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Análisis Cine

Warner y el delirio corporativo: por qué los Looney Tunes son lo menos importante de 'Space Jam: Nuevas leyendas'

LeBron James junto a Bugs Bunny en 'Sapce Jam: Nuevas leyendas'

Alberto Corona

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A finales de los 90, Brad Bird y su equipo afrontaron los últimos compases del desarrollo de El gigante de hierro con una sencilla pregunta en la cabeza: ¿qué pasaría si una pistola se negara a disparar? Este high concept tenía una dolorosa raíz biográfica: pocos meses antes la hermana de Bird, Susan, había muerto asesinada a tiros por su marido. El aclamado film de animación servía para explorar este trauma reciente, a través de las desventuras de un robot alienígena diseñado para matar que, gracias a la amistad, en vez de eso decide ser Superman y hacer el bien de forma pacífica.

Casi dos décadas después este gigante de hierro reapareció en Ready Player One, siendo empleado por sus protagonistas como un arma gigante que podía favorecer su victoria en la batalla final. Fue obligado a la destrucción para delicia de los fans mitómanos, siendo su personalidad dejada de lado en beneficio de la diversión. Junto a incontables propiedades intelectuales de Warner Bros., el gigante de hierro también aparece en Space Jam: Nuevas leyendas, que llega este viernes a las salas de cine. Es uno de los asistentes al partido de baloncesto que vertebra la trama, y puede ser visto en el público al lado de King Kong, los Caminantes Blancos de Juego de tronos y Pennywise. Sí, el payaso asesino de It.

Dando forma al escaparate

Space Jam: Nuevas leyendas es una película tan desconcertante que casi es posible abordarla sin centrarse en los personajes que deberían acaparar el protagonismo. No obstante, en los Looney Tunes encabezados por Bugs Bunny, y en la historia que tienen a sus espaldas, se encuentran varias claves para comprender cómo hemos llegado a esto. Las creaciones de Chuck Jones, Frank Clampett y Frank Tashlin, entre otros, siempre han portado en su ADN una predisposición a saltar entre imaginarios, romper la cuarta pared y cuestionar su naturaleza de dibujo animado. Allá por 1940, mismo año del nacimiento de Bugs Bunny, se estrenó un cortometraje titulado Deberías hacer películas.

En esta pieza de Friz Freleng, el pato Lucas convencía al cerdito Porky de que la animación estaba pasada de moda, y de que lo más beneficioso para su carrera era debutar en el cine de Hollywood. Como resultado nos topábamos con un temprano maridaje entre dibujos animados y acción real, que nos permitía atisbar los estudios de Warner Bros, en Burbank y a algunos de sus grandes ejecutivos. Se inauguraba una costumbre intrínseca a los Looney Tunes: la de mirar a cámara e increpar al espectador, que tanto emplearon a partir de entonces el Coyote o el citado Bugs Bunny. La costumbre se mantuvo durante una trayectoria de Warner Bros. paralela en muchos sentidos a la de Disney, su principal competidora en el ámbito animado, pero alejada del régimen personalista que representaba Walt.

Puede que la personalidad corporativa de Warner, más pragmática y desinteresada en salvaguardar una impronta, fuera la responsable de la temprana alegría con la que traficó con sus criaturas. En 1988 permitió que los Looney Tunes formaran parte de ¿Quién engañó a Roger Rabbit? (producida por Amblin y Touchstone, filial de Disney), y dos años después dio libertad absoluta a Joe Dante para reírse del éxito de su Batman e incluir a Lucas y Bugs al inicio de Gremlins: La nueva generación, entre otras locuras. La consolidación en los 90 de Warner Bros. Feature Animation, que tenía como objetivo producir largometrajes a rebufo del Renacimiento animado de Disney, no alcanzó a corregir esta postura: en 1996 Joe Pytka dirigía Space Jam, y lograba el primer gran éxito de esta división.

Poco antes, Bugs Bunny y sus amigos ya habían reforzado su fijación paródica por la marca Warner —y por el cine hollywoodiense en general— a través de varios cortometrajes centrados en la parodia, como ejemplifica el corto Carrotblanca a partir de Casablanca con Piolín emulando (para angustia del personal) a Peter Lorre. A Space Jam, por su parte, no le interesaba tanto el expolio de IPs como ofrecerse en toda su extensión como una gran campaña de marketing.

Anticipando la épica del documental The Last Dance, el film de Pytka impulsaba un acercamiento sentimental a la figura de Michael Jordan, con los Looney Tunes cediendo dócilmente su protagonismo. Esto último fue justo lo que el mencionado Joe Dante quiso arreglar en Looney Tunes: De nuevo en acción, que a su estreno en 2003 se presentó como “el anti-Space Jam” y se saldó con un fracaso en taquilla que congeló la posibilidad de más saltos al cine para estos personajes.

De nuevo en acción era interesante, sin embargo, por cómo retomaba de Deberías hacer películas y ¿Quién engañó a Roger Rabbit? la idea de que estos personajes pertenecían al star system hollywoodiense, sometidos a reconocibles luchas de egos e inseguridades laborales. De hecho, se articulaba como todo un homenaje/parodia al sistema de estudios, y colaba una cantidad desmedida de referencias al canon Warner sin que, en ningún caso, el protagonismo de los Looney Tunes se resintiera.

