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OPINIÓN | 'En el límite', por Antón Losada

El sentido del viaje

Patricia Almarcegui

Dentro de los elementos que caracterizan el viaje, el desplazamiento es el más significativo. En él, se pueden integrar todos los elementos que lo configuran y que constituyen su regla de formación y construcción. El desplazamiento se define como el movimiento que hace pasar a un viajero de una posición a otra. El traslado le sitúa en las extremidades de un eje del desplazamiento que delimita su situación y comprende dos momentos claves: la posición inicial, principio o salida, y la posición final o llegada.

La característica principal es que lo enfrenta ante diversas alternativas que le sitúan en unos procesos determinados que tienen en el cambio su principal objeto, pues desplazarse implica salir o abandonar el lugar en el que se encuentra. Cambiar, recorrer y trasladarse son procesos que obligan a dejar una situación para alcanzar otra.

El viajero se desplaza por escenarios novedosos que le exigen recorrer el mundo e interpretarlo como un espacio de confines, los últimos términos que alcanza la percepción, y que le enfrentan a estados límites. A pesar de la importancia del comienzo y el final del desplazamiento, el viajero tiene en cuenta las diferentes etapas, las cuales van configurando el movimiento conjuntivo del viaje y este, la percepción de la salida y la llegada. Cada etapa es, en definitiva, una búsqueda y un encuentro y, por lo tanto, un principio y un final.

Es así como el desplazamiento se organiza como una de las consecuencias del itinerario para concebir de otro modo. El viaje transforma la relación con el lugar y el cambio de relación con el mundo influye en la mentalidad, la personalidad y las vinculaciones del viajero. De allí, que una de las propuestas más interesantes de su estudio en la actualidad esté ligada a la historia de las mentalidades o la forma en que el desplazamiento modifica y altera la cultura y el modo de pensamiento. El espíritu del viajero no es consecuencia de una fuerza externa y ajena, sino de la forma en que utiliza las ideas, percepciones e impresiones mientras se desplaza. De esta manera, desarrolla unas técnicas de lectura que le permiten la apropiación del mundo y una experiencia que da lugar a una determinada estructura de representación. Debido al cambio, el movimiento que genera y la manera en que estos hacen concebir de otro modo, la metáfora del viaje se ha convertido en los últimos años en una de las formas recurrentes para hablar del mundo e interpretarlo. La era moderna se encuentra fascinada por dos experiencias ligadas al desplazamiento. La distancia o el alejamiento del origen y del destino, y el extrañamiento o la desafección con los mismos. Para hablar de términos como posición, el lugar desde donde se mira. Situación, el lugar preferido para describir. Emplazamiento, el lugar elegido tras una selección y el hogar, el lugar construido, se necesita del viaje y el sinfín de formas a las que da lugar y que ampara en la actualidad.

La poética del desplazamiento se encuentra determinada por el movimiento, sin duda, una de las categorías más difíciles de representar. El viaje sitúa al viajero frente a una temporalidad humana que no aparece en otras manifestaciones. El movimiento es un traslado en el espacio. Una de sus características principales es que se realiza siempre en el intervalo entre dos instantes y, por lo tanto, de espaldas a ellos. Por esta razón, el observador se manifiesta en una tensión de fuerzas contrarias que suele determinar las diferentes miradas y visiones sobre el destino, como si lo que contemplara estuviera a punto de esconderse. De allí, como veremos, que una de las formas de representación del movimiento sea a partir de la inmovilidad. No se puede captar la duración porque se identifica con la percepción y esta se transforma en el proceso, es decir, con el viajero y a lo largo del itinerario.

El viajero se hace en movimiento. A medida que se desplaza, aprehende los destinos, los conoce y los interpreta. Poco a poco, se vuelve más consciente de sí mismo como «espectador» u «observador» del mundo, el cual se sucede ante sus ojos asombrados. El mundo deviene más «objetivo» al mismo tiempo que el yo se vuelve más «subjetivo» e invisible. Así el traslado pasa de nuevo a guiarle y le obliga a reflexionar sobre su interior, sobre todo, en cómo le influye el lugar. De este modo, el itinerario rige también la subjetividad. El movimiento devuelve una determinada temporalidad humana, en el sentido en que ofrece la posibilidad de reflexionar sobre la transformación interior que tiene lugar durante el viaje.

