la memoria y utilizando el sentido crítico a modo de brújula. La historia —es decir, los que se apropien de ella— ya dirá la suya, pero mientras tanto nos negamos a cerrar los ojos y a dejar de usar la palabra para decir la nuestra. En legítima defensa.

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No sabem ben bé a on anem, mai no ho hem sabut, encara que de vegades hem cregut que sí. Però fins ací hem arribat i des d’ací partim cada dia per a intentar arribar a algun altre lloc, procurant no perdre la memòria i utilitzant el sentit crític a tall de brúixola. La història —és a dir, els que se n’apropiaran—ja dirà la seua, però mentrestant ens neguem a tancar els ulls i a deixar de fer servir la paraula per a dir la nostra. En legítima defensa.

El elector acorralado

Fotograma de 'La cabina' (Antonio Mercero 1972).

Joan Dolç

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En las pasadas elecciones fui a votar más que nada por el paseo, porque necesitaba estirar las piernas. Es decir, que fui a votar sin ganas. Soy uno de esos que lo hicieron, según la tópica expresión, con la pinza en la nariz, no voy a extenderme ahora en explicar por qué (por qué me tapé la nariz y por qué, a pesar de todo, voté). El caso es que por el camino me acordé de aquel sosias mío que hace un par de años decía que no volvería a votar nunca más. Y pensé: qué risa si resulta que coincidimos en el colegio electoral con las papeletas en la mano. Pero no, aunque sentí su presencia, incluso una fantasmal resistencia en mi brazo a la hora de meter los sobres en las urnas, no lo vi, y me quedó la curiosidad de saber qué había hecho finalmente. Esperé los resultados del escrutinio, y a la mañana siguiente le llamé. No me cogió el teléfono, cosa habitual en él, pero un par de horas después me dejó uno de esos malditos mensajes de voz del WhatsApp que transcribo a continuación:

“Ya te dije que no lo haría. Abstenerse tiene rango de pecado mortal y este a mí me faltaba. Después de casi cincuenta años de servicios a la patria como votante fiel, quería saber qué se sentía al pasar del tema. Como el voto todavía es un derecho, no una obligación, no tengo por qué darte más explicaciones. Y espero que no me vengas con el cuento de que a partir de ahora no me puedo quejar porque no he votado. Nunca entenderé cómo ha hecho fortuna un argumento tan estúpido. Si alguien no tiene derecho a quejarse es precisamente el que ha votado, creo que es obvio. Pero tampoco he intentado arrastrar a nadie a esa tierra incógnita, al contrario. He tratado de eludir el tema, y si acaso ha surgido, le he seguido la corriente al interlocutor en cuestión, que por lo general estaba entusiasmado, se sentía imprescindible, se lo habían hecho sentir durante la campaña electoral haciéndole olvidar lo contingente que había sido durante los cuatro años anteriores y lo contingente que sería durante los cuatro siguientes”.

“Me he sentido como cuando dejé de creer en Dios y empecé a blasfemar, ya sabes, como si de repente un rayo me fuera a caer en la chepa. Y no me importa confesar que durante unas horas he tenido remordimientos por si sucedía lo probabilísticamente imposible, que por un solo voto, que habría podido ser el mío, se hubiera decantado la balanza hacia el lado que, como sabes muy bien, detesto con todas mis fuerzas. Evidentemente, no ha sido por un voto. Pero también sé lo que estás pensando, que la suma de muchas abstenciones como la mía ha contribuido al resultado. No te digo que no, pero que yo votara no iba a hacer que los demás abstencionistas lo hicieran también. No he sido yo el causante del descalabro, y aunque admito que puedo ser parte de la explicación, creo que es más útil buscarla entre los que sí que han ido a las urnas”.

“Podemos echarle la culpa al empedrado, pero estaba claro que antes o después la izquierda tendría que corregir la deriva que tomó cuando unos quisieron subir a lo más alto tirando de su propia coleta, tal como aquel liante del barón de Münchhausen decía haberse sacado a sí mismo de la ciénaga. El guantazo ha sido sobre todo para ellos, pero también para los que, aprovechando que estábamos distraídos con el espectáculo, a lo largo de estos años nos han hecho comulgar con unas cuantas ruedas de molino. Es verdad que habría bastado con que la hostia hubiera sido la mitad de fuerte, pero a ver quién mide la fuerza de colectivos tan heterogéneos como el de los abstencionistas, el de los ignorados, el de los decepcionados, el de los cabreados o el de los tontos, que también cuentan. Pueden coincidir, pero cada uno va por su lado. Así que, aunque el hecho de que los hombres lloren esté mejor visto ahora que en tiempos de Boabdil, más vale que te olvides rápidamente de Granada y vayas pensando en cómo afrontas la próxima batalla”.

Hasta aquí sus palabras. Y estaba yo planeando entretenerme y entretener al lector intercambiando argumentos con mi alter ego, cuando ese plan se me vino abajo. No contaba yo con los caprichos del destino. De improviso llegó la noticia del adelanto electoral para las generales, y eso, me temo, le ha dado a él una razón de peso para reincidir, la de no votar bajo la presión de lo que tiene toda la pinta de un chantaje: o votáis como Dios manda, o vosotros veréis. En lo que a mí respecta, a regañadientes, pero me avengo, renuncio responsablemente a la polémica, la pospongo, acepto la elementalidad del juego y pido la vez. Volveré a votar como el pusilánime que soy, votaré por miedo, porque no se me escapa la miseria presente, pero lo que se nos puede venir encima ya sé de qué va. Y quien no lo sepa haría bien en aprender en cabeza ajena, por más que eso implique contravenir una trágica ley histórica.

En estas circunstancias, depositar un trocito de papel en una urna será como querer limpiar una cagada de vaca con un confeti, pero qué le vamos a hacer. Dejaré, una vez más, que parezca que soy dueño de mi destino. Volveré a votar, ya veré a qué o a quién, aunque en vez de una pinza en la napia me tenga que poner una máscara antigás, o una de las que me han sobrado de aquella otra pandemia. Y luego me meteré en casa, a esperar a pie firme el resultado, no hay otra. Cuando pase el nublado me estudiaré a fondo los argumentos de mi yo abstencionista, a ver hasta qué punto él soy yo y yo soy él, a ver si me saco de encima este síndrome de Mafalda, el del pringado hiperestésico permanentemente preocupado por los males de este mundo, a ver si aprendo a dejarme de monsergas, de espíritu crítico, autocrítico, analítico, gemebundo y masoquista, a dejar de sermonear al personal y vivir la vida, que son cuatro días de mierda, puede que menos. Y quien venga detrás que arree.

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No sabemos muy bien adónde vamos, nunca lo hemos sabido, aunque a veces hemos creído que sí. Pero hasta aquí hemos llegado y desde aquí partimos cada día para intentar llegar a algún otro sitio, procurando no perder la memoria y utilizando el sentido crítico a modo de brújula. La historia —es decir, los que se apropien de ella— ya dirá la suya, pero mientras tanto nos negamos a cerrar los ojos y a dejar de usar la palabra para decir la nuestra. En legítima defensa.

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No sabem ben bé a on anem, mai no ho hem sabut, encara que de vegades hem cregut que sí. Però fins ací hem arribat i des d’ací partim cada dia per a intentar arribar a algun altre lloc, procurant no perdre la memòria i utilitzant el sentit crític a tall de brúixola. La història —és a dir, els que se n’apropiaran—ja dirà la seua, però mentrestant ens neguem a tancar els ulls i a deixar de fer servir la paraula per a dir la nostra. En legítima defensa.

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