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Una línea divisoria oculta
En Catalunya hay dos líneas divisorias imprescindibles para analizar el comportamiento electoral de sus ciudadanos. Una de ellas es visible, incluso diría que excesivamente visible. La otra está pasando desapercibida, a pesar de que, en mi opinión, sin ella no se entiende por qué los ciudadanos catalanes vienen votando en la última década como lo vienen haciendo.
La línea divisoria visible es la que establece la frontera entre la independencia y la continuidad dentro del Estado español. Esa línea divisoria hizo acto de presencia por primera vez en las elecciones de 2012, aunque en estas todavía lo hiciera de manera subrepticia, ya que el partido hegemónico hasta ese momento dentro del catalanismo, CiU, no incluyó la independencia en su programa electoral de 2012. Pero ya se apuntaba de manera inequívoca el tránsito de la autonomía a la independencia en dicha formación política, con lo que la frontera entre independencia del Estado o continuidad dentro del mismo afectaba ya a todo el espacio político que, desde 1980, había sido hegemónico dentro del sub-sistema político de Catalunya. Tras los dos referéndums, jurídicamente fallidos, pero políticamente no tanto, de 9 de noviembre de 2014 y 1 de octubre de 2017, la línea divisoria dominaría por completo la interpretación de las elecciones de 2015 y 2017.
Todavía sigue siendo la línea divisoria dominante desde la que se está contemplando las próximas elecciones del 14F. La frontera del 50% del voto, que hasta el momento los partidos favorables a la independencia no han conseguido superar ni en 2015 ni en 2017, sigue apareciendo en los análisis de los resultados que ofrecen los diferentes sondeos. La interpretación “plebiscitaria” de los resultados de unas elecciones legislativas continúa estando presente, aunque no se expresa de manera tan inequívoca como lo hizo en las dos últimas consultas electorales. ¿Será posible que lo que no se alcanzó en 2015 y 2017 se alcance en 2021? Con este interrogante se están analizando los resultados de las encuestas.
La segunda línea divisoria fue muy visible en la primera mitad de la década, para pasar a difuminarse tras la reacción del Estado al referéndum del 1 de octubre de 2017. La aplicación del artículo 155 de la Constitución y la persecución judicial del nacionalismo catalán la hizo pasar a un segundo plano, aunque no la ha hecho desparecer.
Dicha línea establece una frontera entre los ciudadanos catalanes que desean ser consultados en referéndum acerca de su integración en España y los que se oponen a que dicha consulta se celebre. El porcentaje de los que desean ser consultados llegó a ser casi del 85%. “El 84% de los catalanes apoya una consulta” era el titular a cuatro columnas de una información de La Vanguardia del 30 de septiembre de 2012. “Y el 55%, la independencia”, añadía, aunque a continuación matizaba que, “si Catalunya tuviera un concierto como el vasco, la secesión no tendría mayoría”.
Esta línea divisoria se mantuvo visible durante varios años y pienso que, aunque últimamente no se pregunta sobre ella, sigue estando presente en la sociedad catalana. Esta segunda, que se superpone a la primera, es la que convierte la integración de Catalunya en el Estado en una crisis constitucional de la dimensión que tiene. Que los partidos independentistas sumen el 47% de los votos válidamente emitidos ya es de por sí un problema muy serio. Si a ese 47% se le añade un 35% que no son independentistas, pero que están en desacuerdo con la fórmula actual de integración de Catalunya en el Estado y a los que les gustaría ser consultados al respecto, el problema resulta difícilmente manejable desde una perspectiva democrática.
Es la que ha devaluado la presencia electoral de los partidos de gobierno del Estado, PSOE y PP, en las últimas elecciones en Catalunya, tanto en las catalanas como en las generales. El PSOE ha perdido su posición de primer partido en las elecciones generales y municipales que había mantenido ininterrumpidamente desde 1979. Llegó a ser el primer partido en número de votos, aunque no de escaños, en dos elecciones autonómicas. Sigue contando como un partido importante en Catalunya, pero claramente por debajo de lo que fue. El PP se ha convertido en un partido casi marginal. Si la barrera electoral fuera el 5%, como en la Comunidad de Madrid o de Galicia, el PP sería en este momento un partido extraparlamentario en Catalunya.
Esta segunda línea divisoria es la que explica por qué Ciudadanos, a pesar de ser el partido que ganó las elecciones de diciembre de 2017 en número de votos y de escaños, no se sintió con “legitimidad” para ser protagonista de un debate de investidura. Inés Arrimadas sabía que su victoria fue una victoria pírrica. Que la inmensa mayoría de la sociedad no solamente no era receptiva, sino que rechazaba frontalmente su programa político. Por eso no se atrevió siquiera a exigir ser protagonista de un debate de investidura.
La segunda división se superpone a la primera y entre ambas dificultan tanto la gobernabilidad de Catalunya, como el pacto para dar una respuesta a la integración de Catalunya en el Estado. Esta es la herencia envenenada del fracaso de la Reforma del Estatuto de Autonomía de 2006. El vínculo político-constitucional que había sustentado la integración de Catalunya dentro del Estado desde 1980, que se intentó renovar en 2006, quedó destruido con el fracaso de la reforma estatutaria.
Todavía no se ha hecho ningún intento serio por recomponerlo. Han pasado ya 15 u 11 años, según la fecha que tomemos como referencia, de la publicación de la Ley Orgánica en 2006 o la de la sentencia del Tribunal Constitucional de 2010, y ni por parte del Estado ni por parte de la Generalitat se ha dado un solo paso para intentar recomponer una solución política y constitucionalmente viable. ¿Permitirá el resultado del próximo 14 F intentar hacerlo?
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