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Sobre este blog

Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.

La posverdad de Garzón

Baltasar Garzón

Jaume Asens

Con motivo de la conmemoración del vigésimo quinto aniversario de los Juegos Olímpicos de Barcelona se ha abierto un debate sobre el significado y alcance de aquel momento histórico. La efeméride también ha servido para revisitar uno de los episodios más oscuros de aquellos años, la llamada Operación Garzón. Coincidiendo con la cita deportiva, fueron detenidas o imputadas más de sesenta personas acusados de algún tipo de vinculo con Terra Lliure. Entre ellas, un alcalde, periodistas y miembros de organizaciones políticas como el MDT (ahora en la CUP), el Partido Comunista de Catalunya (PCC) o la propia ERC. También se hicieron registros como el de la revista El Temps. Los hechos provocaron actos de protesta y numerosas críticas. El entonces presidente Pujol o el obispo de Girona cuestionaron la redada dirigida por Luis Roldan. También Vazquez Montalban la cualificó de globo que iba a deshincharse. Tras el juicio, en efecto, la mayoría de ellos quedaron absueltos de unos cargos por los que fueron arrestados, incomunicados y encarcelados. Casi una veintena de los detenidos habían denunciado haber sido víctimas de torturas. Una vez sus denuncias fueron archivadas, iniciaron un largo periplo judicial de doce años para exigir justicia. Llegaron, finalmente, hasta el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) que resolvió favorablemente sus reclamaciones en el 2004. La falta de investigación de los hechos –dictaminó– vulneraba la Convención europea de derechos humanos. Se imponía, así, una de las primeras condenas a un estado europeo en esa materia. No sería el único toque de atención. Un año después, por ejemplo, el Comité de la ONU para la Prevención de la Tortura (CPT) estimó la queja de dos arrestados – que tuvieron a Garzón como juez de guardia– sobre la falta de investigación de otras denuncias. El TEDH, de hecho, ha dictado hasta ocho condenas por el mismo motivo desde el año 2010 contra un estado que ha continuado haciendo oídos sordos.

En julio pasado, veinticinco años más tarde de la Operación Garzón, el Pleno del consistorio barcelonés aprobó una propuesta de la CUP sobre el asunto. El propósito de la iniciativa era reparar simbólicamente el daño causado a los afectados por la actuación ordenada por el ex–magistrado, ahora abogado. El texto logró salir adelante con los apoyos de Pdcat (ex CIU), CUP, ERC, BCNenComú y del concejal Gerard Ardanuy. La versión definitiva de la propuesta, tras la aceptación de una de las enmiendas de los comunes, excluyó la previsión de declarar a Garzón persona non grata en la capital catalana. La enmienda consideraba que una medida de esas características, nunca utilizada, era demasiado drástica, de dudosa legalidad y podía afectar a los derechos de quien la padecía.

Con posterioridad al acuerdo municipal, el ex–magistrado terció en la polémica con la publicación de un artículo en La Vanguardia. En él, expresaba su sorpresa por el desplante de la CUP en una intervención suya en el Parlament. Su actuación –entendía– había sido “impecable” y la condena de Estrasburgo no cuestionaba su intervención. Argüía cuatro argumentos. Uno, que los detenidos fueron examinados por el forense. Dos, que las torturas denunciadas fueron incluidas en las actas de declaración. Tres, que el juez competente para investigarlas era otro. Y cuarto, que en aquella época sus compañeros de la Audiencia Nacional eran menos diligentes que él.

