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María Larrea, novelista: “En el franquismo había esa idea de que un bebé era como un kilo de patatas”

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Carmen López

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Las posibilidades de que una mujer y un hombre abandonados por sus respectivas madres se conozcan casi por casualidad, se casen y adopten a una niña también rechazada al nacer, parecen mínimas. Pero así fue como se formó la familia de María Larrea, que creció en Francia sin saber que es adoptada y que la historia que sus padres, Julián y Victoria, guardaban en secreto le daría para escribir una novela. Se titula Los de Bilbao nacen donde quieren y la acaba de publicar en España con la editorial Alianza traducida del francés por Alicia Martorell. Desde que vio la luz en su país de residencia el año pasado, este trabajo se ha convertido en un pequeño fenómeno editorial que señala con el dedo la adopción ilegal de niños a finales del franquismo, el clasismo de la sociedad francesa, la falacia del trabajo como motor de ascenso social y la necesidad de las personas de conocer sus orígenes.

La madre de Julián era una prostituta del barrio bilbaíno de La Palanca, que dejó a su hijo en un internado religioso. La de Victoria, que era extraordinariamente fértil, vivía en Galicia y la abandonó en un convento. El 31 de diciembre de 1963, Victoria salió por Ferrol para celebrar la noche de fin de año con su amiga Rosalía y coincidió en el mismo bar con ese vasco guapo a rabiar, que se enamoró de ella nada más verla. Se mudaron a París a instancia de otros amigos que se habían ido antes y aseguraban que había trabajo. María nació en Bilbao en 1979, donde la pareja veraneaba cada año, la adoptaron de manera ilegal y nunca se lo contaron. A ojos de la niña, la familia era feliz pese a la violencia de género, el alcoholismo de su progenitor o las estrecheces económicas. Pero, ya en la edad adulta, una lectura de las cartas del tarot la impulsa a buscar sus orígenes porque sospecha de la mentira y descubre unos sucesos tremendos.

Dice el refrán que no hay mal que por bien no venga y a Larrea todas las miserias le han servido para escribir un libro. Pero no siempre es fácil plasmar en palabras una historia tan cercana por muy clara que se tenga en la cabeza. “Al iniciar el manuscrito, la primera cosa que hice fue preguntarme cómo tres huérfanos de una misma nación, España, iban a formar una familia. Y cuando me planteé esto pensé que tenía que contar la vida de Julián y Victoria, de mis padres”, explica la escritora a elDiario.es. Sus padres adoptivos no le habían contado demasiadas cosas, solo tenía datos verídicos sacados del Registro Civil, como la fecha y lugar de nacimiento. A partir de ahí, comenzó una reconstrucción de los hechos en la que entra en juego la ficción que tuvo que utilizar para contar ciertos capítulos que ella no vivió en persona.

“Yo pienso que todo es literatura porque si no es periodismo. Incluso en los testimonios también hay literatura, porque se escogen las palabras”, afirma. No puede calcular el porcentaje de imaginación que hay en esta obra, pero sí tiene claro que “toda la mentira es verdad y toda la verdad es mentira. Yo siempre he insistido en decir que es una novela, porque yo no estaba en 1947 en el pueblo gallego cuando Dolores estaba dando a luz a Victoria. Sé que ocurrió eso y que fue abandonada nada más nacer, pero luego he tenido que evocar”. Por sus condiciones vitales, sus padres adoptivos siempre se sintieron un tanto invisibles en su país de acogida y en ningún momento se imaginaron que su trayectoria podría servir para ser la base de una novela. De ahí que Larrea se haya esforzado por crear personajes lo más impactantes posible, capaces de despertar sentimientos profundos en los lectores. “A día de hoy el mejor regalo que tengo es cuando la gente, en encuentros literarios o en librerías, me dice que han preferido el personaje de Victoria o que Julián les ha llegado al corazón, etcétera”, declara.

Pese a todos sus defectos, que eran muchos y muy graves, la escritora ha conseguido narrar con emoción la biografía de sus progenitores, cuando habría sido fácil caer en la tentación de la venganza a través de la escritura. “Ellos me han dado mucho cariño y a la hora de hacer este trabajo de ficción, yo creo que he hecho lo mismo con ellos. Como padres adoptivos siempre se han comportado como verdaderos padres porque han sido siempre auténticos. Aunque haya habido un secreto y mentiras, siempre han sido gente auténtica, hasta en la violencia. Y al escribir yo también he querido serlo porque cuando uno es auténtico, funciona”, dice.

