Sónar, día 1: electrónica, experimentación y muchas ganas de juerga
Que Sónar es una fiesta más que un festival lo dejan claro los asistentes desde el minuto uno. En la primera jornada del Festival Internacional de Música Avanzada y el Congreso de Creatividad y Tecnología la anticipación por entrar dejaba turulato a más de uno que, previsiblemente, se fue cociendo a fuego lento como una gamba a golpe de beat. Sí, el primer día comenzó como una atmósfera de calores saharianos, un desfile de clones de Kirsten Dunst embadurnadas en aloe vera y una sarta de vikingos que bailaban a Innercut, esa mezcla de videojuego de marcianitos y ritmo afrocaribeño que apuntaba maneras en el Sonar Village.
El público confirmó en su primer día, una vez más, la mezcla heterogénea que funciona desde la primera edición: pureta amante de la electrónica independientemente de la hora y la temperatura, tecnófilo empedernido que pasea por Sónar +D, y joven amante de la juerga de día o de noche, con amplia presencia europea -se contabilizaban, sobre todo, acentos británicos, francófonos y nórdicos nada más flanquear el recinto-.
Pese al sol atronador y la temprana hora, supuso una confirmación más que relevante la presencia local de Continent Exotèric, el alter ego de Arnau Sala, editado recientemente por Vatican Shadow. Después de pasar por Primavera Sound prácticamente abrió esta edición de Sonar con un espectáculo electrónico refinado y minimalista acompañado con visuales a modo de collage del artista Ruben Patiño.
Para amantes de lo duro, Lee Gamble y Dave Gaskarth , en el escenario Hall -también conocido como la sala David Lynch por sus inquietantes cortinajes rojos- apretó tuercas con un inicio de scratches sucios para fiesteros sin alma. Si estabas ahí es porque lo tuyo es más de Sónar Noche, y te va la vida vampira. Los ritmos retumbaban hasta el esternón, y en un principio ayudaron a calentar motores para unos días que se prevén largos. Gamble y Gaskarth, definidos como “música para pesadillas disfuncionales” no era apto para débiles de corazón o vísceras. El intento comenzó bien y a cada paso se forzaba lo que podría entenderse como un sonido industrial dispuesto a arrasar. Lástima de unos imprevisibles fallos técnicos, especialmente dolorosos en los graves, que dejaron colgado al público en varias ocasiones a modo de coitus interruptus en lo que se anticipaba como un crescendo bastante pervertido.
A media tarde, cuando el calor apretaba y ya se pisaba -literalmente- alguna cabeza que otra de extranjero adormilado sobre el césped artificial, Kindness, el combo liderado por el británico Adam Bainbridge, prometía buen rollo, ritmos mestizos y hacía alarde de conocer las nacionalidades de los presentes -nótese: la mayoría del público es anglosajón o al menos, es el sector que más aplaude-. Kindness, purititas buenas intenciones y sonrisas remataron alguna balada agradable ideal para público de yate hipster que resultaba simpática aunque algo sedante para la hora -las cuatro de la tarde- y el lugar -el Sonar Village, la plaza más grande del recinto-.
Otro gallo cantó con Double Vision, el espectáculo tras el que encontramos al productor alemán Uwe Schmidt y el artista visual australiano Robin Fox que deslumbraron en su cacofonía digital, sin autor visible sobre el escenario y con unos visuales tan impactantes como la música. En un despliegue de código binario aplicado al sonido y la imagen, hicieron estallar a un aforo deseoso de tralla combinada con rayos láser en una de las mejores propuestas del día. La deconstrucción era esto, y menos mal.
Para dejar el lado oscuro un rato, nada como Kasper Bjørke, que nos recordó en un despliegue erótico-electrónico que era necesario calentar el ambiente porque esto era una fiesta y que se note. A media tarde, Sónar día era una parrilla de carne sin camiseta y ambientazo: quien ha venido a ligar ha venido a ligar, y era el momento de mostrar piel sin concesiones. Para los interesados, el tatuaje más común entre las chicas este año es el de flores silvestres de una tatuadora de Portland, mientras que los masculinos se decantan por los tribales de todo pelaje y condición. A vista de pájaro, además, quedó claro que la media de edad de este año ha aumentado. Eso o las barbas nos han hecho viejos a todos.
Chemical Brothers sobre todo (y todos)
Para los que no podían dejar el headbanging ni en un festival como este, los extremos estaban dispuestos a tocarse casi a la misma hora con Nazoranai, el supergrupo formado por el japonés Keiji Haino, el norteamericano Stephen O'Malley de SunnO))) y el guitarrista australiano Oren Ambarchi. El ruido y la improvisación forman parte de la leyenda de un conjunto que forzó las disonancias y los volúmenes para incomodar, pero ahí no se incomodó ni dios porque estaban en el escenario interior del aire acondicionado. Ni con un estallido de tímpanos se movía nadie de allí.
Unas escocesas con complejo de culpa por invadir la ciudad anticiparon que ellas venían al festival por Hot Chip y nada más que Hot Chip. El pop bailable sin oscurantismos se definía así como una de las verdaderas apuestas para los que cruzaban charcos, alquilaban habitaciones, tomaban mojitos a destiempo y se insolaban sin piedad. Y no decepcionaron.
A caballo entre la fiesta mayor eufórica para todo los públicos y la seguridad de la propia banda de saberse el plato fuerte de la primera jornada -exceptuando al postre de alto standing que serían, más tarde, Chemical Brothers- Hot Chip desgranaron una serie de hits bailables que pusieron a tono a una audiencia que pedía más y lo iba obteniendo, sin pausa alguna. El cierre del primer día se coronó así con un acierto de programación que dejó a todos con ganas de más.