El movimiento puede también estudiarse a partir de su condición de movilidad. Una de las propuestas más interesantes es la relación que existe entre esta y la libertad del viajero. Curiosamente, en la antigüedad cuanto mayor era la movilidad, menor era la libertad y, a menor movilidad, mayor era la libertad. Los primeros viajes conocidos se vinculan a la necesidad. El viajero se mueve porque está obligado a ello. Debe partir y desconoce adónde irá y si podrá volver. En este sentido, son desplazamientos involuntarios ligados a una falta de libertad y sin posibilidad de retorno. Se puede decir que están relacionados con una carencia en el lugar de origen y, por ello, implican un traslado en negativo, aunque se organicen en buena parte como unas pruebas iniciáticas. Como le ocurre, por ejemplo, al héroe griego, Ulises, quien parte sin saber si podrá o no regresar. De allí que se pueda decir que, a menor libertad, debido a un viaje involuntario y a la necesidad de partir, mayor es la movilidad, pues no hay retorno posible y el mundo se abre como algo desconocido. A partir de Ulises, el viaje y la vuelta que conlleva se modifican. Los traslados siguientes se caracterizan porque ven en su horizonte la posibilidad de retornar al lugar de origen. El viajero parte porque debe comerciar, establecer relaciones, adquirir conocimientos o peregrinar. Sabe que al término del traslado y, a pesar de las dificultades, volverá a su destino de origen, lo que condiciona su mirada y su percepción. De allí, que se pueda decir también que cuanta más libertad, menor es la movilidad, pues el viajero sabe que regresará a su contexto. Habrá que esperar mucho todavía para que el viaje no tenga retorno. Como ocurre, por ejemplo, con los itinerarios de los siglos XIX y XX, cuando los viajeros se establecen voluntariamente en el destino. El desplazamiento, que tiene origen en la movilidad interior del observador que necesita huir de su contexto, finaliza con la inmovilidad y el emplazamiento en el destino largamente deseado.

Otro de los elementos más destacados del viaje es, como no, el encuentro con el Otro. Una de las causas por las que el itinerario hace concebir de manera diferente. Viajero, habitante y lugar se encuentran y este choque/descubrimiento actúa como un elemento funcional en su poética. El Otro se puede definir como loque el viajero encuentra fuera de la sociedad y le resulta extraño. Puesto que el hombre se realiza en la dimensiónsocial, forma un solo individual y cultural con él a partir del cual establece un diálogo creativo. No haynada del Otro que no tenga que ver con la autorreflexión del viajero. La alteridado la relación con el Otro esempírica pero también imaginaria. El Otro se convierte en el lugar del temor, del deseo, de la fascinación, de loinconcebible, de la diferencia, del contraste, de la lejanía, pero también de sus ambivalentes, es decir, de lacoincidencia, del reconocimiento, de la comparación y de la proximidad.

Una hermenéutica del Otro implica la mediación de dos esferas diferentes en las que lo propio y lo extraño aparecen como elementos relacionados entre sí. No se excluyen, sino que se mueven en la lógica del desplazamiento, no se mezclan sino que se solapan y se deslizan. De allí que haya que enfrentarse a ese tercer elemento que hace que un determinado extrañamiento se muestre como extraño o, lo que es lo mismo, el rodeo a través de lo ajeno que nunca remite completamente a lo propio. El yo del viajero debe permanecer como Otro, pues este complementa su carácter fragmentario y lo convierte en algo que ni es ni será nunca puro.

La cuestión es cómo se maneja ese extrañamiento, que ni es absoluto, ni identificable con un solo registro, y cómo se perfila una teoría de la experiencia de la alteridad en el viaje. El itinerario es uno de los elementos más significativos para encontrarse con el Otro. Pues el lugar, el desplazamiento y el movimiento que lo determinan ponen en contacto y aceleran los elementos que definen la alteridad, principalmente: un lenguaje ininteligible y un comportamiento inusual.

Una muestra de esta poética de alteridad es la forma en que Herodoto representa a los persas, los escitas y los egipcios en las Historias. Primero, afirma las semejanzas que hay entre los griegos, y los escitas y persas para, después, exponer sus diferencias y mostrar que existen no griegos frente a los griegos1. De tal modo que, en la descripción del Otro, aparecen unos mecanismos que dan lugar a una estructura de la representación formada por tres elementos principales. La oposición del viajero frente al Otro: que obliga a identificar los elementos con los que se define este último y situarlo como si fuera un obstáculo. La negación, un mecanismo de oposición que lo enfrenta y lo interpreta a partir de lo que le falta. Y la inversión, que le permite establecerse como un igual para más adelante realizar un trueque de las singularidades del Otro por las suyas. Los tres casos muestran la necesidad de describir el no sentido entre el viajero y el Otro, pues la alteridad se manifiesta a golpe de contraste y en un juego de analogías y confrontaciones. De allí que para apropiarse del Otro el viajero lo tenga que describir a partir de elementos comunes tales, como la higiene, los alimentos, la arquitectura, la religión y el clima.