Secundado en 2006 por un experimento tan revelador como Superman Returns, Warner empezaba a dominar la manipulación de su memoria iconográfica, que en 2014 terminaría por estallar con la película realmente imprescindible para entender esta secuela de Space Jam: La LEGO Película. Al contrario de lo que sucedía en acometidas previas, aquí el desfile de guiños y cameos se contentaba en su mayor parte con el exhibicionismo: la naturaleza de Warner como gigante de Hollywood permitiendo que el film de Phil Lord y Christopher Miller fuera un cajón de sastre donde Gandalf y Albus Dumbledore podían interactuar.

La LEGO Película dio pie a una secuela y dos spin-offs —uno de ellos, LEGO Batman, presentando una entente de villanos salidos de distintas franquicias de Warner—, para que poco después Ready Player One quisiera legitimar la maniobra al basarse en un material ajeno y contar con Steven Spielberg en la dirección. No terminó de salir mal: aunque la novela de Ernest Cline era lo bastante mediocre como para que ni Spielberg pudiera extraer algo trascendente de ella, sí se percibía de fondo la inquietud hacia un futuro cercano donde las marcas y la nostalgia asociada a ellas suponían la única vía de escape para una sociedad colapsada. Emanaba una lucidez perversa, pero capaz (voluntariamente o no) de favorecer discursos incómodos a través de la construcción de una cultura pop frívola y excluyente.

Pero claro, también aparecía un DeLorean, y un T-Rex, y una juguetona recreación de El resplandor a la que Mike Flanagan daría continuidad a través de Doctor Sueño en 2019, también para Warner. Que fuéramos conscientes de lo desolador del asunto no quitaba que pudiéramos disfrutarlo, y sumarnos a una celebración finalmente acrítica. Es justo la celebración que busca Space Jam: Nuevas leyendas, sin poder eludir la incomodidad.

Esto lo he visto, esto me gusta, esto es Warner

La tendencia de Warner a concebir blockbusters como escaparates de sus posesiones no se caracteriza tanto por lo cuantitativo, como por el proceso de desvirtuación que atraviesan las marcas a la hora de salir a escena. El caso del gigante de hierro en Ready Player One y Space Jam: Nuevas leyendas es paradigmático, pero también afecta a los Looney Tunes. La citada desvirtuación aboca a que, en su militante exhibicionismo, los personajes y títulos recuperados pierdan distinción, limitándose a ser rostros familiares que se acumulan en la foto con una única característica fundamental: pertenecen a Warner. Los Looney Tunes pertenecen a Warner y posiblemente sea la única idea definida que puedan hacerse de ellos quienes vean Space Jam: Nuevas leyendas sin un conocimiento previo de quiénes son.

Para el público que sí los conozca, la experiencia que ofrece el film de Malcolm D. Lee es desconcertante. En la Space Jam original los Looney Tunes ya aparecían supeditados a la figura de Michael Jordan, pero en Space Jam 2 lo están a cada mínimo elemento de la propuesta: como bienes de consumo que son, se limitan a ejercer de comparsas en distinto grado, ya sea introduciéndose en propiedades canónicas de Warner Bros. —Casablanca reaparece como clásico insignia de la factoría, pero también Matrix, Mad Max: Furia en la carretera y, en el único instante más o menos estimulante a nivel estético, una versión en cómic de Wonder Woman—, o confundiéndose en un escenario atiborrado de extras con reminiscencias al personal del parque de atracciones Warner.

No hablamos únicamente de una pérdida flagrante de protagonismo, sino también de un cambio interno acorde a las necesidades de la historia cuya máxima expresión se localiza en Bugs Bunny: alguien que ha perdido toda arrogancia y picardía en función a vehicular el perezoso discurso pro-familia y pro-trabajo en equipo que, como no podía ser de otra forma, ansía darle una pátina de respetabilidad al artefacto.

Siguiendo el impulso de Ready Player One por resonar en el presente, Space Jam: Nuevas leyendas acicala su íntima monstruosidad con ecos contemporáneos que le alejan de las aproximaciones cinéfilas de Roger Rabbit y De nuevo en acción. En la película lo llaman el Serviverso: una realidad virtual que componen los ordenadores de la sede de Warner Bros. y acentúa la condición de todo lo visto como algo alejado de los espectadores. Algo que no pertenece a una realidad material (o emocional) sino a un frío amasijo de bits, estadísticas y previsiones de ventas, donde los videojuegos resultan ser el revulsivo necesario para engrasar la maquinaria. Es en este contexto donde el film de Malcolm D. Lee quiere plantear un quintaesencial drama de padres e hijos que confluye en el sobadísimo eslogan del “sé tú mismo”: aspiración que suena quijotesca dentro de un amasijo deshumanizado que ha convertido las identidades en mercancías.

En cierto y retorcido modo Space Jam: Nuevas leyendas es fascinante. Una película tan incapaz de disimular su impulso cínico que ni acierta a retener la seducción del film original en torno al deporte y al jugador de élite que lo representaba. Sin el aura mágica de Michael Jordan, sin su convicción para dignificar la gesta deportiva, LeBron James se limita a soltar frases genéricas sobre esfuerzo y superación que acentúan el talante moribundo de una obra tan propia de nuestro tiempo como perezosa e inane, que ni se hace preguntas ni conduce la conversación fuera de cauces ansiosamente apocalípticos. Una película que proclama que estamos muy cerca de vivir en el OASIS de Ready Player One. Nos guste o no, porque tampoco parece quedar otro remedio.

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