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Sobre este blog

No sabemos muy bien adónde vamos, nunca lo hemos sabido, aunque a veces hemos creído que sí. Pero hasta aquí hemos llegado y desde aquí partimos cada día para intentar llegar a algún otro sitio, procurando no perder la memoria y utilizando el sentido crítico a modo de brújula. La historia —es decir, los que se apropien de ella— ya dirá la suya, pero mientras tanto nos negamos a cerrar los ojos y a dejar de usar la palabra para decir la nuestra. En legítima defensa.

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No sabem ben bé a on anem, mai no ho hem sabut, encara que de vegades hem cregut que sí. Però fins ací hem arribat i des d’ací partim cada dia per a intentar arribar a algun altre lloc, procurant no perdre la memòria i utilitzant el sentit crític a tall de brúixola. La història —és a dir, els que se n’apropiaran—ja dirà la seua, però mentrestant ens neguem a tancar els ulls i a deixar de fer servir la paraula per a dir la nostra. En legítima defensa.

Muéstrate o muere

Obra de Jake y Dinos Chapman sobre un aguafuerte de Goya.

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Hay que discrepar. No es que no existan ya epígonos de los recientemente desaparecidos Georgie Dann o Raffaela Carrá, es que hay tantos que ni se notan. No es que no existan ya pensadores incómodos como Sartre, por mencionar alguno suficientemente destacado y conocido, o talentos artísticos indiscutibles como Picasso, es que es imposible distinguirlos porque todos forman parte de la misma morralla que el resto de los mortales. Casi medio siglo después de que Guy Debord publicara La sociedad del espectáculo, sus tesis han sido deglutidas cínicamente por el mismo mecanismo que denuncian —la espectacularización—, y, convenientemente deformadas, han sido convertidas en una ristra de tópicos. Lo que él vino a decir (y después de dicho se fue) no es lo que comúnmente se entiende, que cada vez hay más circo y menos pan, sino, siguiendo el símil, que hemos llegado a un punto en que el circo ha sustituido al pan. Todo es circo. No hay realidad por una parte y espectáculo por otra, es imposible contrastar esos dos conceptos porque se han convertido en una sola cosa. La tergiversación de las tesis de Debord nos impide percibir su corolario, que es la sociedad del simulacro, la sociedad del fraude, de la impostura, de la farsa… términos para definirla hay para dar y tomar.

Son tiempos propicios para aquellos que se dedican a hacer productos ajustados al canon consumista espectacular y para los simulacros culturales que triunfan mediante un drástico proceso mediático. Y son tiempos muy malos para aquellos que se empeñan en resistirse a la espectacularización, a la suya y a la de aquello que producen. Un mantra rubrica y lubrica el tejemaneje: «Si nadie conoce lo que haces, lo que haces nada vale», y por tanto nada vales tú. Nos quieren hacer creer que «lo que aparece es bueno, lo que es bueno aparece» (Debord). O, dicho de otra forma: si algo no aparece, si algo no consigue convertirse en espectáculo, es necesariamente malo e irrelevante; si no lo fuera, la propia sinergia social se encargaría de visibilizarlo. Y no es así, duele tener que insistir sobre ello. El tramposo enunciado no es sino una variación del mito de la mano invisible, un sofisma con el que se trata de inhibir —exitosamente, hay que reconocer— cualquier intento de ir más allá de lo convencional, de aventurarse a cuestionar unos modos de producción y consumo espectacularizados por todos los medios. Y aquí la palabra «medios» es polisémica e inequívocamente acusadora. El éxito solo significa ortodoxia. Siempre ha sido así, pero ahora se ha convertido en una verdad axiomática.

