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La futbolización de la política

Simón Alegre

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Se trata de otra de las enfermedades de nuestro tiempo. Alertaba contra ella –y la simplificación que conlleva- un escritor que gusta de aunar literatura y fútbol en sus relatos. Enmienda a la totalidad, pues, a la sentencia de Albert Camus, la del aprendizaje de la moral y las obligaciones a través del fútbol.

A mí también me gusta el fútbol (más que el fútbol, el VCF), pero coincido con la impugnación. Como metáfora de la vida, el fútbol es demasiado brutal y cruel (no pidamos un símil político asociado al gol de M´Bia en Mestalla, por favor…). Una competitividad atroz, intereses mercantilistas y, como único motivo para seguir creyendo, el sentimiento puro del aficionado.

No queremos una política así, pero, desafortunadamente, es la que tenemos. Llamaba la atención Rafa -que así se llama el escritor- sobre que las consignas políticas se parecen, cada vez más, a los cánticos futboleros. Y eso, como no podía ser de otra manera, le –nos- asusta. La política debería ser algo distinto, el terreno abonado para el debate sosegado y no una excusa para gritar el “a por ellos”. Oé.

La futbolización de la política no deja de ser el burdo último estadio de lo que, académicamente, se ha conocido como espectacularización y americanización: liderazgos fuertes, concisión del mensaje, tiranía de los mass media… En definitiva, que el personal, pese al aumento del interés, no usa un programa ni para afianzar la pata de la mesa que cojea.

Y tanto está imitando la política al fútbol que los estadios han sido el campo de experimentos de una de las leyes más controvertidas de esta legislatura, la conocida como Ley Mordaza. Efectivamente, en el fondo, se trata de una extrapolación bastante fidedigna de la Ley del Deporte.

Desproporción, falta de garantías, criminalización de colectivos… En resumen, 3.001 euros de multa por consumir un bote de cerveza en un estadio. Los aficionados al fútbol han sido conejillos de Indias con los que probar futuros proyectos de recortes de las libertades. No se trata de disculpar, en este caso, conductas incívicas, sino de enfatizar cómo las sanciones se ceban, en función de un alarmismo social (es decir, mediático) injustificado. ¿Comparamos las muertes producidas por sucesos violentos en los estadios, a los que acuden miles de personas todas las semanas, con las que se producen en discotecas y parques? La planta rodadora se desliza entre el silencio, como en los westerns de nuestra infancia…

Afán recaudatorio, despliegue de dispositivos sobredimensionados (con las dietas que implican)… Son las contrapartidas (¿qué fue antes, el huevo o la gallina?) de los ingredientes principales, convenientemente agitados por el altavoz mediático, de la llamada ideología de la seguridad.

¿Y qué es la ideología de la seguridad? “Que se jodan, algo habrán hecho, esto antes no pasaba”, se escucha durante la paella del domingo. Ese clima de perenne inseguridad falsaria e inoculada es un resorte conservador que trata de meternos el miedo en el cuerpo, de manera casi congénita. Nos quieren adocenados y viendo La Voz.

Ejemplarizante es lo contrario de abusivo y desproporcionado. Quienes, como cómplices, aplauden acríticamente las extralimitaciones contra colectivos tachados de radicales, no saben que la onda expansiva de estos desmanes (quien más, quien menos conoce algún montaje de órdago) le acabará llegando, en forma de malas prácticas.

No es una cuestión de azules y rojos. No pretendía hacer de abogado del diablo (es más, me disgusta), pero no quiero que me pase como en la cita de Martin Niemöller. Pues eso, que un día vengan a por los míos y ya no quede nadie.

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