El arte mayor del dibujo en José de Ribera
El dibujo forma parte consustancial de las artes visuales desde las pinturas rupestres esquemáticas, aunque se le haya adjudicado muchas veces un papel secundario, el de un llamado “arte menor”. En realidad, desde que en Occidente se inventara el grabado sobre papel, allá por el siglo XII y en la Península Ibérica, el dibujo, tal y como lo entendemos hoy, tiene un papel pivotal en esas artes visuales. Y ello en funciones como la preparación profesional, como estudio, como boceto, como proyecto de grabado o como obra autónoma. Al menos desde Leonardo y poco después Durero, el dibujo adquirió su actual personalidad, aunque la digitalización lo haya potenciado variando algunas de su características. La principal de ellas es la unicidad, que siempre lo distinguió del grabado.
Que el Prado dedique una gran exposición a los dibujos de uno de nuestros grandes artistas barrocos, José de Ribera (Xátiva, 1591) era algo casi necesario. En el arte español hay dos dibujantes/grabadores más que reconocidos: Goya y Picasso. Pero en las últimas décadas se ha tratado de forma insistente el dibujo español del Renacimiento y Barroco, bien de forma genérica, como en El trazo español en el British Museum. Dibujos del Renacimiento a Goya (Prado, 2013) o personalizada como en Murillo (Fundación Botín, 2012), por mencionar solo dos ejemplos recientes.
José de Ribera Dibujos es el legado del anterior director adjunto del Prado y actual director de la National Gallery de Londres, Gabriele Finaldi. Exposición y catálogo son entidades diferentes aunque íntimamente relacionadas. La magna obra de Finaldi no es tanto la exposición sino un catálogo que, al recibir el adjetivo de razonado quiere decir exhaustivo y definitivo (por el momento).
El libro es impresionante, más de 400 páginas de medio formato, bien editado y estupendamente documentado. Cabe imaginar que algún súperespecialista le pondrá alguna pega. Para el común de los mortales, aficionados o profesionales, es la obra de referencia y vale la pena ojearla en una biblioteca. Son 47,50 euros, que los vale, pero al mismo tiempo es un tocho no ideado para viviendas reducidas.
La vida de Ribera en once epígrafes
La exposición en sí tiene otro carácter, más inmediato. Siendo como es la mayor que se haya realizado sobre el tema, su centro no es tan documental como el catálogo, sino el despliegue de una obra técnicamente virtuosa que trata todo tipo de motivos y que responde a una época donde lo místico y lo tremendista de mucho arte español ya se manifestaban, fundidos o en solitario. Una obra que impresiona.
El recorrido, extenso, intercala pinturas significativas entre unos 50 dibujos de los 155 reconocidos sin dudas que figuran en el catálogo -en el cual muy precavidamente, se han incluido una amplia serie de atribuidos, de mayor o menor certeza-. No es cuestión de nombrar los once apartados que componen la exposición, pero decir que la misma comienza con la marcha de Ribera a Italia en 1606 desde Valencia, cuando apenas tenía 15 años. Su formación sería casi por completo italiana. Un artista asentado en principio en Roma, siempre contado entre los principales caravaggistas, pero al mismo tiempo creador de dibujos tan clásicos como su temprana Cabeza de guerrero de 1615, que recuerda de inmediato algunos de Rafael.
Tras su estancia romana, Ribera se estableció en 1616 en Nápoles, que al fin y al cabo era un virreinato del Imperio Español y allí desarrolló toda su carrera bajo el apodo, en nuestro país ya poco usado, de Lo spagnoletto. En Nápoles murió en 1652.
En el ínterin realizo una producción numerosa, brillante y muy consistente. En lo que respecta a los dibujos, abarcan la misma amplia temática que sus pinturas. Muchos son estudios preparatorios, otros bocetos y bastantes ideados y firmados como tales dibujos. Así vemos Santos y mártires, Dioses y héroes, Castigo y tortura (con unas imágenes al menos tan espeluznantes como las de Goya), Cabezas, Extrañas fantasías...
Toda la técnica del dibujo
Hay de todo, excepto ocasión de aburrirse, porque no solo es que los dibujos vayan de una Santa Cecilia (h. 1640) a un curioso Caballero con hombrecillos subiendo por su cuerpo (finales 1620s), sino que las técnicas y materiales pueden ser muy diferentes. Hay dibujos tan complejos y acabados como el Santo atado a un árbol (1626) que son sanguina casi escultórica, otros como Estudios de Tizio (com. 1630s)que son pluma y aguada apenas indicados, mientras en otros como la Adoración a los Pastores nocturna (princ. 1640s) alterna lápiz negro y sanguina con aguada parda y gris con realces de blanco. Que ya es elaborar un dibujo. No se trata de una evolución homogénea en el tiempo, porque esa variedad se produce en todas las épocas.
Como se ha tenido el detalle de incluir algunos cuadros referidos en los dibujos, como el Apolo y Marsías (1637) que, cosa curiosa, es mucho menos gore viniendo de un caravaggista que el pintado unos sesenta años antes por Tiziano, el recorrido no tiene nada de repetitivo. Y no es que la repetición esté necesariamente mal.
Por poner un ejemplo, los 91 dibujos que Sandro Boticelli realizó sobre la Divina Comedia de Dante tienen exactamente la misma factura y usan la misma técnica. Y precisamente eso genera un ritmo que acompaña de hoja en hoja.
Lo de Ribera refleja otro momento, el de los Cuartos de Maravillas (antes Gabinetes de Curiosidades), el de la primeros descubrimientos científicos, el de un arte dividido entre patrones eclesiásticos, nobiliarios y a veces burgueses, un momento donde lo místico y sublime nunca estaba muy lejos de la violencia y la injusticia más abyectas.
La exposición, bien montada pero sin excesos, es un gozo para la vista y uno puede asombrarse tanto de la mano del artista como de sus concepciones o de las escenas que retrata, un nombre que unir a los de Goya y Picasso mencionados antes. A la espera siempre de sorpresas imprevistas, algo muy notable de esta exposición y este catálogo es que no podrían haberse realizado hace poco más de medio siglo.
Hasta esas fechas el Ribera dibujante, mencionado con admiración hasta bien entrado el siglo XVIII, había casi desaparecido y la mayor parte de sus obras atribuidas a otros artistas. Un caso de olvido menos espectacular que los de Caravaggio o el coetáneo de Ribera, Georges Latour, pero que de nuevo indica los vaivenes de las historias oficiales. Viene a ser el punto irónico de una exposición que, sin ser pintura, puede contarse entre las muy importantes de esa gran pinacoteca que es el Prado.