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La España que se flagelaba a espaldas de Carlos III

Dibujo de dos disciplinantes en el muro norte de la iglesia de Santa María de Vizbayo, en Ponferrada

José María Sadia

20 de diciembre de 2021 22:19 h

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Siglos atrás, el pequeño pueblo de Otero, pedanía de Ponferrada (León), mantenía viva una antigua costumbre religiosa que se reavivaba al acontecer los días centrales de la Semana Santa. Como en otros muchos lugares del país, los vecinos desfilaban en procesión ataviados con túnicas. Algunos de ellos portaban pesadas cruces. Y unos pocos protagonizaban una práctica extrema: trataban de emular el sufrimiento de Jesús durante la Pasión azotando, castigando sus espaldas hasta hacer brotar la sangre. Nadie en el municipio berciano recuerda hoy aquel rito, olvidado con el transcurso del tiempo. Por fortuna, la memoria de aquellas flagelaciones había quedado inmortalizada en uno de los muros de su templo de origen románico, oculta bajo varias manos de pintura. Hasta que hace unos años, la superficie, deteriorada, terminó por descascarillarse y allí brotó un sorprendente hallazgo. Dos disciplinantes, dibujados a carboncillo y con unas pocas notas de color, retomaban el desfile. Uno, con la cruz a cuestas. El otro, lacerando su dolorido y sangrante costado.

El descubrimiento no iría más allá de no ser por la fecha en que cobró forma la ingenua ilustración popular. El investigador Josemi Lorenzo acaba de datar el dibujo en un momento indeterminado del siglo XIX. Teniendo en cuenta que el monarca Carlos III había prohibido este tipo de castigos en el año 1777, resulta que Otero fue uno de los pueblos españoles que dio la espalda —eso sí, lacerada, dolorida, sangrante— a la cédula real, actuando como a los feligreses les venía en gana, al margen del decreto real. Aquello no fue lo único en lo que el país hizo caso omiso a los planes del rey ilustrado. Su mandato de enterrar a los muertos lejos del interior de las iglesias se topó con la costumbre social y la rotunda negativa de los obispos.

“El pensamiento racional no podía aceptar la práctica del enterramiento en las iglesias en aras de la salubridad, ni la flagelación pública por ser una práctica bárbara y repulsiva para la gente sensible”. El catedrático y académico Carlos Martínez Shaw contextualiza aquellas prohibiciones en el nacimiento de una nueva mentalidad. En su promulgación, “las medidas de Carlos III enlazan con la sensibilidad moderna”, precisa. Quizá demasiado, a juzgar por la reacción. La sociedad del momento se puso de perfil, hizo como si no hubiera escuchado. “Buena parte de la España católica estuvo en contra porque las disposiciones rechazaban tradiciones arraigadas en la conciencia popular”, explica Martínez Shaw. “Lo popular es imposible cambiarlo a golpe de legislación”, sostiene Josemi Lorenzo.

Desde la Edad Media

Se trataba, en efecto, de un ritual de profundo arraigo. La flagelación surgió asociada a las cofradías y estas, a su vez, vieron la luz en los siglos XII y XIII con el despertar económico de la burguesía. “Los nuevos gremios no solo crearon una estructura económica y social, sino también religiosa”. El antropólogo José Luis Alonso Ponga afirma que las hermandades religiosas vinieron a romper el “monolitismo” de la Iglesia. A tal punto que se convertirían en un verdadero frente, jugando incluso a actuar con independencia de la institución matriz.

Prácticas como el castigo público fueron autorizadas a finales del siglo XIII al entender que rememoraban la Pasión de Jesús y en el XVI se consolidaron y expandieron. Relata Alonso Ponga que la bula del papa Pablo III “otorgó en 1536 indulgencia plenaria a todos aquellos fieles que acudieran a las procesiones alumbrando o disciplinando el Jueves o el Viernes Santo”. La disciplina se ejercía en diferentes hermandades, pero fueron especialmente los franciscanos y las cofradías de la Vera Cruz quienes se encargaron de extender la moda de cargar pesadas cruces, arrastrar cadenas o azotarse el cuerpo para expiar las culpas. Y hubo más. En 1570, Pablo IV amplió los privilegios de las hermandades ligadas al “sufrimiento”, que llegaron incluso a conseguir la potestad de liberar a un preso.

En el caso español, parece que fueron los mercaderes genoveses quienes, entre sus objetos comerciales, trajeron tales costumbres. No pararía aquí su andadura. El castigo público viajó a América Latina, como atestiguan algunas pinturas del siglo XVI conservadas en México. “Cuando Estados Unidos anexionó Nuevo México se horrorizaron de prácticas propias de los franciscanos como la de marcar el territorio con su propia sangre, algo verdaderamente impresionante”, refiere el experto Alonso Ponga. De ahí que los norteamericanos se trajeran religiosos europeos más moderados con la intención de modernizar la vida religiosa y eliminar este tipo de ritos extremos.

