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Jugarse el tipo por salvar el patrimonio en plena dictadura

Los arquitectos César Cort Botí y Leopoldo Torres Balbás

José María Sadia

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“El académico que suscribe disiente del acuerdo tomado por mayoría de votos para autorizar el traslado del monumento y formula este voto particular para no tener remordimiento alguno de conciencia, si alguna vez llegase a contemplar esta obra de arte en tierra extraña”. Tal afirmación podría hoy pasar desapercibida entre las toneladas de información que circulan por la red. Hacerlo en 1957, en plena dictadura, cuando el régimen ya veía clara la decisión de enviar la cabecera de una iglesia románica al museo The Cloisters, en Nueva York, cambia sensiblemente el contexto. En el debate en el que la Real Academia de Bellas Artes dio su placet al Gobierno de Franco, el arquitecto valenciano César Cort Botí no solo contradijo a la mayoría de sus colegas, sino que formuló un durísimo voto particular. Aun así, el ábside de Fuentidueña acabó viajando en 1958 a “tierra extraña”, como temía Cort, quien tuvo que acudir, como había prometido en el documento, a los versos de Quevedo: “Miré los muros de la patria mía, si un tiempo fuertes, hoy desmoronados”. 

El testimonio llevaba décadas aguardando a que alguien lo rescatara, lo pusiera en valor. La profesora María José Martínez Ruiz y el arquitecto José Miguel Merino de Cáceres, fallecido el pasado 9 de septiembre, han hecho justicia con la actitud crítica de este y otros defensores del legado histórico en De Fuentidueña a Manhattan. Patrimonio y diplomacia en España: 1952-1961 (Ediciones Cátedra), en la que ha sido la última colaboración entre ambos expertos. El libro desvela los entresijos de una de las operaciones más vergonzosas del patrimonio español, vestida públicamente como un intercambio con Estados Unidos para esconder una manifiesta ilegalidad: el Gobierno español entregó a otro país un monumento que había protegido en 1931. El trabajo recoge ahora la correspondencia entre los personajes clave, que da las “pistas” de aquella controvertida maniobra.

“El contexto era la dictadura franquista y entiendo que no era fácil mostrar tu contrariedad con una decisión que parecía tomada desde arriba”, afirma María José Martínez Ruiz, sobre la operación de Fuentidueña. Aun así, el Ministerio de Educación del franquismo trató de recabar el apoyo de las academias de Bellas Artes y de Historia para “vestir de un carácter oficial” la transacción con Estados Unidos, que incluía el regreso de seis paneles de la ermita soriana de San Baudelio. “Con ello, lo que se pretendía era evitar que hubiera voces discrepantes que saltaran a la opinión pública y que terminaran frustrando la operación”, precisa la profesora de la Universidad de Valladolid. De ahí que un organismo que podía oponerse a la venta encubierta de la cabecera, la Comisión provincial de Monumentos de Segovia, ni siquiera había sido informada de manera oficial, y acabó fuera de juego.

El gran proyecto de Rorimer

Cuando el debate llegó a la Real Academia de Bellas Artes, la decisión, presumiblemente favorable al cambio, venía avalada por uno de los mayores especialistas del país. ¿Quién se atrevería a plantarse? Junto al parecer de Francisco Javier Sánchez Cantón, subdirector del Museo del Prado, los académicos dieron lectura a la opinión del padre de la historiografía y arqueología modernas, Manuel Gómez-Moreno. Resulta que el granadino había sido el impulsor de la declaración de monumento nacional de la iglesia segoviana de San Martín, que acabó firmando en junio de 1931 Ricardo Orueta, director de Bellas Artes, recién estrenada la II República. Pues bien, ni el representante del Prado ni Gómez-Moreno se oponían a la salida de las piedras hacia Nueva York… “Si un personaje como Gómez-Moreno apoyaba tal iniciativa, dejaba poco margen”, puntualiza Martínez Ruiz. Pero, ¿qué estaba ocurriendo en realidad?

Vayamos al principio. Dos décadas atrás, el futuro director del Metropolitan, James Rorimer, comenzó a interesarse por la adquisición de la cabecera de Fuentidueña para completar el gran proyecto de un museo sobre el arte medieval europeo, que abriría sus puertas en Nueva York en 1938: The Cloisters. El sueño de Rorimer, guerra civil mediante, acabó encallado… hasta mediada la década de los cincuenta. “Señor ministro y querido amigo, enterado del proyecto de traslación de la cabecera de la iglesia románica, creo que ello aseguraría su conservación y la sacaría del abandono y peligro de más deterioro que le amenaza”. En aquella carta dirigida al ministro de Educación, Jesús Rubio, con fecha de noviembre de 1956, a la que los académicos daban lectura, el respetado Gómez-Moreno juzgaba beneficioso el traslado, recordando su papel de benefactor del templo, e iba más allá, pues el envío de las piedras “va sin menoscabo sensible de nuestro tesoro artístico, y en prueba de ello el que (la iglesia) se mantenga desconocida y absolutamente inédita”. 