Garzón cuenta, en su descargo, varias verdades sobre lo sucedido en el 92. No cuenta, sin embargo, toda la verdad. Su alegato elude varios hechos relevantes. En primer lugar, que él mismo negó con rotundidad la existencia de esas mismas denuncias en un programa de Salvados emitido en el 2012 cuando, a preguntas del periodista Jordi Évole, contestó: “De las personas que comparecieron ante mí, ni una sola, ni una sola, denunció torturas”. En segundo lugar, omitió mencionar su falta de interés por los detalles de lo sucedido en el interrogatorio de los detenidos. Lo recordaba, de nuevo, Vazquez Montalban en un artículo rememorado por el ex diputado David Fernández. El escritor mostraba su desazón con la indiferencia de jueces que, como Garzón, pocas veces se inmutaban cuando escuchaban relatos escalofriantes de torturas. En tercer lugar, nada decía tampoco sobre el encarcelamiento de quienes fueron luego hallados inocentes. O sobre la prolongada incomunicación de cinco días que se les impuso. Esa decisión era aplicada de forma rutinaria por todos los magistrados de la Audiencia Nacional. Pero no deja de ser sorprendente que también la asumiera justamente quien pretende erigirse como paladín de los derechos humanos. Organismos internacionales, como el propio CPT, llevan años criticando su aplicación y exigiendo su supresión del ordenamiento. La detención incomunicada representa una drástica restricción de derechos y es caldo de cultivo de abusos que normalmente quedan impunes. Se aísla al sospechoso durante un tiempo superior al ordinario, se le somete a largos interrogatorios sin presencia de su abogado y se le niega el derecho a ser visitado por un médico de su elección. Tampoco se graba su estancia en los calabozos. En esas circunstancias, no resulta extraño que aumenten las suspicacias. Y que, en la mayoría de ocasiones, las denuncias se archiven ante la dificultad de probar hechos que se consuman en secreto. Quienes sufren ese suplicio, ven a menudo quebrada su voluntad y modifican sus palabras a medida que transcurre el tiempo. No es extraño que, al final, acaben auto–inculpándose o declarando que se han auto–lesionado, a pesar de haber asegurado lo contrario al inicio. Es por todo ello que un juez debe extremar las precauciones y supervisar con meticulosidad la situación de quienes están incomunicados bajo su custodia. Debe proceder también con contundencia al mínimo indicio de irregularidad.

Visto desde esa perspectiva, el ex juez fue más displicente que diligente. No acordó, por ejemplo, ninguna medida para evitar situaciones de riesgo ni dedujo testimonio de particulares de los hechos para remitirlo al juez competente. Tampoco ordenó un examen médico lo suficientemente exhaustivo –físico pero también psicológico– para averiguar si éstos eran ciertos. Los estándares internacionales, como los del Protocolo de Estambul, lo exigen. No es suficiente con una pregunta genérica sobre el estado del arrestado. Con todo, lleva razón Garzón cuando se compara con sus otros cinco compañeros y apunta a un fallo generalizado en la Audiencia Nacional. Es llamativo que reconozca que allí no se recogían las manifestaciones sobre maltratos de los detenidos. Sus colegas –señala– miraban a otro lado. Con pocos escrúpulos, es cierto, se había naturalizado la aplicación de practicas de excepción en clave de “derecho penal del enemigo”. Dos años después del varapalo de Estrasburgo, de hecho, fue él quien intentó crear e implantar un manual anti–tortura en el que se grabara todo el período de la incomunicación. Esa medida y la implantación de videocámaras en las comisarías eran una exigencia del Consejo de Europa. El Ejecutivo español, sin embargo, se negó rápidamente a poner los medios para implementar tanto una como otra. Y el Consejo del Poder Judicial se niega, todavía hoy, a formar a los jueces en esta materia. Los Mossos y la Ertzaintza, en cambio, instalaron esos artilugios en sus dependencias y las denuncias sobre malos tratos disminuyeron súbitamente.

Garzón fue, en todo caso, un juez hiperactivo que destacó por encima del resto. Su arrojo explica que estuviera tras causas incómodas que otros no hubieran vacilado en cerrar. En su currículo están, por ejemplo, la investigación de la Gürtel o la Operación Pretoria, de los responsables del GAL, el franquismo, o las dictaduras de Chile y Argentina. Ese tipo de actuaciones, a la vez de granjearle numerosos adversarios, sirvieron para construir el “mito Garzón”. Las muestras de apoyo hacia su labor judicial, en efecto, le han llegado de todo tipo de colectivos de defensa los derechos humanos, contra la corrupción o la impunidad del franquismo y los crímenes de lesa humanidad. También del mundo cultural o político cercano a IU.