Con esa coartada («lo que aparece es bueno, lo que es bueno aparece») avanza el simulacro y el fraude en el proceso de satisfacción de las necesidades humanas y en todos los frentes de la cultura. Fraude en el ámbito literario, jibarizado hasta la angustia, reducido al best seller de andar por casa, a la escritura estandarizada por talleres literarios y criterios editoriales que solo buscan públicos masivos, o invadido por la literatura simplista y altamente ideologizada que es incentivada por los diversos poderes públicos. Fraude en el frente musical, con la imposición abusiva y asoladora de unos ritmos narcotizantes que eclipsan con su ubicuidad y su estruendo otras elaboradas armonías susceptibles de mover sentimientos complejos. Fraude en el mundo de las artes plásticas, que hace tiempo abandonó la senda del análisis de la percepción para dejarse caer en brazos de un mercado y unas instituciones que se dedican a vender humo, a convertirlo en un manojo de discursos confusos que enmascaran la más absoluta insustancialidad. Fraude en el resto de las artes narrativas, empezando por la cinematográfica, que se empeña en hacernos creer que la ficción es o pasatiempo insustancial o sermón catequizador —léase «simulacro de pensamiento crítico», lo que hace cuando quiere ponerse «seria»—. Fraude también por parte del llamado mundo académico, donde se refugia la inoperancia, la prédica momificada de la ortodoxia por parte de una casta endogámica a la defensiva, artrósica, incapaz de atravesar los muros tras los que se refugia y extender su radio de acción a la sociedad civil (habría que preguntarse con qué).

Simulacro, fingimiento, engaño, especulación, fraude a gran escala también y sobre todo en lo político, con sus grandes escenificaciones, como la de la reciente cumbre del clima, la COP26, gran guiñol, desvergonzada performance protagonizada por unos farsantes endomingados e infatuados, por unos profesionales de la charlatanería que dicen aquello que se espera que se diga pero que no tiene nada que ver con lo que realmente hacen. Mientras el resto tocamos palmas y organizamos alegres batucadas, ellos, los Georgie Dann y las Raffaela Carrá o las Leticia Sabater de la política bailan una pomposa danza ritual que, en vez de invocar la lluvia, se supone que calma la ira de Manitú y evita la hecatombe del planeta. Es un irreverente auto sacramental que va por la vigesimosexta representación, patrocinada descaradamente por los siervos de Cthulhu —con el sistema financiero, las grandes corporaciones y las industrias expertas en greenwhashing a la cabeza— y retransmitida urbi et orbi para la gran masa de fieles que le han tomado el gusto a comulgar con ruedas de molino, esas que se acumulan en su estómago y harán que se vayan al fondo rápidamente en cuanto les alcance la riada, y no me refiero solo a las consecuencias del cambio climático.

Simulacro por todas partes. Sociedad del espectáculo, sí, vale, pero espectáculo de mierda para unos tiempos grotescos en el que ejecutantes y público se confunden y avanzan hacia quién sabe dónde a ritmo de reguetón —canción del verano para todo el año—, ejecutando y contemplando nimiedades en una infinidad de pantallas que actúan como espejos de la lacerante mediocridad, inoperancia e insignificancia en la que se está sumiendo una cultura, una civilización, que pretendía, con la ayuda de la gaya ciencia, ir más allá del bien y del mal, conquistar lo desconocido, alcanzar la autonomía moral, y que ha acabado, no sabe cómo, haciendo el indio al borde del abismo. Las pretensiones del superhombre han acabado en nada, y él ha acabado mostrándose como un alfeñique domesticado, un muñequito sin voluntad a merced de unos mercachifles que para satisfacer sus caprichos no tienen inconveniente en llevarse el universo mundo por delante si hace falta, que parece ser que sí.

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No sabemos muy bien adónde vamos, nunca lo hemos sabido, aunque a veces hemos creído que sí. Pero hasta aquí hemos llegado y desde aquí partimos cada día para intentar llegar a algún otro sitio, procurando no perder la memoria y utilizando el sentido crítico a modo de brújula. La historia —es decir, los que se apropien de ella— ya dirá la suya, pero mientras tanto nos negamos a cerrar los ojos y a dejar de usar la palabra para decir la nuestra. En legítima defensa.

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No sabem ben bé a on anem, mai no ho hem sabut, encara que de vegades hem cregut que sí. Però fins ací hem arribat i des d’ací partim cada dia per a intentar arribar a algun altre lloc, procurant no perdre la memòria i utilitzant el sentit crític a tall de brúixola. La història —és a dir, els que se n’apropiaran—ja dirà la seua, però mentrestant ens neguem a tancar els ulls i a deixar de fer servir la paraula per a dir la nostra. En legítima defensa.

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