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CV Opinión cintillo

Trabajo y utopía

'Excesion', de Ian M. Banks.

Francisco Martorell Campos

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Hace unos días, el arco parlamentario progresista debatió la posibilidad de reducir la semana laboral a cuatro días y 32 horas semanales. Estudiada, dijo el Vicepresidente, por el Ministerio de Trabajo, Más País-Equo presentó una enmienda a los presupuestos para impulsarla que fue desestimada por el Gobierno. A inicios de 2020, la Generalitat Valenciana anunció que destinará en 2021 una partida presupuestaria con vistas a financiar la misma iniciativa. Tales movimientos, a los que se podrían añadir otros muchos, apenas alumbran la superficie de una tendencia que viene despuntando desde hace varios lustros en el seno de la teoría y la praxis de izquierdas. Me refiero a la Utopía Postrabajo, articulada en torno a dos propósitos fundamentales. El primero actúa de preámbulo, y consiste en la citada reducción de la jornada laboral. El segundo apunta a la eliminación de la necesidad de trabajar. No vayan a creer que esta utopía prospera en ambientes marginales. Filósofos, economistas y sociólogos de la talla de Piketty, Srnizek, Galbraith, Olin Wright, Mason, Frase, Berardi, Varoufakis, Krugman, Raventós, Fraser, Stiglitz y Bregman la divulgan de formas dispares. Unos apelan a la creciente automatización para argumentar que la participación humana en el proceso de producción quedará en su mayor parte obsoleta a medio plazo, evento que traerá consigo la necesidad de implantar la Renta Básica Universal (RBU), so riesgo de colapso universal. Los otros apelan a los crecientes índices de desempleo para defender que si trabajaran todas las personas que no lo hacen y quieren hacerlo, todos trabajaríamos menos y mejor. En ambos enclaves, se parte de la convicción de que medidas así erosionarían la explotación y la pobreza, y que beneficiarían a la lucha contra el cambio climático y la violencia de género. Correctamente orientadas, socavarían la creciente precarización del empleo eclosionada tras la crisis de 2008, con el auge de los “trabajos de mierda” analizados por Graeber y de los “retro-trabajos” a los que aludió el otro día el filósofo Ramón del Castillo durante un congreso universitario.

No hace falta que diga que tendrá que trascurrir bastante tiempo antes de que la realización de la Utopía Postrabajo deje de parecer una locura incongruente propia de vagos y maleantes. Hasta que se dé el contexto social y tecnológico apropiado, seguiremos asfixiados por la nauseabunda mentalidad que emite, desde hace siglos, la engañifa de que el trabajo es el núcleo de la realización personal, la actividad que nos ennoblece y que da sentido a la vida. Engañifa, por cierto, muy del gusto de ciertas izquierdas históricas, no solo de los señoritos que jamás dan un palo al agua y sus lacayos. Y de montones de distopías anti-automatización, sea Erewhon (Butler), Mecanópolis (Unamuno), La Nueva Utopía (Jerome), Los humanoides (Williamson), La pianola (Vonegut) o Wall-E (Stanton). En la parte final de Soñar de otro modo explico cómo las propuestas postrabajo suscitarán de momento chanza y repelús, igual que suscitó análogas reacciones la reivindicación de la jornada laboral de 8 horas, cuya materialización requirió casi un siglo de movilizaciones regulares. Si algo distingue a las propuestas utópicas es justamente eso, su carácter precoz, el hecho de que al llegar demasiado pronto no encajan en las coordenadas del sentido común dominante, lo que las sentencia a ser tildadas de irrealizables, peligrosas y pueriles. Sin embargo, la historia demuestra que si los activistas no se dejan amedrentar y luchan por ellas generación tras generación al final se hacen realidad. A veces ha ocurrido, y viene bien recordarlo en estos tiempos oscuros.

