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Sobre este blog

Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.

El odio a la democracia directa

Sebastián Martín

Sevilla —

En las pasadas semanas, los monárquicos de nuestro país han dejado pasar una oportunidad histórica: permitir que la Jefatura del Estado dinástica pudiese contar con una inequívoca e inapelable legitimidad democrática. El desértico desfile real hasta El Pardo del día de la proclamación nos ha permitido captar sus temores verdaderos. Ya se presagiaban en la reacción popular ante la abdicación, que circuló caudalosa de chistes, caricaturas y parodias por redes sociales como whatsapp. Es posible que solo una campaña mediática intensiva, el temor a lo desconocido y una torcida instrumentalización de nuestro pasado hubiesen permitido que el nuevo postulante a rey saliese airoso de una consulta. Pero se ha evitado el trance.

Ha resultado revelador, sin embargo, que justo aquellos que creen fervientemente en la condición monárquica de la sociedad española hayan sido quienes, con mayor rotundidad, se han opuesto a un posible referéndum consultivo. En lugar de mostrar con trasparencia su temor a la derrota, se han defendido empleando argumentos bien conocidos contra la democracia directa.

Son de vieja factura. El más utilizado es el que la asocia a la tiranía, invocando el ejemplo de la I República francesa. Se elaboró por entonces una Constitución, la de 1793, bien provista de instrumentos democráticos populares. Se procuró en ella conjurar toda autonomía de los representantes respecto de los representados, por eso el Cuerpo Legislativo, de legislaturas anuales, solo podía «proponer» las leyes, necesitadas para su aprobación definitiva del consentimiento tácito de las «Asambleas primarias». Ahora bien, además de por esta constitución, la I República también pasó a la posteridad por su gobierno revolucionario y la represión política, de ahí que, sin solución de continuidad, se suela trazar una línea de causa-efecto entre la democratización radical y la guillotina. En este mismo sentido, también se trae el recuerdo de las repúblicas de entreguerras, cuyas constituciones consagraron numerosos y sofisticados mecanismos de democracia directa, pero fueron incapaces de sembrar la concordia y generar estabilidad. Por eso no falta quien vincule el caos instalado entonces en la sociedad y la apertura democrática recogida en aquellas constituciones.

De hecho, llama la atención cómo se ha asentado la ecuación conservadora que vincula democracia directa y despotismo. Se suele descuidar así que aquella Constitución de 1793 nunca estuvo vigente, por lo que derivar de su filosofía y de sus preceptos la dinámica política efectiva de la I República es una falacia. También se suele obviar que los referéndum e iniciativas populares registrados en las constituciones de entreguerras jamás llegaron a aplicarse ni pudieron, pues, fundar ninguna cultura política, menos aún estar en la base de la discordia.

En el odio a la democracia directa late asimismo una preferencia velada por un tipo de gobierno, ajeno en buena parte a la tradición constitucional de la Europa continental. La idea de que el pueblo solo puede expresarse a través de sus representantes y de sus instituciones, vetándose toda reaparición del poder constituyente en sentido pleno, jugó un papel central en la fundación de los Estados Unidos de América. En el debate abierto entre federalistas y republicano-demócratas se explicitaba con frecuencia, y de forma abierta, que el paso de una Confederación de Estados soberanos a un Estado federal, con un Ejecutivo nacional vigoroso, venía presuntamente impuesto por la necesidad de combatir la democracia. Creían los federalistas que no había mayor peligro que una dictadura de la mayoría, tal y como habían demostrado algunas asambleas estatales con sus leyes intervencionistas.

Solo una alteración semántica llena de significado histórico pudo hacer pasar por democracia lo que, en sus orígenes, fue un sistema de gobierno pensado para neutralizar, no ya la democracia directa, sino incluso la parlamentaria. No discuto que sea pertinente hablar, hoy, de democracia para referirse al sistema de gobierno norteamericano; me limito a señalar que, en sus comienzos, la opción federal nació como oposición a lo que muchos congresistas designaban de modo expreso como democracia. Lo decisivo, de cualquier modo, es tener presente que aquella democracia, la del gobierno republicano estadounidense, se caracteriza aún hoy por la idea de que el pueblo solo puede actuar políticamente por medio de sus representantes, de ahí el carácter decisivo de la elección de candidatos. Y querer trasplantar sin más aquel modelo, incluida la alternancia bipartidista, a un continente de historia constitucional bien diversa, acaso sea empresa forzada de resultado incierto.

Ante la reivindicación de una consulta popular sobre la pertinencia de la continuidad monárquica, otros han venido a responder: «¡Sí, ahora todo lo vamos a decidir en referéndum!». Con esta objeción se asocia la democracia directa con otros males políticos: bien con la ineficacia y la parálisis de la decisión, o bien, de nuevo, con la tiranía y el atropello de los derechos.

Parece evidente que defender consultas populares en asuntos capitales, de índole ante todo institucional, no equivale a universalizar la democracia directa como régimen permanente de gobierno, suprimiendo la representación. Si la democracia directa resulta pertinente en la actualidad es a condición de que se adecúe a la fisonomía de las sociedades políticas en que se va a ejercitar. Eso supone todo un acicate a su favor, pues la innovación tecnológica la hace mucho más factible, pero también la aceptación de ciertos límites. Está lejos de haber desaparecido aquella libertad privada –«de los modernos»– de la que hablara Constant. La división del trabajo, casi insuperable en una sociedad compleja, sigue obligando a recurrir a la representación para que un grupo determinado se ocupe de algunos asuntos públicos. Pese a desearse lo contrario, a día de hoy, con la organización laboral existente, se antoja irrealizable poder concurrir con tiempo y conocimiento a todas las decisiones políticas que nos conciernen.

La democracia directa debe adecuarse además al propio Estado constitucional, que, con el valor supremo de los derechos fundamentales, alza una barrera infranqueable para cualquier voluntad mayoritaria. Defender en una democracia constitucional un mayor recurso al referéndum no puede implicar, así, la aceptación de que el cuerpo electoral decida directamente en cuestiones que afecten, por ejemplo, al derecho a la vida, como sucede con la pena de muerte, o a las libertades religiosas, como ocurre con la edificación de templos.

Ahora bien, nuestro tiempo, marcando límites, también extraería beneficios balsámicos de la democracia directa. De hecho, es un poderoso antídoto contra la separación entre gobernantes y gobernados y la consiguiente desafección política. Solo percibiendo de forma tangible la contribución directa a la toma de ciertas decisiones se consigue conjurar el peligro de que las instituciones aparezcan como una imposición heterónoma. Las consultas previenen asimismo la oligarquización de la política, dando oportunidad al pueblo de decantarse en materias económicas vitales. Solo un referéndum derogatorio pudo en Italia poner en evidencia el divorcio entre una legislación que privatizaba el agua y el 94% de los votantes que la rechazó. Es más, la supuesta valencia divisiva que algunos atribuyen a los referéndum puede tornarse justamente en su contraria en sociedades homogéneas, pues las falsas dicotomías entre partidos, de utilidad solo domesticadora y de resultados disolventes para la convivencia, podrían ser barridas por voluntades mayoritarias coincidentes. Por desgracia, no podremos saber si la condición de la Jefatura del Estado era una de esas cuestiones, que, en realidad, concita mayor acuerdo del esperado.

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