¿Qué había provocado que don Manuel cambiara de parecer dos décadas después de haberse empeñado en la protección de la iglesia? El episodio que lo explica tenía su origen un año atrás, en 1955, en el Harvard Club de Nueva York. Allí se habían encontrado Carmen —una de las hijas de Gómez-Moreno, que estudiaba Historia del arte en Harvard— y James Rorimer, que sería nombrado director del Metropolitan ese mismo año. “El encuentro entre ambos hubo de ser clave; cuando Rorimer conoce a esta joven, yo creo que se dio cuenta de que podía ser una pieza fundamental en la pesquisa que llevaba tiempo persiguiendo: hacerse con el ábside segoviano”, interpreta María José Martínez.

¿Un borrón en la trayectoria de Gómez-Moreno?

La carta que Carmen envió poco después a su padre informándole de que había conocido a Rorimer es una pista clave para desentrañar el acuerdo. “Tuve una larga conversación con míster Rorimer acerca de la ermita esa. Me enseñó cartas, entre ellas, una dando cuenta de la aprobación del Papa y, como consecuencia, del obispo de Segovia”. Tras introducir la cuestión, la joven hablaba de la necesidad de dar un impulso a la operación. “He visto las fotos de 1935, cuando míster Rorimer comenzó a estar interesado en el asunto y las que hizo el año pasado que, por cierto, son magníficas. Comparándolas, se puede ver que, si la ermita sigue unos pocos años más como está ahora, lo poco que queda desaparecerá completamente y no la disfrutarán ni aquí ni allí”, escribe Carmen, ignorando la obligación del Estado español de prevenir la ruina del templo en tierra propia.

Así las cosas, Carmen Gómez-Moreno dejaba lo mejor —la clave— para el final de la carta. “Estoy verdaderamente interesada en ello (el éxito de la operación), no solamente porque creo que esas ruinas aquí (en Estados Unidos) serán algo y en España acabarán convertidas en una cantera, sino también porque, si la cosa marcha, seguramente Rorimer me enviará ahí con amplios poderes para ultimar todo y estudiarlo bien”, escribe, antes de confirmar a su padre el verdadero sentido de su misiva: “Como comprenderás, esto sería mucho más de lo que yo hubiera podido esperar toda mi vida”. En una comunicación posterior, esta vez obra del propio James Rorimer, el nuevo director del Metropolitan le confirma a Gómez-Moreno la gran oportunidad de su hija, aunque solo si la operación sale adelante: “Todavía espero que ella pueda ayudarnos, si algún día nos fuera posible adquirir la capilla de Fuentidueña. Habría mucha investigación por hacer en ese caso”.

Dicho y hecho. Una vez firmado el acuerdo, Carmen Gómez-Moreno recibió el encargo del Metropolitan de supervisar el desmontaje. “Fue su primer trabajo para la institución neoyorquina, donde desarrollaría desde entonces el resto de su carrera profesional”, informa la profesora María José Martínez Ruiz. ¿Puede considerarse aquel visto bueno el gran borrón en la inmaculada trayectoria de un protector del patrimonio con mayúsculas? Martínez Ruiz alaba, en efecto, la labor de “un hito, una gran autoridad, para muchos el padre de la Historia del arte y de la arqueología, maestro de diversas generaciones de grandes profesionales y autor de varios catálogos monumentales que hoy siguen siendo referencia”.

Sin embargo, la especialista reconoce que “quizá por su hija hizo lo que hubiera sido impensable en una figura semejante. No sé si manchón o borrón… Lo cierto es que en la biografía que le tributó una de sus hijas, este es un episodio que no aparece. No creo que se sintiera especialmente orgulloso; nunca lo sabremos, pero aquello fue, cuando menos, desconcertante”. 