En el caso de Los viajes de Marco Polo, así como en las obras de los viajeros medievales como Fray Juan de Montecorvino, Giovanni da Pian del Carpine y Guillermo de Rubruc, la alteridad pierde sus contornos. El Otro, que debería corresponder a los mongoles, dueños en aquel momento del imperio más grande del mundo, se representa a partir de una relación de semejanza que ayuda a conocerlos. Algo que solo pueden hacer los viajeros, quienes tienen entre sus objetivos la descripción de las costumbres y los modos de los herederos de Gengis Khan precisamente para aliarse con ellos contra el gran Otro, el Islam y sus fieles.

Un ejemplo de gran interés es el de los viajes de Vasco de Gama a la costa de Angola y Mozambique de camino hacia la India. No existe un caso más significativo de cómo la ausencia de semejanzas entre los portugueses y el Otro provoca una historia de desencuentros. Sin conocer ni compartir ningún tipo de código, lo que en principio debería de ser un intercambio comercial (sobre el que los habitantes de los países africanos no muestran ningún interés) deriva en una tensión y desconfianza que da lugar a varias muertes. La alteridad más absoluta provoca miedo y este se combate con la violencia. Como norma general, Vasco de Gama espera a que se acerquen las embarcaciones de los nativos, toma rehenes antes de pisar tierra y, rara vez, junto con sus capitanes, abandona los barcos. Sorprende además que los episodios se sucedan en un lugar «en medio de», ni en las naves portuguesas ni en las tierras africanas, sino en las barcas que ambos pueblos envían como preludio introductorio antes de conocerse. De este modo no existen referentes comunes y los portugueses se encuentran desprotegidos. Este viaje por África define la conducta posterior de Vasco de Gama en la India, llena de recelos y desconfianza. Asimismo, cuando vislumbra desde la costa o tierra adentro las siluetas de las gopuram o torres de los templos hindúes da por hecho que pertenecen a la fe musulmana, pues es su principal referente de alteridad. Las descripciones se reducen a sus dos únicos mundos conocidos, el cristiano y el musulmán.

Posiblemente, los casos más significativos de proyección del viajero en el Otro son los itinerarios científicos ilustrados. Las descripciones casi siempre negativas se convierten en una auténtica crítica al país de origen del viajero. Atributos como la ignorancia, el despotismo, el determinismo, la superstición, la autarquía son precisamente las críticas que hace a su sociedad y su política, en un ejercicio singular en el que se ve reflejado gracias al Otro.

En la literatura de viajes posterior, apenas hay comparaciones. El viajero desarrolla una relación vertical con el Otro caracterizada por la desigualdad. Se podría decir que este desaparece pues nunca puede coincidir con el deseo que el observador proyecta sobre él. La diferencia es que ahora el viajero lo sabe y reconoce que el Otro pertenece al espacio de la ausencia. Como afirma Eugène Delacroix:

No hay viajero que no se lance desde un principio a la estéril tarea de conjeturar en su imaginación cómo es la fisionomía de los hombres y cosas que va a buscar.

El encuentro del viajero con el Otro a partir de la condición compartida de la alteridad es la causa del silencio de su representación posterior. El viajero reconoce en lo ajeno del Otro el extrañamiento interior, se introduce en dicha realidad y se ausenta de sí mismo, como ocurre con los desplazamientos del periodo de entreguerras en el siglo XX. De nuevo, se proyecta en el Otro y da por hecho la forma en que este se percibe a sí mismo. El extrañamiento deja de ser totalmente ajeno gracias al contacto con él. El conocimiento que devuelve es precisamente el de la inaccesibilidad del Otro y, por lo tanto, el de la huidiza identidad del viajero, quien representa dicha imposibilidad afirmando su desapropiación o la dificultad de hablar de él. Algo característico de la última literatura de viajes, como si a través de dicha afirmación de inaccesibilidad el Otro se hiciera accesible.

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