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Santiago Ontañón, el talento invisibilizado de la generación del 27 que podría “haber transformado España”

Ontañón junto a García Lorca, posando en el montaje de una verbena en los años treinta

José María Sadia

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Cuando la historiadora Esther López Sobrado viajó a Chile siguiendo la pista del artista exiliado Santiago Ontañón (1903-1989), encontró algo que cambiaría profundamente la imagen que guardaba del escenógrafo español hasta la fecha. Como tantas otras veces, se trataba de cartas, pero no de epístolas al uso. Eran auténticas declaraciones de amor a su exmujer, la chilena Eliana Bell. No en el inicio de la relación, sino tiempo después de que el compromiso hubiera terminado y Ontañón se encontrara ya de regreso en España, precisamente para poner miles de kilómetros de distancia con el dolor por la separación. “No daba crédito al leer aquellas cartas; fue a partir de entonces cuando el personaje me enganchó de una forma increíble”.

La investigadora burgalesa inició, por entonces, un viaje transitando por todos los lugares que había recorrido Ontañón durante su agridulce exilio chileno. La experiencia le permitió ir atando cabos, descubrir la magnitud de un personaje que había estado presente en los principales acontecimientos históricos de la España de principios del siglo XX. Santiago Ontañón aparecía en fotografías clave junto a García Lorca, Luis Buñuel o Pablo Neruda. Sin embargo, su nombre —como el de tantos otros— no aparecía en la nómina de integrantes de la célebre generación del 27. Esther López sintió entonces la necesidad de hacer un poco de justicia. Su libro Las pasiones de Santiago Ontañón (Renacimiento, 2022) viene a dibujar “un mosaico en el que aparecen todos los que no tuvieron nombre”, con Ontañón en primer término. 

Una experiencia vital que recorre los episodios trascendentales de la generación del 27 solo podía ser apasionante, excitante desde los mismos inicios. Siendo solo un chaval, el futuro escenógrafo, natural de Santander, se marchó al París de los felices años veinte. Un joven Santiago Ontañón asistiría allí a descubrimientos que cambiarían para siempre su forma de pensar.

“París era una boda sin novios, pero con infinitos amantes: la gente más loca, más inteligente y más maravillosa de la Tierra”, rescata Esther López de las memorias de Ontañón. La propia historiadora del arte siente “auténtica envidia” de un momento y un lugar en el que, según el artista, salir de casa era una aventura: “Uno nunca sabía lo que podía ocurrir, ni dónde terminaría”.

De Montparnasse a la Residencia de Estudiantes

Por entonces, la incesante vida creativa de Montmartre se había trasladado al barrio de Montparnasse. La vanguardia mundial del arte se movía entre cafés de leyenda, aún hoy localizables, como La Coupole o La Rotonde. Aquellas experiencias, tertulias y amistades cambiarían los esquemas mentales de Ontañón. El decorador había acudido para forjarse como pintor, con la referencia del español Julio Romero de Torres en la cabeza. Lo que hallaría, en cambio, sería un panorama innovador en el que habían florecido movimientos como el impresionismo o el cubismo, un París que abrazaba las ideas de Pablo Picasso o Juan Gris.

La carrera del Ontañón pintor en la Ciudad de la Luz comenzó y terminó en un solo cuadro, la única pintura que vendería gracias a la mediación de su maestro. Sin embargo, el artista cántabro se traería del país vecino uno de los mayores tesoros del ser humano: la amistad. Como la determinante relación, “casi fraternal”, que estableció con el poeta chileno Vicente Huidobro. Ya en 1927, con una importante dedicación en el ámbito de la escenografía, había llegado el momento de regresar a España. Un decreto del dictador Primo de Rivera le permitía eliminar su condición de prófugo —había esquivado el servicio militar— y viajar a Madrid, donde se encontraría con una ciudad mansa y tranquila, con un pulso vital muy alejado de la enérgica París.

Precisamente, la fama de escenógrafo que traía bajo el brazo le permitió conocer a Lorca —a quien ya se había aproximado a través de su hermano Francisco—, trabajar en sus montajes teatrales y convertirse en “uno más”, precisa Esther López Sobrado, de la generación del 27. “En Madrid, todos los intelectuales se movían en el mismo círculo, visitaban las tertulias y tejían una relación muy interesante. Ontañón visitaba a diario a Federico García Lorca en la Residencia de Estudiantes, eran muy amigos”, revela la profesora. El paraíso parisino se trasladaba ahora a las tertulias de los cafés de la calle Alcalá, la mejor versión del ya lejano barrio de Montparnasse.

Rebelión, guerra y exilio

En Las pasiones de Santiago Ontañón, la autora relata cómo en 1930 los intelectuales y artistas del momento “hartos de la dictadura de Primo de Rivera, pedían a gritos el cambio”. La Segunda República sirvió el contexto ideal para que los jóvenes creadores desarrollasen sus producciones. Son los años felices de Ontañón, cuando ingresa en la compañía de teatro La Barraca de García Lorca, y desarrolla la mayor parte de las escenografías para las obras del creador de Fuente Vaqueros. Es a partir de la época republicana cuando, además de la decoración, ingresa de lleno en el mundo del teatro y del cine a través de otra de sus pasiones, la de actor.

Estalla la Guerra Civil en julio de 1936, pero la contienda no interrumpe la actividad cultural. Santiago Ontañón crea el decorado para la obra Numancia de Miguel de Cervantes, en una versión de su también amigo Rafael Alberti que se convertiría en “una de las representaciones más brutales durante la guerra”, describe López Sobrado. La caída numantina parecía anticipar la pesadilla a la que tantos intelectuales españoles tendrían que enfrentarse con el final del conflicto civil y la derrota republicana. Santiago Ontañón afrontaba el tortuoso camino de un exilio que lo condenaría a “la losa del olvido”, dice la autora de la biografía.