Los otros críticos

Con su voto particular, el arquitecto César Cort había destapado la estrategia de la dictadura, alineándose con los otros seis académicos (de un total de 28) que no veían la operación con buenos ojos. “Se trata de desmontar el ábside piedra a piedra, llevárselo y reconstruirlo en el Museo de Los Claustros de Nueva York. A cambio de esto, los Estados Unidos ofrecen mandar otra obra de arte, además de pagar 800.000 pesetas al obispado de Segovia y 250.000 al ayuntamiento de Fuentidueña. Se ve claramente que se trata de una venta, porque, aunque se considere que la propiedad continuaría siendo del Estado español no es probable que el monumento vuelva a jamás a España”. Cort acertó en todo: se vendía, de forma ilegal, un monumento nacional que, hoy por hoy, sigue recibiendo miles de visitas al otro lado del río Hudson. Tampoco es probable —ni siquiera se ha planteado— que sus piedras regresen al cerro del pueblo segoviano. 

Si en Bellas Artes, César Cort se atrevió a alzar la voz, en la Real Academia de la Historia fue su colega Leopoldo Torres Balbás quien negó el sí. “Había sido uno de los hombres que, en repetidas ocasiones, en artículos y en su propio quehacer personal, había mostrado su deseo de contribuir a la defensa del patrimonio del país”, atribuye Martínez Ruiz. “Después de casi medio siglo de luchar en mi modesto campo de acción por la conservación de nuestros monumentos y de protestar por la emigración de otros a Estados Unidos, hoy, con el pie en el estribo (fallecería solo dos años después), asentir al traslado de la iglesia de Fuentidueña sería renegar de toda mi vida”, escribió por entonces el arquitecto restaurador de La Alhambra.

A juzgar por la tibia, nula, respuesta social al éxodo de las piedras segovianas, la dictadura consiguió acallar las críticas y que la operación no sufriera ningún contratiempo. “La información que se sirve en España en ese momento procura poner el acento en el retorno de las pinturas de San Baudelio, que habían sido vendidas y exportadas en la década de los años veinte y que, al fin, se recuperaban”, revela la profesora de la Universidad de Valladolid, quien añade: “Solo a renglón seguido, sin darle demasiada importancia, se dice que a cambio sale el ábside de un templo al que se minusvalora, muchas veces bajo la denominación de ermita”. El control de los medios de comunicación, a quienes se ofreció la información a cuentagotas, controlada y en coordinación con el Gobierno americano, enfrió esa posible reacción crítica.

Merino de Cáceres, arquitecto e investigador

“De Fuentidueña a Manhattan” se ha convertido en la última colaboración entre Martínez Ruiz y Merino de Cáceres, fallecido solo unos meses después del lanzamiento del libro. “Ha sido una colaboración enriquecedora y feliz; ahora hablo con tristeza porque nos teníamos un enorme cariño y aprecio”, se sincera María José Martínez Ruiz, cuyo trabajo con el investigador segoviano deja una obra fundamental en el patrimonio expatriado, “La destrucción del patrimonio español. W. R. Hearst, el gran acaparador” (Cátedra, 2012), además de varios artículos en común.

“Es una figura fundamental en la Historia de la restauración y conservación de nuestro país y también en la historiografía artística y de la arquitectura”, añade Martínez Ruiz, quien cita de su legado la labor como arquitecto en la Dirección General de Bellas Artes, la de docente en la Escuela de Arquitectura como discípulo de Fernando Chueca Goitia, la condición de maestro mayor del Alcázar de Segovia durante medio siglo, o sus obras de restauración en las catedrales de Segovia y Toledo, o en el monasterio de Nuestra Señora de Prado, en Valladolid.

Pero quizá sea su incansable tarea como investigador del expolio artístico la que se ha popularizado más en los últimos años, un trabajo con origen en su tesis doctoral sobre la venta y exportación de tesoros como los monasterios de Sacramenia (Segovia) y Óvila (Guadalajara), un fenómeno que bautizó como “elginismo”. “Cuando no se sabía nada de la figura de marchante de arte de Arthur Byne, él la dio a conocer. Hoy, la imagen de Byne está muy difundida, pero quien caracterizó su personaje fue Merino”, enfatiza la profesora de Valladolid. Martínez Ruiz revela, por último, el hallazgo que se produjo durante la investigación de “De Fuentidueña a Manhattan”, un descubrimiento que parecía llamado a cerrar el círculo de toda una vida tras la pista del patrimonio en peligro. Cuando Merino de Cáceres encontró el documento en el que un familiar, su tío Luis Felipe Peñalosa, entonces presidente de la Comisión provincial de Monumentos de Segovia, se oponía con rotundidad a la operación de Fuentidueña, “creo que se emocionó, es como si él mismo formara parte de ese tejido de la Historia”. A Peñalosa, precisamente, dedicó esta obra final Merino de Cáceres.

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