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La izquierda presiona para que Pedro Sánchez no dimita
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Opinión - Sánchez no puede más, nosotros tampoco. Por Pedro Almodóvar
Sobre este blog

No sabemos muy bien adónde vamos, nunca lo hemos sabido, aunque a veces hemos creído que sí. Pero hasta aquí hemos llegado y desde aquí partimos cada día para intentar llegar a algún otro sitio, procurando no perder la memoria y utilizando el sentido crítico a modo de brújula. La historia —es decir, los que se apropien de ella— ya dirá la suya, pero mientras tanto nos negamos a cerrar los ojos y a dejar de usar la palabra para decir la nuestra. En legítima defensa.

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No sabem ben bé a on anem, mai no ho hem sabut, encara que de vegades hem cregut que sí. Però fins ací hem arribat i des d’ací partim cada dia per a intentar arribar a algun altre lloc, procurant no perdre la memòria i utilitzant el sentit crític a tall de brúixola. La història —és a dir, els que se n’apropiaran—ja dirà la seua, però mentrestant ens neguem a tancar els ulls i a deixar de fer servir la paraula per a dir la nostra. En legítima defensa.

Grumos

The Bean (Cloud Gate), Chicago.

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Este verano hemos visto cómo la humanidad comenzaba a recuperar su aspecto grumoso. Grumos en las terrazas de los bares, en algunos conciertos, en algunos partidos de fútbol, en fiestas rave clandestinas, en algunas fiestas patronales, que son algo así como las rave pero con licencia y con santo patrón, y, por supuesto, grumos en los chiringuitos playeros.

Paseaba uno con su bicicleta irreprochablemente sostenible por el camino paralelo a la playa, mirando los cientos de automóviles aparcados a lado y lado y el gentío desparramado en la arena, y, tal vez a causa de la insolación, le venía a la mente la vieja cuestión del libre albedrío. Cada uno de estos individuos, cavilaba, ha tomado «su» decisión, pero todos están haciendo lo mismo. Están todos amontonados aquí como, en otras circunstancias más propicias para el viaje largo, se amontonarían en otra playa parecida, pero más lejana, más «exótica», o estarían formando parte de la gusanera que recorre los desgastados esqueletos renacentistas que hay esparcidos por Italia.

¿Han pensado todos a la vez en venir hasta aquí, o no lo ha pensado nadie? ¿Han coincidido en virtud de algún tipo de razonamiento compartido, o han sido traídos por alguna suerte de fuerza invisible? Y lo mismo cabe preguntarse de todos los pasos previos que han dado todos ellos, de todas y cada una de las decisiones que han tenido que tomar a lo largo de su vida antes de meterse a la misma hora, cada uno en su coche, para venir a apelotonarse a la orilla del mar. Y al hilo de todo eso, se volvía uno a preguntar si una muchedumbre es el conjunto de muchos individuos, cada uno con su cerebro, o es un solo organismo acéfalo.

La cuestión es vieja, pero la perspectiva es, hasta cierto punto, inédita. Se dice que durante la pandemia se nos han restringido las libertades, pero hay otra manera de verlo: por unos instantes las recuperamos todas. La situación nos brindó la oportunidad de tomar decisiones sobre qué hacer con nuestro tiempo y de meditar sobre lo que, en general, hacemos con nuestras vidas. Cabía imaginar que con la dispersión y el ascetismo forzado por la pandemia nos entregaríamos a eso que se llama «encontrarse», a conocernos a nosotros mismos y a reconsiderar nuestras rutinas, pero no parece haber pasado nada que se le parezca. Quizá porque no hay nada que encontrar, nada que conocer. Del mismo modo que, como dijo el otro, no hay camino, el camino se hace al andar, no hay «seres», los seres se hacen siendo. Lo del ser dotado de una esencia primordial, unívoca y atemporal es un concepto desgraciado, un equívoco aristotélico que solo sirve para cebar todo tipo de mercados, tanto los de mercancías, como los de parroquianos con derecho a voto.

El caso es que, como somos alguien, como somos algo, tendemos a comportarnos como se supone que cada uno es. ¿De ocho mil millones de maneras diferentes? No. Lo que no puede ser ya se sabe que no puede ser, y además es mentira. Hay quienes no tienen muchas más opciones que actuar de acuerdo con los protocolos del hambre, la guerra y otras urgencias, pero, hoy por hoy, por estos pagos la mayoría lo hace por imitación, por un seguidismo más o menos consciente y voluntario, por una necesidad contradictoriamente individualista y gregaria a la vez. Porque ser es parecer. Lo de tener, que es donde está el negocio, viene implícito. Y para parecer hay que emular. Por lo tanto, el negocio está en mostrar al personal los arquetipos apropiados a modo de cebo.