La cuestión de clase atraviesa toda la novela. La familia no tiene dinero ni estatus social en Francia (ella es la pobre del colegio porque no tiene Canal+), pero son ricos cuando veranean en Bilbao sin reparar en gastos. Ella consigue subir un puesto en la escala social del país en el que vive gracias a sus estudios superiores y las relaciones que establece pero sigue sin sentirse parte de la burguesía en la que se desarrolla su vida de adulta. La etiqueta de inmigrante condicionó la existencia de sus padres y también la suya, aunque ella ya sea ‘primera generación’. Su madre le contó cómo pedía trabajo como empleada del hogar en la calle cuando llegaron a París en los años 70, sin hablar el idioma y sin un duro. “Creo que ese debut en Francia les ha dejado una huella muy importante. Ya tenían vergüenza de clase social en España y creo que se la llevaron a Francia y se juntó con una vergüenza nueva de no hablar el idioma. En mi casa, la vergüenza tenía una silla en la mesa”.

Los orígenes de su familia biológica están en Galicia y Euskadi y, aunque ella nació en Bilbao, se crio en Francia. Sin embargo, pese al batiburrillo de procedencias, Larrea se presenta como vasca, tal y como hacía su padre allá a dónde iba. Él era vasco, no español. “El único valor de su vida era ser de Bilbao y ser vasco, era como una religión. Estaba muy obsesionado con ETA, pero como si fuera un equipo de fútbol, era como ser fan de un grupo terrorista”, explica la escritora. “Además, Bilbao era el lugar de vacaciones donde teníamos dinero después de un duro año de trabajo”, completa.

Los niños no vienen de París

Larrea nació en 1979, un tiempo del que han aflorado casos de compra y venta de bebés en secreto. Aquella práctica, que años después se convirtió en escándalo cuando aquellos niños robados se hicieron adultos y pidieron justicia, marcó el destino de la escritora. Su madre biológica la entregó en adopción por voluntad propia, pero la maniobra estuvo lejos de ser legal. Esas condiciones hicieron que la investigación de la autora fuese tan compleja. “En el franquismo había esa idea de que un bebé era como un kilo de patatas. La Iglesia, el Estado y hasta el alcalde de una ciudad trapichean con ellos, hay hasta un registro de ginecólogos que lo hacían”, comenta. “Había una asociación del Opus Dei que decía que querían ayudar a las mujeres, pero era únicamente una cuestión económica. A partir de los años 60 ya cogían dinero por todas partes”, dice.

Su búsqueda la llevó a encontrar a otras dos madres, la biológica y la de leche. Con la segunda, una mujer que dio a luz el mismo día que ella nació y que la amamantó hasta que se fue, no contaba. Supuso una sorpresa agradable porque, al fin y al cabo, ella fue la primera que la cuidó. Cuando llegó a la progenitora que la parió se topó con una mujer perteneciente a la burguesía del norte de España que le explicó sin dramas –y con la frase tremenda “te he dejado vivir”– por qué había tomado la decisión de dejarla en la clínica. Le presentó a sus hermanas, encantadas de conocerla y todo fue relativamente bien, aunque descubrir que su familia biológica tenía todo el dinero que no tenía la adoptiva le causó cierta conmoción. Se pregunta a sí misma si su propio aburguesamiento –“mis hijos en escuelas privadas, mi reloj de acero, mi corte de pelo de 200 euros y mis vaqueros de Acne Studios”, escribe en su novela– está destinado a la aceptación de los de su sangre.

La autora consultó a todas las personas implicadas sobre su aparición en el libro. “Tenía mucho miedo. Por ejemplo, cambié algunos nombres de pueblos y pregunté a la gente que aún está viva qué nombre quería que les pusiera: Beyoncé, Ariana, lo que sea. Y toda la gente me dijo que quería ir con su nombre real”, comenta. Victoria le preguntó cómo había llamado a su marido, que ya había fallecido. “Le dije que iba con su nombre verdadero, Julián. Y me dijo ‘pues yo quiero ser como tu padre’”, relata la escritora que también afirma: “Tengo mucho soporte de mi entorno familiar, de todas estas familias”.

Un aspecto muy importante de la novela es el humor, que Larrea utiliza en grandes dosis. Así consigue que unos hechos tan tremendos sean más fáciles de digerir y también comprender –que no disculpar necesariamente– a los protagonistas. “Soy naturalmente así, hago bromas constantemente. Creo que es una herencia de mi padre, que tenía mucho humor y lo usaba para todo. Creo que es algo muy vasco también”, afirma. “En el libro hablo de incesto, violencia, prostitución, niños abandonados o conventos de jesuistas que abusan de los menores y necesitaba romper con los momentos demasiado duros. Si no, era imposible”. Antes de ser una novela, Larrea pensó en contar su historia en una película (tiene estudios de cinematografía) pero aunque Antonio de la Torre y Carmen Machi ya habían aceptado los papeles de protagonistas, el proyecto no salió adelante por motivos económicos. “Es como una broma, porque los que me habían dicho que no, ahora me dicen que sí. Y hay varias productoras que quieren comprar los derechos y finalmente se hará. No sé cómo exactamente, pero existirá”, asegura con determinación.

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