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Dibujos animados para la edad del pavo

'El niño y la bestia', como ellos mismos

Rubén Lardín

Sentarse a ver dibujos animados es cada vez más difícil. La luz y el volumen predominan sobre la línea y la “animación”, que es otra cosa que por el momento evoluciona poseída por la escalada tecnológica, le va ganando terreno a las dos dimensiones. El dibujo animado propiamente dicho se encuentra algo desasistido por una industria que empieza a verlo como opción excéntrica y hasta caprichosa, y ocurre así en todo el mundo salvo en Japón.

Japón es propietario no solo de una caligrafía basada en el trazo sino de la industria de tebeos más poderosa del mundo. No es raro que en la dieta local el dibujo animado tenga consideración de alimento básico, ni que hayan conseguido exportarlo con tal éxito como para desbloquear prejuicios en el cinéfilo occidental, que ya acepta en sus constelaciones de auteurs nombres como el de Hayao Miyazaki o Isao Takahata, de quien hace apenas unas semanas veíamos El cuento de la princesa Kaguya.

Son solo un par de elegidos para la gloria, el conocedor no olvida a otros como Katsuhiro Otomo, Mamoru Oshii, Satoshi Kon, Rintaro, Kawajiri y alguno más sin cuyos hallazgos y avanzadillas el cine contemporáneo no sería cómo es. En los últimos diez años se vienen destacando las aportaciones de Mamoru Hosoda, un director curtido en franquicias como Digimon, Dragon Ball o Sailor Moon que se reveló autor de calibre con títulos como La chica que saltaba a través del tiempo, Summer Wars o Wolf Children. De él llega ahora a nuestras salas El niño y la bestia, la primera película de dibujos animados que lograba entrar a competición en los más de sesenta años de historia del festival de San Sebastián.

Cerca de Shibuya

Producida por Hosoda y su socio Yuichiro Saito en la intimidad de su Studio Chizu, El niño y la bestia parte de la idea de que en el corazón de Tokio se encontraría la puerta a una dimensión paralela llamada Jutengai, un reino animal cuya creación fue inspirada por la llamada Colina Española, una calle comercial de Shibuya donde, si se despista, el paseante puede llegar a vérselas con algún simulacro de paella. Pero olvidemos ese dato inquietante. En este Jutengai poblado por bestias recala un niño de nueve años que tras la muerte de su madre se resiste a vivir con sus tutores legales. Allí arrancará una trama de discípulo y maestro con la que Hosoda pretende hablar de lo que hablan cientos de miles de animes: la dicotomía dichosa entre el orden y el caos, el control de la ira y el poder del conocimiento, el conflicto entre el afuera y los adentros y, por encima de todo, la falta o el abrigo de la institución familiar.

El niño y la bestia tira de esa mitología que los japoneses parecen llevar incorporada y llega a nosotros, a este otro lado de la brecha, como una película con algo de impenetrable en sus simbologías pero diáfana en su argumento. Una mezcla de El libro de la selva y Karate Kid, como ya ha sido definida, que se dirige hacia una moraleja tradicional y edificante pero que no elude la realidad de un mundo alienado y global. Así, en la precisa recreación que hace del grotesco barrio de Shibuya, la película incide en la presencia de cámaras de seguridad y logotipos de multinacionales en un product placement de doble filo, donde las marcas que ayudan a financiar una producción de altura como es ésta se mantienen a la vez dentro del discurso que las señala como uno de los responsables más visibles de nuestra decadencia, la que lleva al protagonista a saltar al otro lado.

Donde viven los monstruos

No es fácil hablar de El niño y la bestia sin caer en meras apreciaciones técnicas o estéticas, que al fin y al cabo no dejan de ser uno de los principales estímulos creativos para que artistas un tanto beatos como Hosoda se embarquen en proyectos de semejante envergadura. Y no es fácil porque mientras el cine de animación de factura occidental aspira, desde hace ya demasiados años, a dar productos sin sustancia que satisfagan por igual al espectador de poca edad pero también a sus padres, una de las características más intrépidas de los animes sería sacudirse al espectador adulto o, con suerte, si queda en él algo de intocado, retribuirle algo muy valioso que un día le perteneció.

El niño y la bestia, que de ningún modo es cine infantil, apela al centro cósmico del corazón adolescente, al joven mutante que por ensalmo entenderá la película en toda su entidad desde el momento en que la adolescencia es, precisamente, el vivir entre dos mundos. Un desdoblamiento que Hosoda ya hizo por conciliar y representó entre el ser y el estar de La chica que saltaba en el tiempo, entre lo real y lo virtual en Summer Wars o entre lo humano y lo animal tanto en Wolf Children como en esta nueva película suya, donde vuelve a proponer una alianza entre rebeldía y docilidad, nunca una escisión, de la que extraer continua enseñanza.

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