El problema es que elegimos de uno en uno y con una apariencia de libertad, pero las alternativas son más escasas de lo que parece y optamos en sintonía, por eso nuestros actos convergen. Seguimos modelos preestablecidos por la tradición, por la costumbre, por la presión social y, cada vez más, por una cultura identitaria artificiosa e hiperbólica que, en los tiempos que corren, se revela para muchos como la única cosa capaz de dar sentido a su existencia, y para algunos como un gran negocio. De ahí los esfuerzos por controlar los signos que conforman nuestra personalidad, de ahí que circule un número creciente de rasgos distintivos prêt-à-porter que nos permiten ser alguien sin esfuerzo, andar sin hacer camino y sin necesidad de ser nada, tan solo dejándose llevar. Fijar estos rasgos y promocionarlos según las circunstancias, las contingencias y, sobre todo, los intereses de las grandes corporaciones, se ha convertido en una gran industria de la que depende la economía y, por tanto, la política.

La publicidad es, en ese sentido, un faro iluminador, porque allí están todos esos rasgos en constante promoción. Aprender a descifrar los signos y las formas con los que otros modelan nuestra personalidad debería ser prioritario. Si alguna vez fue necesaria la semiótica, es ahora. Porque los mismos mecanismos que rigen la publicidad rigen el resto de discursos públicos. Y si uno se fija, no es difícil ver los vasos comunicantes que hay entre ellos; son los mismos que hay entre los despachos de los grandes grupos económicos y los de la política. El problema es que la mayoría de ciudadanos se han vuelto completamente ciegos ante cualquier tipo de propaganda, por eso funciona.

Aún así, hay quien dice que esto se está convirtiendo en una oclocracia, que es el gobierno de la muchedumbre. Es algo que parece obsesionar a los que tienen miedo de que la chusma imponga su criterio, una idea que empieza a aflorar cuando las élites comienzan a pensar abiertamente en algo de lo que siempre han estado convencidas en lo más íntimo: que no todos los votos valen lo mismo. Pero no, por lo menos en los tiempos que corren la chusma no está en condiciones de imponer nada. Otra cosa es que le hagan creer que tiene ese poder. La chusma es dócil, se mueve cuando le dan cuerda y va por donde se le enfila, da igual a qué nos estemos refiriendo.

Nos hemos vuelto extraordinariamente sumisos, usamos lo que nos endilgan, ya sea un producto o una idea, y nos sentimos culpables si no sabemos qué hacer con ello. Hace un tiempo la industria se esforzaba en detectar la demanda y a satisfacerla. Más tarde descubrió cómo suscitar deseos absurdos con arduas operaciones de mercadotecnia. Y ahora el ciudadano-consumidor ya no es consultado prácticamente para nada, ya no hace falta. Lo digo mientras me limpio los dientes con un cepillo eléctrico que lleva bluetooth incorporado, me pregunto para qué y si no me habré confundido de cacharro y me estaré metiendo en la boca algo que no debo.

Luego me entero del cristo que se está armando por la escasez de microprocesadores. Los necesitan para poner en circulación los artefactos con los que, de grado o por fuerza, nos tendrán cautivos y entretenidos los próximos años. Otra guerra sorda en la que andamos metidos, porque en el control de los microprocesadores está la clave del futuro económico de las naciones. O de las corporaciones. O de un puñado de espabilados. En todo caso, de ese uno por ciento que sabe por dónde nos van a embutir los próximos chips, que no será, precisamente, por donde nos están metiendo las vacunas.

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No sabemos muy bien adónde vamos, nunca lo hemos sabido, aunque a veces hemos creído que sí. Pero hasta aquí hemos llegado y desde aquí partimos cada día para intentar llegar a algún otro sitio, procurando no perder la memoria y utilizando el sentido crítico a modo de brújula. La historia —es decir, los que se apropien de ella— ya dirá la suya, pero mientras tanto nos negamos a cerrar los ojos y a dejar de usar la palabra para decir la nuestra. En legítima defensa.

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No sabem ben bé a on anem, mai no ho hem sabut, encara que de vegades hem cregut que sí. Però fins ací hem arribat i des d’ací partim cada dia per a intentar arribar a algun altre lloc, procurant no perdre la memòria i utilitzant el sentit crític a tall de brúixola. La història —és a dir, els que se n’apropiaran—ja dirà la seua, però mentrestant ens neguem a tancar els ulls i a deixar de fer servir la paraula per a dir la nostra. En legítima defensa.

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