La Utopía Postrabajo no supone ninguna novedad enfocada desde el legado de la tradición utópica literaria. Utopías hay muchas y muy diversas, pero comparten, con suma frecuencia, la resignificación del trabajo. Abundan, por ejemplo, las utopías donde el tiempo de trabajo se ha reducido drásticamente en comparación con el que ocupa en la sociedad real. En Utopía (Moro) y Sinapia (Anónimo) los ciudadanos trabajan 6 horas diarias (hablamos de textos del siglo XVI y XVIII, respectivamente), 4 en Estrella roja (Bogdánov) y Ecotopía (Callenbach), franja a la que aspira Walden 3 (Ardila). H. G. Wells planteó en Una utopía moderna que el horizonte ha de ser la erradicación progresiva, gracias al progreso tecnológico, del trabajo. En la utopía anarquista El siglo de Oro (Burgués) cada cual acude cuando le apetece al taller un par de horas para supervisar las faenas que realizan las máquinas. Onofre Parés escribió L´illa del Gran Experiment, utopía del porvenir donde se trabaja únicamente 5 años. En La Ciutat dels Joves (Bertrana) nos jubilaríamos a los 40 años, después de trabajar 5 horas diarias en los años mozos. ¿Se imaginan habitando el universo de Star Trek? El trabajo es allí opcional. Si tuviéramos la fortuna de poblar el abanico anarcosocialista de civilizaciones apátridas, escépticas, biónicas, hedonistas y ateas de La Cultura (Banks) no trabajaríamos jamás, habida cuenta de que todas las tareas son desempeñadas por tecnologías hiper-avanzadas. Viviríamos con el único fin de gozar, cultivarnos y dedicarnos por entero a las aficiones y quehaceres que nos gustan. En caso de aburrirnos, ingresaríamos en “Circunstancias Especiales”, sección consagrada a sabotear los planes de las especies teocráticas enemigas de La Cultura.

Tomar conciencia de que el trabajo es un mal a extinguir o reducir todo lo posible convive dentro de la utopía tradicional junto a presunciones más sospechosas. La idea de muchas de ellas es que al colaborar la totalidad de individuos (y no solo una parte, como sucede ahora) en la producción de lo estrictamente necesario (esto de lo estrictamente necesario me repele) la jornada laboral disminuye. Dicho axioma descansa sobre el supuesto de que cada ciudadano está cualificado para desempeñar trabajos distintos y cambiar de tarea cuando lo desee. Salta a la vista que la corriente principal del género utópico condena el trabajo asalariado y explotador, pero no el trabajo en general.

Efectivamente, utopías literarias como Noticias de ninguna parte (Morris), La nebulosa de Andrómeda (Efrémov), La isla (Huxley), El viajero de Altruria (Howells), Siete días en Nueva Creta (Graves), Viaje por Icaria (Cabet), Mirando hacia atrás (Bellamy) y La ciudad anarquista americana (Quiroule) difunden el mantra de que, liberado de las relaciones capitalistas (y casi siempre suavizado por la maquinización), el trabajo deviene arte, y el arte trabajo, que supeditado a los intereses de la colectividad y a las preferencias individuales trabajar se convierte en una labor agradable, enriquecedora y necesaria. Suponen que eliminarlo provocaría el aburguesamiento de los camaradas, parecer que también flota sobra el grueso (no la totalidad, desde luego) del resto de utopías, obras en las que suele justificarse hasta el trabajo infantil (muy suave y dosificado, para que los niños y niñas aprendan el espíritu asociativo, a valorar el esfuerzo común y demás milongas).

Queda claro, al menos para mí, que las mejores versiones de la Utopía Postrabajo son aquellas que trasgreden las medias tintas del utopismo tradicional. Pero no se me malinterprete: bienvenidas y valoradas sean, faltaría más, las sugerencias recientes de reducir el tiempo que invertimos en trabajar para vivir. Tratamos con una cuestión ineludible a la hora de decidir el rumbo del futuro. Los gurús ultra-liberales de Silicon Valley lo saben y llevan varios años defendiendo públicamente la RBU. El gobierno conservador de Finlandia experimentó con ella a lo largo del lapso 2017-2019. La izquierda ha de tener bien trabajada, nunca mejor dicho, su versión de la RBU y volver a mirar a largo plazo. Tiene que disputarle el porvenir a sus adversarios políticos para que cuando llegue el momento tenga claro qué hacer y consiga que recibir dinero sin trabajar sea un derecho incondicional, no un subsidio asistencial entregado con la intención de que el sistema capitalista siga funcionando.

*Francisco Martorell Campos es doctor en Filosofía y autor de Soñar de otro modo. Cómo perdimos la utopía y de qué forma recuperarla (La Caja Books, 2019)

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