“En el siglo XVIII los fieles comienzan a poner disculpas para no disciplinarse tanto”, precisa Alonso Ponga. El antropólogo asegura que, cuando llega la prohibición de Carlos III, “el castigo público había comenzado a decaer”. Incluso algunas ciudades, como Zamora, se adelantaron al monarca reformista vetando estos ritos. Cuando se publica la cédula, en 1777, el texto recoge todo tipo de adjetivos despectivos para justificar la restricción. La flagelación es sinónimo de desprecio y causa confusión y miedo en niños y mujeres. Quienes la practican consiguen otros fines que nada tienen que ver con expiar los pecados, reza el texto. La práctica, no obstante, pervivió. Así lo recoge con todo detalle el pintor Francisco de Goya en su pintura Los disciplinantes, de principios del XIX.

El dibujo de un relato histórico

De cualquier modo, la disciplina subsistió especialmente en lugares remotos, que estaban a resguardo de legislaciones y obispos. Ese debió de ser el caso del pueblo berciano de Otero. El descubrimiento del mural popular en la iglesia de Nuestra Señora de Vizbayo, que narra precisamente estos hechos, llevó al historiador Josemi Lorenzo a indagar en las fuentes para tratar de verificarlo. Sin embargo, los libros de fábrica “callaban” al respecto. Ni rastro sobre la ejecución del dibujo, quién lo hizo o si se trató de un encargo.

La pintura, que está situada en el muro norte del templo de origen románico, se encontraba escondida tras sucesivos encalados. Parece ser que algo o alguien hizo que se viniera abajo una gran porción de la capa que recubría el dibujo, un mural de más de dos metros de largo por uno y medio de alto. El carboncillo retrata a dos penitentes, provistos de una túnica característica de otras hermandades de la Vera Cruz. Uno de ellos porta una cruz, retratada con un error de perspectiva. El otro camina delante, con caperuza, golpeándose el dorso hasta hacer brotar la sangre, ilustrada con detalles de color rojo.

Tampoco las gentes del lugar le pudieron ayudar a conocer mejor el pasado, del que no existe recuerdo. Lorenzo solo pudo dar con el lejano testimonio —interesante, eso sí— del párroco de un municipio vecino. El sacerdote refirió que en los años treinta, tanto en su pueblo como en otros del entorno, los penitentes salían en procesión y se flagelaban. Cuando terminaba el desfile, limpiaban y curaban las heridas con vino caliente.

“El hallazgo supone documentar la existencia histórica de una extrema práctica devocional olvidada en la localidad, todavía conservada en otras partes de España”, asevera el autor de la investigación. El problema ahora es que, mientras se conocen otros documentos y testimonios, el dibujo corre el riesgo de desaparecer si no se le da valor. ¿Por qué? “El pasado de un edificio abarca desde el principio hasta el final, todo son capas de historia, pero parece que en este país todo lo que no es románico no se valora”, cuestiona Josemi Lorenzo. En este sentido, tanto daño haría su destrucción por falta de interés como la eliminación de los restos de pintura que aún podrían cubrir parte de un lienzo de mayor tamaño. En ellos se refugia aún parte de la información del pasado.

Una tradición aún viva en España

En cuanto a la práctica de la disciplina, España aún guarda algunos testimonios en la actualidad. Uno es el de la tradición extremeña de los Empalaos de Valverde de la Vera. La noche del Jueves Santo, los disciplinantes realizan un duro viacrucis por las calles de la localidad portando un pesado travesaño de madera anudado a los hombros, como si se tratase de una cruz, para alcanzar el perdón por sus culpas.

“El caso de los Empalaos no es comparable a la disciplina cruenta que hoy se conserva en San Vicente de la Sonsierra”, puntualiza el antropólogo José Luis Alonso Ponga. En efecto, en el municipio riojano los célebres Picaos caminan bajo túnica y descubren únicamente la espalda, que castigan repetidas veces en público con un manojo de cordeles. A pesar de prohibiciones y de rituales en desuso, la hermandad riojana ha conseguido conservar la flagelación en nuestros días. “Esto únicamente sucede cuando elevas un elemento a la categoría de identidad innegociable”, explica Alonso Ponga. Por si acaso, en lugares como la iglesia de Nuestra Señora de Vizbayo se registró con carboncillo la memoria de estos actos. Así lo cuentan hoy sus muros, al menos, de momento.

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