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Edvard Munch, la soledad

No es la exposición definitiva de Munch, pero sí un estudio muy recomendable de su obra

J.M. Costa

Una exposición de Edvard Munch (1863-1944) en el Thyssen Bornemisza implica expectación. La principal hoy en día reside en si va a atraer muchos visitantes, si va a ser un blockbuster. Y, como siempre que sucede esto y se produce un importante aparato mediático, se entra de lleno en la semántica, en la gran importancia de pequeños matices.

Para empezar, esta no es La Gran Exposición de Edvard Munch. Es una Muy Buena Exposición Sobre Edvard Munch. La muestra se subtitula Arquetipos, pero no está casi ninguno de los cuadros arquetípicos de Munch en sus versiones principales. Lo que hay es un intenso repaso a varios arquetipos del sentimiento que plasmó Munch. Y un vídeo oficial que nos informa de que Munch es más que El grito, pero se hace raro ver El grito en su versión menos representativa: un dibujo en blanco y negro. Literalmente, no hay color.

Estas carencias, disimuladas en la mediación, no impiden que esta de Munch sea una exposición de lo más interesante. Desoladora, digámoslo ya. Al visitante se le va cayendo el alma a los pies en cada una de las salas y cuando se llega a la que trata sobre el Amor, que debía ser más alegre, y se encuentra con unos cuadros que parecen de amantes depresivos o agonizantes (cuando no vampíricos, otra obra de Munch muy similar), ya ve difícil levantar cabeza. Es una exposición dura pero intensa, porque así es a veces la vida.

Por otra parte, la idea básica que guía a los comisarios de Arquetipos (Paloma Alarcó y el noruego Jon-Ove Steihaug) se extrae explícitamente de un retrato de Munch en su casa-estudio de invierno rodeado de cuadros propios. Al menos cinco de ellos están aquí presentes y en otros casos se ha seguido el tema de la foto. Parece como si ese mundo condensado en grises de Munch se hubiera expandido y llegado hasta hoy lleno de colores y de variaciones.

“No pinto lo que veo, sino lo que vi”

El primer texto a la entrada de la primera sala Melancolía (ya se ve que el tema recurre) dice: “No pinto lo que veo, sino lo que vi”. Si se une esta frase a la descripción del propio Edvard Munch sobre cómo nació El Grito (1893) tendremos clara una forma de proceder. La anécdota fue potente y se remonta a su juventud:

"Una tarde paseaba con dos amigos por un camino cerca de Kristiania. Era una época en la cual la vida había desgarrado mi alma. El sol se ponía y se ocultó rápidamente bajo el horizonte. Era como si una espada de sangre llameante estuviera cortando el firmamento. (...) Las colinas se tiñeron de un profundo azul. El fiordo cortado por colores azul frio, amarillo y rojo. Ese rojo estridente sobre el camino y los raíles. Los rostros de mis amigos se hicieron de un amarillo blanco chillón. Sentí dentro de mí un gran grito y realmente escuché un gran grito. Los colores de la naturaleza rompieron las líneas en la naturaleza. Las líneas y los colores temblaban de movimiento. Estas vibraciones de luz no solo causaron la oscilación de mis ojos. También mis oídos se vieron afectados y empezaron a vibrar. De manera que realmente escuché un grito."

Esta experiencia alucinatoria, sucedida en principio en 1892, pudo tener muchas causas, desde una droga psicodélica a un ataque de pánico o ansiedad. Pero lo significativo es que Munch no imaginó El grito sino que lo vio. Y aunque posiblemente no volviera a tener una experiencia tan fuerte como la descrita, deja claro que Munch, como Kaspar David Friedrich, como tantos, no pintaba la naturaleza (humana) misma, sino el recuerdo, la impresión y las reflexiones que le provocaron tal o cual escena vivida. Reflexiones profundas, marcadas por Freud y Jung, por el existencialismo de un Kierkegaard capaz de escribir aquello de “la nada es un agujero en el ser”, por una cultura escandinava en pleno cuestionamiento de algunos mitos nórdicos, una escena realmente bohemia en Kristianía (Oslo) y veinte años viviendo y trabajando con éxito en París y Berlín. Pero también fue marcado por sus propias vivencias, como muertes familiares, soledad, ludopatía, alcoholismo y seguramente otro tipo de sustancias, entonces plenamente legales y en boga.

De la fotografía se extraen los temas de las salas. Son nueve: Melancolía, Muerte, Pánico, Mujer, Melodrama, Amor, Nocturnos, Vitalismo y Desnudos. No parece la alegría de la huerta, pero en realidad es peor. Es cierto que las últimas salas parecen proponer una visión más ligera de la vida, pero si pensamos que en Amor encontramos esas parejas más inquietantes que tiernas y una investigación casi maníaca sobre los celos, tampoco es que ahí vaya a esponjarse el espíritu. Y sí, la sala Vitalismo está llena de alegres colores y una visión algo menos trágica de la vida, hasta que leemos cómo Munch pensaba que ese es el mundo de naturaleza que surgiría de su cuerpo muerto y descompuesto. Pero son alegres, mal que le pesara a su autor.

El resto es un trayecto por esos temas que se resumen en uno: Soledad. Ya en 1888 el retrato definitivo de Laura en Atardecer la muestra ensimismada y sola. Como solo esta el hombre genérico de Melancolía (1891-92), solas están las parejas que raramente se miran (hay incluso una obra en varias versiones llamada Dos seres humanos. Los solitarios (1894-99-1935), solos aunque acompañados están los agonizantes. La desasogante Pubertad (1914) está sola, como las figuras de la Madonna (1902) o Mujer Pelirroja con ojos verdes. El Pecado (1902).

Al final de su vida vio cómo los nazis no solo descolgaban sus cuadros de los museos alemanes y le incluían en el “arte degenerado”. Esos mismos nazis invadieron su tierra. Para un artista así, debió de ser una experiencia especialmente dura.

Ha de advertirse algo: siendo El grito una de las obras de arte sometidas a más intenso marketing junto, quizá, a la Mona Lisa, ese tipo de pintura pertenece solo a aquella época, la más extremadamente expresionista, la que le daría fama en Europa casi desde un principio. Hay algunas constantes que luego se mantienen, pero Munch desarrolló un repertorio amplio, relacionado con el postimpresionismo, con los fauves, hay momentos incluso de un puntillismo curioso, cuadros de un expresionismo a la Blaue Reiter… Es una exposición en absoluto aburrida, pero sí muy obsesiva. Retratos del alma, que diría Edvard Munch.

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