Lo cierto es que tras la fachada de su imagen elegíaca se esconden no pocas sombras que se combinan con esos aciertos. Con el encarcelamiento de centenares de personas posteriormente declaradas inocentes, él contribuyó como pocos a la erosión del principio de presunción de inocencia. No es ningún secreto tampoco su empleo abusivo de métodos excepcionales de indagación, de extensos secretos sumariales y de resoluciones inquisitoriales contra supuestos “extremistas” a partir de apriorismos, analogías o teorías excéntricas. Una de ellas fue la que le llevó a acusar a Batasuna de “genocidio” y “limpieza étnica” sobre la población no nacionalista, valiéndose de estrambóticas estadísticas de población y asimilando su proyecto político al del Partido Nacionalsocialista Alemán. En el contexto de la lucha contra el llamado “entorno de ETA”, fue precisamente cuando acabó consolidando su perfil de juez incansable pero poco riguroso y garantista. El propio calvario atravesado por los periodistas de Egunkaria o Ekin no podría entenderse sin una serie de prejuicios judiciales que él mismo alimentó en sumarios como el 18/98 y que luego, por otras razones, se volvieron en su contra.

Muchas de estas actuaciones le valieron el reconocimiento de quienes querían librarse de ciertos enemigos a costa de cualquier precio. El garantismo era, para ellos, un lujo innecesario. El Gobierno Aznar, de hecho, llegó a otorgarle el máximo galardón al Mérito Policial con pensión incluida. Sin embargo, no encontraron el mismo eco favorable entre muchos de sus compañeros de carrera, que ya entonces comenzaron a verle con suspicacia. La propia Audiencia Nacional y el Supremo le desautorizaron en reiteradas ocasiones. Como por ejemplo, en el cierre cautelar de un periódico vasco, en ciertas aplicaciones extensivas del concepto de terrorismo, en el uso de autoinculpaciones arrancadas a la fuerza en Guantánamo o en escuchas telefónicas que empañaron laboriosas investigaciones en materia de narcotráfico. También los jueces de Estraburgo le censuraron cuando, en el 2010, apreciaron que no había “respondido a la exigencia de imparcialidad”. Eso sucedió en la investigación contra su ex–compañero de Gobierno, Rafael Vera, tras su paso por la política. Estos antecedentes contribuyen a explicar por qué una parte no desdeñable de jueces no vieron con malos ojos la actuación contra él. O, al menos, mantuvieron un conspicuo silencio cuando la cúspide judicial le puso en el punto de mira. Incluso explica que no falten quienes, apoyando su valiente actuación en materia de memoria histórica o contra la trama Gürtel, consideraban una contrariedad que estos casos cayeran en sus manos.

Lo cierto, en todo caso, es que la impulsiva forma de actuar de Garzón ha respondido a una especie de voracidad justiciera en el que los aciertos y torpezas se han alternado de manera caprichosa. Así, por cada actuación dirigida a quebrar el cerco de impunidad de poderosos de distinta laya, es posible señalar otra de signo opuesto. Otorgar a todos estos elementos su peso justo no es sencillo. Silenciar los ataques furibundos que recibió Garzón de quienes vieron amenazado su entramado de poder parece un error. Como también lo parece pretender vilipendiar, con manifestaciones de venganza, a quien ya ha sido apeado del poder y de la carrera judicial. Sin embargo, querer colocar en un segundo plano las numerosas actuaciones del ex juez, marcadas por la ligereza o arbitrariedad jurídica, seria otro desacierto. Es razonable, de hecho, que quienes las padecieron esperen un acto suyo de constricción o disculpa. Y más cuando Garzón pretende presentarse urbi et orbi como el gran defensor de los derechos humanos. Lo reclamaba el diputado de ERC, Joan Tardà, en el aludido programa de Salvados. Aceptar sin más la posverdad del “mito Garzón” sería, precisamente, un flaco favor al discurso de los derechos humanos. Éste, si quiere ser coherente y eficaz, ha de ser capaz de erradicar los dobles raseros y llamar a las cosas por su nombre. Esa fue la intención con la que, en mayor o menor fortuna, el Pleno consistorial barcelonés aprobó el acuerdo del pasado julio.

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