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Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.

Lo que el viento se llevó. El declive de Convergència

Xavier Domènech

La conmoción que ha producido nuestro maestro Yoda particular en su impensable paso hacia el lado oscuro a veces no deja de sorprender. Seré un rara avis, pero como catalán no me siento nada afectado, ni siquiera sorprendido, por el caso Jordi Pujol. Justo cuando se publicaba el segundo volumen de sus memorias en octubre de 2009, con pocos días de diferencia, salían de un furgón policial esposados dos hombres de su plena confianza: Macià Alavedra y Lluís Prenafeta. Las palabras que abrían ese segundo volumen situaban a nuestro protagonista en abril de 1980, en el momento que devenía por primera vez en Molt Honorable. Solo con Prenafeta en el Palacio de la Generalitat, Pujol le confesaba: “Lluís, en estos momentos la Generalitat somos tu y yo”. Pues eso, Lluís y él. Más los hijos, el otrora Conseller d’Economia o la sede del partido embargada judicialmente… Una tendencia, no una sorpresa.

Pero es cierto, para quienes Jordi Pujol era el padre de la patria, e incluso para muchos otros que se impregnaron en parte de ese mito, su “confesión” ha causado una profunda perturbación. Se adivina ya en las entrañas de la misma, en la lectura de los mediadores del universo mental convergente, el camino para su metabolización. Para unos, los que nos hablan de su pesadilla personal y familiar, Pujol sacrificó su papel como progenitor en aras de la construcción nacional de Catalunya (sacrificio por el que tanto le debemos), y ahora enmendaría ese abandono inicial inmolándose para solucionar un problema de “herencia” y “familia”. Algo, sea dicho de paso, muy “propio”. Otros, que intentan construir otro mito incierto, el de Artur Mas, son aún más duros con Pujol. Enfrascados como estaban en la articulación de ese nuevo relato, apuntan a la necesidad de refundar el espacio convergente. Mas inició ya un nuevo camino, cuando revestido con las prendas de Moisés en la campaña electoral de 2012 (nunca un cartel electoral mostró tanto las profundidades de un inconsciente político) nos abrió las aguas del Mar Rojo hacia la nueva tierra prometida. Para muchos de estos comentaristas sería el nuevo Alfa y Omega del mundo convergente y mutatis mutandis de la nueva Catalunya.

Pero entre mito y mito, la pregunta subyacente queda como un interrogante que impregna el aire: ¿cómo afectará la caída del padre de la patria al proceso nacional? Se puede tener la tentación de pensar que, en realidad, poco. A pesar de las leyendas, lo cierto es que la elaboración del Estatut y el retorno de la Generalitat en medio de la transición, como restablecimiento de una institución republicana previo a la elaboración de una Constitución que ahora se quiere génesis de todo, no vino de la mano de Jordi Pujol. Vino de la mano de una movilización política encabezaba por la Asamblea de Cataluña, donde el papel de Convergencia no era ni mucho menos central, y de un resultado electoral, el de junio de 1977, donde este partido quedó como cuarta fuerza política en número de votos en el Principado, entremedio de una victoria comunista y socialista.

Tampoco fue el catalanismo conservador el que estuvo en la base de la demanda y articulación del segundo Estatut de 2006 -si acaso estuvo en la base de su primer recorte a partir del pacto de Artur Mas con Zapatero-, sino el Tripartito. Pero ahora parece que todo esto ha cambiado y que por primera vez –paradojas de la vida- el catalanismo conservador, el guardián del sistema, pilotaría la ruptura.

Tamaña epopeya un día merecerá una historia. La de explicar como se pasó del sueño de los felices días de la victoria electoral de CIU en 2010 –cuando se narraba que con menos haríamos más a partir de unas recetas de austeridad que llevarían a Catalunya a superar rápidamente la crisis con ilusión– a la pesadilla de ver el Parlament rodeado de manifestantes. Lo peor de todas formas no fue esa acción, sino ver en los sondeos de urgencia encargados esos días por los medios afines como la misma era apoyada por una parte nada menospreciable de la población. Todo ello a pesar de la amplia, intensa y atronadora condena que se hizo de esa acción del 15M (se llegó a comparar, ahí es nada, con el golpe de Estado del 23F).

Hubo entonces, cual Ave Fénix, un renacer de las cenizas de ese primer proyecto de intensificación neoliberal convergente, después de aquel viento en forma de 15M que tantas cosas se llevó. Con la tierra de Tara en un puño, esa tierra que es “lo único que importa porque es lo único que perdura”, se puso a Dios por testigo de que nunca la podrían derribar, de que sobreviviría y de que cuando todo hubiese pasado jamás volvería a pasar hambre. De ese momento al actual hay dos mundos, la abertura de un paso entre un embravecido Mar Rojo y, según indican las encuestas, más de la mitad de los diputados perdidos por el camino. Pero este proceso no es el de Pujol, ni siquiera el de Catalunya, sino una batalla contra el tiempo, una batalla por cabalgarlo y ganarle la partida. Una batalla donde, como nos decía el poeta y nos cantaba Camarón, cruza el gemido del niño y la lengua rota del viejo.

La tierra de Tara que Scarlett O’Hara empuñaba estaba teñida de rojo. Ese viento que tantas cosas se llevó nunca desapareció. Impregnó una tierra donde el catalanismo conservador, en sus últimos años de matriz neoliberal, se ve desplazado por ERC, sin reeditar sin embargo la hegemonía electoral que detentó el primero en sus años dorados. A su izquierda, Podemos, ICV-EUiA, la CUP y lo que aún esté por llegar apuntan ya a la posibilidad de constituir el primer espacio electoral (fragmentado) de Cataluña. Ese espacio donde sí se consumó la fuerza que llevó al primer intento de restablecimiento de las libertades en Catalunya.

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