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'Anomalisa': cuando el cine es más que humano

Rubén Lardín

El perfil de Charlie Kaufman es el de un autor atribulado en la burocracia de los sentimientos, un jaleo de papeles que en sus meticulosos artefactos audiovisuales se reordena en bombonería, en surtido de ideas e invenciones que operan contra, para y por la desazón. Tanto aquellas para las que fue guionista (Cómo ser John Malkovich, ¡Olvídate de mí! o Adaptation. El ladrón de orquídeas) como su opera prima en la dirección, la caudalosa Sinécdoque, Nueva York, las películas que llevan su firma giran en torno a personajes disociados, seres que a la vez que viven se ven vivir, mal asunto. Pero aunque suelen ser lamentos, todas se recuerdan como aleluyas.

Anomalisa, una tenue comedia dramática que ha dirigido junto al animador Duke Johnson, incide en esa exploración desesperada de la única verdad posible, la subjetiva, y se alza como pequeño gran milagro en el contexto del cine independiente norteamericano.

De la vida de las marionetas

El protagonista de Anomalisa es Michael Stone, un inglés residente en Los Ángeles, que, como tantos personajes de Kaufman, camina el alambre del colapso. Michael es un charlatán, un gurú de la autoayuda que vive el mal del herrero, pero una conferencia en Cincinatti le llevará a conocer a Lisa, una mujer vulnerable, zurda y venida de Ohio para escucharle, en la que creerá vislumbrar un destello de esperanza que llegará a cegarle.

Impulsada gracias a una campaña de micromecenazgo, Anomalisa proviene de un guión teatral de 2005 que formó parte del Theater of the New Ear, un proyecto del músico Carter Burwell donde los actores, integrados en la orquesta, recitaban su texto sin más despliegue escenográfico que un atril. Kaufman firmó aquella pieza con el seudónimo de Francis Fregoli, un apellido que ahora recupera como nombre del hotel donde se aloja su protagonista y que hace referencia al trastorno neurológico en que el afectado confunde a unas personas con otras, percibe suplantaciones y llega a creer que todos los individuos a su alrededor pueden estar siendo el mismo. Ahora, aquel origen teatral y minimalista se acusa en el tiempo interno de unas escenas que se sostienen, más que en sus acciones, en la flor de piel de los personajes, muñecos de apenas unos centímetros a los que ponen voz David Thewlis y Jennifer Jason Leigh, dos extraños que se distinguen entre sí en un paisaje uniforme donde el resto del mundo, hombres y mujeres, tiene la voz de Tom Noonan.

El cine de animación es el único que puede tolerarse doblado, pero esta vez no es una buena opción. Al revés de como suele hacerse, aquí ninguno de los intérpretes dobló a las marionetas sino que grabaron previamente sus diálogos para guiar después el movimiento. La operación es pertinente al cine de esencia oral que fabrica Kaufman, que en esta ocasión ha confiado la expresión visual de su historia a Duke Johnson, un joven animador curtido en televisión que logra una realidad algodonada y trémula consonante a la poética desmayada del autor.

Amar en los tiempos del cólera

Cada vez que como espectadores aceptamos el pacto de una película realizamos un ejercicio inconsciente en el que estamos distinguiendo entre realidad y ficción, algo que con el cine de animación se mitiga porque la animación es un absoluto, una realidad autónoma y completa en sí misma que en sus mejores momentos puede resultar reveladora.

Anomalisa podría haber sido la película más ordinaria de su artífice de no haberse amplificado en la cualidad mágica que define la stop motion, que en su mera mecánica nos dispone a un estado de embrujo que no muchos actores de carne y hueso son capaces de invocar. Así, rodada a razón de apenas dos segundos al día, la película se ve apuntalada en ese temblor de vela que la enuncia a la vez que delata la mano del hombre y alienta momentos tan emotivos como la escena erótica más naturalista que se ha visto en mucho tiempo en una pantalla.

Es difícil averiguar si Kaufman agrava o palia su desesperación en su obra. Lo que a nosotros nos llega de él es un cine a la vez hiriente y balsámico, esta vez un romance de tránsito gobernado por el angst algo exagerado que suele ejercer, continente de esas trazas metafísicas que acostumbran a desbordar sus películas y muy lúcido al enfrentar el delirio del pensamiento empresarial que aplicamos a las relaciones con los auténticos anhelos espirituales del hombre, que por definición nunca van a verse satisfechos. Anomalisa, que trata de la trampa que puede llegar a ser la propia identidad, es una historia de abrumadora humanidad que nos viene a contar que la delicadeza de los sentimientos pasa por el cuidado de los materiales.

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