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La mesa de negociación

Pedro Sánchez recibe a Quim Torra en La Moncloa, antes de la primera reunión de la mesa de diálogo.

Javier Pérez Royo

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La dificultad de la negociación para encontrar una respuesta a la integración de Catalunya en el Estado radica en que ni el nacionalismo catalán ni el nacionalismo español tienen un proyecto compartido de Catalunya y de España que les sirva de base para la negociación. 

El nacionalismo catalán está absolutamente convencido de que “nadie es capaz de hacer que los catalanes se olviden de que son catalanes”, como dijo Felip Aner en el debate de la Constitución de Cádiz. En la defensa de la identidad de Catalunya frente a cualquier pretensión de “españolización”, como la que defendió el ministro José Ignacio Wert que había que hacer con los niños catalanes en las escuelas, hay un acuerdo unánime. 

La resiliencia del nacionalismo catalán frente al nacionalismo español es indiscutible. Frente al nacionalismo español que representa la derecha, se trata más de resistencia que de resiliencia. Cuando se reduce la Constitución para Catalunya al artículo 155 de la misma, es obvio que hay que responder con un cierre de filas. Es la propia supervivencia de la identidad nacional lo que está en juego.

Frente al nacionalismo español del que es portador la izquierda, la posición del nacionalismo catalán no es tan unívoca. En la desconfianza coinciden. Pero también coinciden en que no hay alternativa a la negociación. Y que la negociación, tras lo ocurrido desde la reforma del Estatuto de Autonomía en 2006, sólo puede hacerse con la izquierda española. Con la fragmentación de la derecha española y la competición entre los partidos que la representan a ver quién es más duro con el nacionalismo catalán, es obvio que no hay nada que negociar. Ni por parte del nacionalismo catalán ni por parte de la izquierda española. 

Este es el gran problema constitucional de la DEMOCRACIA en España, como lo dejó dicho con claridad Manuel Azaña en el debate parlamentario de 1932 sobre el Estatuto de Autonomía de Catalunya. El problema está presente en la historia política y constitucional española antes de los procesos constituyentes democráticos del siglo XX, el de la Segunda República en 1931 y el de la Monarquía Parlamentaria en 1978, pero únicamente en estos procesos democráticos adquiere dimensión constitucional. 

La Democracia española no puede operar de manera estable sin dar una respuesta a este problema. No se si será fácil o difícil, contestaba Azaña a Ortega sin mencionarlo expresamente, pero la democracia española tiene que resolverlo. Es una cuestión de supervivencia. Sin el ejercicio del derecho a la autonomía por Catalunya no es posible la democracia. La historia de los años inmediatamente posteriores a su discurso parlamentario del 32 vendría a darle la razón. Ni Autonomía ni Democracia.

En la experiencia constitucional de 1978 la democracia española ha operado de manera razonablemente satisfactoria mientras Catalunya ha ejercido el derecho a la autonomía con base en un Estatuto pactado con el Estado y refrendado por sus ciudadanos. Ha dejado de hacerlo desde el momento en que Catalunya no ha podido ejercer el derecho a la autonomía en esas condiciones. 

Esto no es una valoración, sino una constatación. Con un Estatuto “impuesto” no se puede ejercer el derecho a la autonomía. El resultado es el desorden institucional en que ha caído Catalunya. El desorden catalán ha conducido al desorden institucional en el Estado desde 2015 de una manera inequívoca, aunque de manera ambigua desde varios años antes. Sin la integración de Catalunya en el Estado de una forma que sea aceptada por los catalanes de manera muy mayoritaria, la democracia en España no puede operar. 

¿Cómo se puede salir del desorden institucional tanto en Catalunya como en España? Esto es lo que se tiene que abordar, mejor dicho, que empezar a abordar en la mesa de negociación. Siendo conscientes los partidos nacionalistas catalanes que están presente en esa mesa de que representan lo que representan, que no es toda Catalunya, y de que necesitan, en primer lugar, ponerse de acuerdo entre ellos  y, en segundo lugar, la complicidad de una parte significativa del “catalanismo” no nacionalista, sin cuyo concurso carecerían de la legitimidad democrática necesaria para pactar con el Estado.

Los partidos nacionalistas que están presentes en la mesa representan algo menos del 50% de los ciudadanos que participan en las elecciones, que viene a ser un 35% del cuerpo electoral. Necesita la complicidad del 25-30% de los electores no independentistas para que se pueda llegar a un pacto aceptable con el Estado.

Sin la agregación de la parte no independentista, pero inequívocamente autonomista de los ciudadanos de Catalunya, no hay ningún gobierno de España que pueda alcanzar un pacto. Una cosa es que el Gobierno acepte sentarse a negociar en una mesa en la que solo están presentes los partidos independentistas y otra muy distinta es que deje sin voz a los ciudadanos catalanes partidarios de la autonomía, pero no de la independencia. El Gobierno que no actuara de esta manera quedaría deslegitimado en el resto del Estado.

La negociación tiene límites no escritos, pero que, por eso mismo, se imponen de manera inexcusable. Cada parte de la mesa tiene que saber cuál o cuáles son los suyos así como los de la otra parte y abstenerse de planteamientos incompatibles con dichos límites. Porque como decía alguien que sabe mucho y tiene una enorme experiencia práctica en este terreno, Michael Ignatieff, “la política no solo consiste en solucionar problemas, sino también en no tocar los que no tienen solución” (La Vanguardia, 22 de octubre de 2019).

Los límites son el elemento constitutivo de la libertad. En el reino de la naturaleza no existe la libertad. Existen el azar y la necesidad, pero no la libertad. La libertad solo existe en las sociedades humanas porque nos ponemos límites a nosotros mismos para hacer posible la convivencia. No hay terreno en el reconocimiento y respeto de los límites sean más necesarios que en este de la integración de diversas naciones (dejemos de lado el eufemismo “nacionalidades”) en un Estado común.   

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