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Derogaremos la reforma laboral

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Debo confesarles que no salgo de mi asombro al leer y escuchar algunas manifestaciones que vienen a validar la eficacia de la reforma laboral que Mariano Rajoy y su Gobierno de corte conservador aprobó manu militari en el año 2012. Basta echar un simple vistazo a la exposición de motivos de la propia norma para certificar el monumental fiasco, y para desacreditar cualquier opinión, por autorizada que sea, en sentido contrario.

En síntesis, la reforma laboral buscaba “mejorar la empleabilidad de trabajadoras y trabajadores, fomentar la creación de empleo, favorecer la contratación indefinida, reducir la dualidad laboral, y favorecer la flexibilidad interna de las empresas como alternativa a la destrucción de empleo”. ¿No encuentran bochornosa esa declaración de principios? Sobre todo cuando, casi una década después, los datos se empeñan en confirmar su fracaso, al no haber conseguido ninguno de los objetivos marcados, más bien, todo lo contrario.

La reforma laboral no ha evitado que las empresas acudan al despido, más fácil y más barato que antes de 2012, abaratamiento muy bien aprovechado por cierto. No parece casual que el año de su aprobación se echara a casi 780.000 personas con contrato indefinido. Tampoco parece que se haya aumentado el empleo. La creación neta de estos años queda muy en entredicho cuando se analiza la cuestión desde la perspectiva de las horas trabajadas. Porque no se lleven a engaño, hay más personas ocupadas, pero ese incremento no se corresponde con el de número de horas trabajadas. Esta reforma, en términos cuantitativos, tampoco se sostiene.

Además, ha sido especialmente dañina en las cuestiones que afectan a la calidad del empleo. Las mayores facilidades para el despido, la pérdida de la ultraactividad de los convenios y la prevalencia de los acuerdos de empresa frente a los sectoriales, ha debilitado tanto la negociación colectiva frente al poder empresarial que ha tenido un efecto demoledor en las condiciones de vida y trabajo de la clase trabajadora. Hoy, no cabe duda, el empleo es de peor calidad, más inestable, menos seguro y peor pagado. Hablo de devaluación salarial y de precariedad laboral, en sus múltiples formas, escojan ustedes: horas extraordinarias no retribuidas, aumento en la contratación a jornada parcial, temporal, la rotación en el empleo, debilitamiento de la cobertura social por desempleo, y así seguiríamos glosando consecuencias, que son un drama para muchas personas. Porque como suelo decir, a día de hoy, tener un trabajo no nos salva, en muchos casos, de estar en riesgo de exclusión social, y en casi ninguno, de pasar estrecheces para sacar adelante nuestros respectivos proyectos de vida.

Todo lo que les digo, lo tienen ilustrado en los datos de la Encuesta de Población Activa. La tasa de paro en el País Valencià se sitúa por encima de la media estatal con menos tasa de actividad (16,12%), la contratación temporal en términos cercanos al 90% de la totalidad de contratos, y el tiempo parcial representa casi un 40% del total. Datos que son la antesala de la precariedad a la que me estoy refiriendo, y que afecta con mucha mayor crudeza a mujeres y jóvenes.

¡Claro que hay que derogar la reforma laboral de 2012! Entre otras cosas, porque se ha mostrado ineficaz, tan ineficaz como la salida de la crisis económica de la que es contemporánea. Son fruto de la misma concepción, de la lógica del recorte y de la austeridad de las políticas conservadoras que han quedado retratadas ante el aplastante resultado de las políticas de estímulo público, y del rotundo éxito del diálogo social y el escudo de protección fruto del mismo. Una medida como el ERTE ha salvado a este país de un auténtico desastre, al tiempo que se ha demostrado como una fórmula eficaz de flexibilidad interna que ha contrarrestado la solución del despido fácil.

La reforma se derogará, espero que en términos satisfactorios, pero no va a ser fácil, como no lo es cualquier avance, como no lo es la reversión de ningún retroceso. Ya lo hemos visto a propósito del SMI, o de la reforma que pretende garantizar el poder adquisitivo de las pensiones. Cuando se trata de reequilibrar el poder entre trabajo y capital surgen los viejos fantasmas, las viejas resistencias. Aparece una concepción trasnochada de las relaciones laborales, incapaz de entender el efecto multiplicador de las políticas redistributivas y del trabajo decente en la economía, su efecto en el consumo y, por ende, en el crecimiento económico. Pese a quién pese, derogaremos la reforma laboral.

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