El escenógrafo trató de salir hacia Francia por Valencia, con la ayuda de una de sus hermanas, pero el intento se vio frustrado. Prácticamente in extremis, el embajador de Chile en Madrid logró incluir la identidad de Ontañón en la nómina de refugiados que presentaría al Gobierno de Franco. El artista viviría una situación tan insólita como inesperada: pasaría un año recluido en la Embajada, hasta que finalmente pudo huir a Latinoamérica. Ese periodo no transcurrió en balde: los refugiados empleaban la noche en combatir el régimen franquista redactando dos publicaciones en las que Ontañón dejó su impronta de ilustrador: Luna y El Cometa. “No podían realizarlo a la luz del día, ya que no estaban dispuestos a compartirlo con los golpistas”, señala la biografía.

Mientras los 365 ejemplares del periódico El Cometa fueron destruidos por miedo a represalias, los treinta números de la revista Luna —cuyas portadas y otros 150 dibujos del interior fueron realizados por el autor cántabro— lograron sobrevivir, también en el exilio. En 1940, Ontañón puso rumbo a Portugal, allí embarcó para Brasil y, finalmente, llegó a Santiago de Chile, donde los últimos exiliados españoles fueron recibidos por un viejo y hospitalario amigo, Vicente Huidobro. Cuenta Esther López que la colonia española desarrolló una especie de revolución cultural en un lugar carente de las tertulias que habían dejado atrás. El célebre café Miraflores se convierte, entonces, en lugar de encuentro de los españoles, jóvenes a los que no faltaba ilusión y ganas por regresar a su país.

Xirgu y el regreso a España

Como todos los exiliados, Ontañón llegó a Chile “con una mano delante y otra detrás”. Pero al escenógrafo “le iría bien en el exilio”. Continuó desarrollando su profesión de decorador, a la que añadió importantes hitos, como la recuperación para el mundo del teatro de la directora y actriz catalana Margarita Xirgu. “El exilio español fue un regalo para los países de acogida; recibieron un potencial profesional, humano y cultural maravilloso que les llegó gratis”, puntualiza la autora, trazando un paralelo con los jóvenes excelentemente formados que en la actualidad se ven obligados a emigrar y desarrollar su vida profesional fuera de España. Un nuevo “regalo”, esta vez, contemporáneo.

Al poco de llegar a Chile, Ontañón contrajo matrimonio con su gran amor, Eleonor Bell. Fue Nana —apelativo familiar de la chilena— quien colocó al español en la órbita de Margarita Xirgu, para cuya compañía trabajaba como encargada de vestuario. Santiago Ontañón y otros creadores desarrollan una intensa actividad cultural en ultramar, recorriendo diversos países: Argentina, Uruguay y, finalmente, Perú. Allí consigue el escenógrafo una cátedra de cine que se verá obligado a abandonar para volver a España. El matrimonio se había roto y Ontañón únicamente deseaba poner tierra de por medio.

El exilio había alejado y condenado al olvido la carrera del decorador, como le había pasado a tantos otros españoles. En el caso de Ontañón, la falta de memoria fue aún más grave, si cabe. ¿La razón? Los escritores nos han legado sus libros, los pintores sus cuadros. Pero la escenografía es un arte efímero, tanto o más fugaz que la obra de teatro que a la que acompaña. Los decorados se fabrican para la sesión, para el momento, y ya no se trasladan salvo en ocasiones excepcionales; imposible pensarlo entre países situados a uno y otro lado del océano.

Por lo tanto, la pregunta ahora es: ¿Cuál es el legado de Santiago Ontañón? “Nos quedan las escenografías que conocemos por sus descripciones, como la de La casa de Bernarda Alba que dirigió Margarita Xirgu. En algunos casos concretos, sabemos las dificultades que ha supuesto la construcción y las innovaciones introducidas, como la sensación de lluvia que trabaja a través de sonidos y luces en una representación”, explica Esther López Sobrado. “Conocemos también los diseños que hizo para revistas españolas y libros entre los años veinte y cuarenta, conservamos las ilustraciones de la revista Luna y, finalmente, sus trabajos como actor”, añade la investigadora.

Una generación perdida

Una parte de ese complejo legado se conserva hoy, precisamente, gracias al empeño de la autora de la biografía, a su viaje a Chile rastreando la labor del decorador y, en último término, a la relación que estableció con la familia del cántabro. Porque incluso la historiadora del arte conoció personalmente a Ontañón, aunque demasiado tarde quizá. Fue en 1988, un año antes de su fallecimiento, cuando la salud lo había abandonado, dejándolo prácticamente en brazos de la muerte.

Actualmente, Esther López lucha por extender la huella del olvidado escenógrafo de Federico García Lorca, empeñada en llevar a cabo una exposición y un documental sobre su vida. “Si hablas de la generación del 27, debes decir que produjo una serie de personajes maravillosos con Lorca en la punta del iceberg; sin embargo, tienen que aparecer otras personas, como Maruja Mallo, Margarita Manso o el propio Santiago Ontañón, porque eso es lo que permite conocer realmente aquel grupo de intelectuales”, defiende la autora. “Las mujeres de ahora estamos en deuda con las de entonces, porque consiguieron avances tan importantes como el voto femenino, por ejemplo”, añade López Sobrado, quien sentencia con claridad que Ontañón formaba parte de aquellos “hombres y mujeres que habrían transformado España”, si la guerra y el exilio no se hubieran cruzado de por medio. Queda la deuda de mantenerlos vivos en la memoria.

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