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Crítica

Almudena Grandes sube a escena en una gran obra sobre la España gris de los 50

Blanca Portillo en 'La madre de Frankenstein'

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Llegó el primer gran estreno de la temporada del Centro Dramático Nacional. Y lo hizo a lo grande, como antaño. Gran autora: la querida y desaparecida Almudena Grandes; gran directora: la veterana Carme Portaceli; y dos grandes actores: Blanca Portillo y Pablo Derqui. Y en medio del ruedo, un profundo texto sobre el pasado y la identidad nacional, sobre la memoria y la situación de la mujer en España, sobre los años 50 y el deterioro moral de los ciudadanos bajo el franquismo. Sube a escena La madre de Frankenstein, la quinta novela de los Episodios de una guerra interminable de la escritora madrileña.

Madrid, 1954. El joven psiquiatra Germán (Pablo Derqui) vuelve de Suiza, a donde emigró para poder ejercer la misma profesión que su padre, un republicano sentenciado a muerte que antes de ser fusilado, se quita la vida. Vuelve para comenzar los ensayos de la clorpromazina, un nuevo fármaco antipsicótico, en el manicomio para mujeres de Ciempozuelos. Allí se encontrará con una antigua paciente de su padre, Aurora Rodríguez Carballeira (Blanca Portillo), personaje real y famoso en su época, asesina de su hija, a quien mató de cuatro disparos en la cabeza. La obra transcurre en ese hospital psiquiátrico, pura metáfora de todo el país, de una nación tan humillada como gris, tan clasista como opresora, tan asfixiante como injusta.

Casi cuatro horas de teatro de cuchara, de guisote, de “teatro, teatro”, que dicen los aficionados más acérrimos a la tradición. Algo que no sería noticia si no fuese porque desde que Alfredo Sanzol asumiera la dirección del CDN la casi totalidad de los proyectos han sido abordados desde las nuevas dramaturgias, montajes que juegan a romper la representación y la cuarta pared.

En cambio, madre de Frankenstein es un teatro representativo, con una adaptación de la novela (a cargo de de Anna María Ricart Codina) de un clasicismo reverencial con la palabra de Grandes. Y la dramaturgia y composición de la escena de Portaceli bebe de la tradición más destilada del teatro europeo del último cuarto de siglo XX.

Vieja maestría

Portaceli es una vieja maestra que se ha especializado en las adaptaciones teatrales de grandes relatos narrativos. Es la madre del teatro-novela de este país como así lo prueban montajes anteriores como Bovary (2023, de Flaubert), La casa de los espíritus (2012, de Isabel Allende). Mrs. Dalloway (2019, de Virginia Woolf y protagonizada también por Blanca Portillo) y Jane Eyre (2017, de Charlotte Brontë). Novelas todas con grandes papeles de mujeres. Portaceli ya está trabajando en una adaptación de la Ana Karenina de León Tolstói.

En esta ocasión, ese saber se une con la cercanía del texto de Almudena Grandes. Portaceli ha estrenado muchos trabajos de autoría y temática europea, obras de George Tabori, Bernard-Marie Koltès, Enzo Cormann o Marius von Mayenburg. Pero, en esta ocasión, la directora catalana le ha hincado el diente a un texto que se adentra en las entrañas de este país. “Recuerdo el día que Anna María Ricart y yo comparamos notas para la adaptación, recuerdo decirla que lo sentía pero que tenía todo el libro subrayado”, explica Portaceli a este periódico, “es imposible que el montaje tenga una duración más corta; lo que hemos intentado es dar vida con los actores a un texto de una belleza y profundidad enorme que está cargado de emoción. Esta obra es para mí, y creo que para la gente, muy emocionante”.

En la obra se aborda la trama principal de la parricida Aurora Rodríguez, pero Portaceli no ha desdeñado tramas paralelas, como el amor nacido entre Germán y una enfermera, María (Macarena Sanz), nieta del jardinero del manicomio, hija de unos padres muertos en la masacre de La Desbandá donde el ejército franquista asesinó a más de 3.000 civiles que huían de Málaga camino a Almería en febrero del 37. Una mujer a quien se le dice que sus padres fueron muertos por los rojos, que ahora es enfermera, que cuida de Aurora, que quedó embarazada por un señorito de una casa donde limpiaba, una mujer silenciada a quien han quitado identidad y han humillado y que encontrará en Germán un amor que nace a pesar de la ciénaga en la que viven día a día.

Aborda la obra también la posición de la psiquiatría en la España de esa época, vemos al filonazi Antonio Vallejo-Nájera, un tanto exagerado, vestido con medallas, el autor del célebre concepto de “gen rojo” y de todo un plan de eugenesia que pretendía 'limpiar' étnicamente España. Está, a su vez, el tratamiento del Régimen a los homosexuales, con Juan José López Ibor que se dedicaba a extirpar partes del cerebro a los gays y que Grandes desarrolla a través del amigo y colega de Germán, Eduardo Méndez.

Y también está, claro, la Iglesia, representada por el Padre Armenteros (un irreconocible José Troncoso) que se encarga de destilar fe y dogma (“Vuestro cuerpo es un templo, un recinto escogido por Dios (...) España os necesita. Al entregaros a Cristo, os entregáis a la Patria”, dirá en un momento de la obra), pero también de ejercer poder político y, en pura concomitancia con Vallejo-Nájera, operar para robar el niño sano de una de las enfermas del manicomio para dárselo a la familia de un notario. Sacando a flote una de las historias, los niños robados del franquismo, más ignominiosas de la dictadura que estuvo operando hasta bien entrada la democracia.

Están todas las historias de la novela. El montaje no desdeña ni una. Portaceli las irá uniendo, componiendo, superponiendo, con maestría. La obra es una verdadera master class de composición de escenas que consiguen, no siempre, que la obra vaya, que las dos horas y cuarto de la primera parte, muy expositivas, donde los diálogos se yuxtaponen con la narración de los hechos por parte de los actores al público, no decaigan.

Es más, la pieza decae en los momentos donde Portaceli compone de una manera más contemporánea. Momentos donde sube la música y los actores coreografían temas de la época, o la fiesta que cierra la primera parte en la que vemos a una drag como si fuera el reverso perverso de la consejera sentimental Elena Francis. Ahí el código representativo de la obra se intenta romper, pero no llega a buen puerto. En cambio, son un acierto las escenas donde los personajes secundarios como médicos, monjas y enfermeros que transitan por el manicomio en segundo plano comienzan a moverse lento, fuera del tiempo, convirtiendo la escena en un espacio líquido. Eso, una herramienta ya clásica en el teatro contemporáneo, Portaceli lo hace a la perfección.

Blanca Portillo, cuerpo vivo de un ocaso

Blanca Portillo encarna el papel de Aurora Rodríguez Carballeira, una mujer paranoica, enferma. Aurora detesta y rechaza el papel dado a la mujer y, en su delirio, muy fruto de su época, decide engendrar una hija. Lo hará sin amor mediante. El proyecto es crear una especie de superhombre, supermujer en este caso, que cambie el mundo, que pueda con la formación que ella nunca tuvo para transformar la sociedad. Cuando su hija Hildegart comienza a ser conocida y es ya una líder de la juventud socialista, cuando comienza a volar sola, Aurora decide matarla. “Hildegart era mi obra, pero no me salió bien. Lo que he hecho es lo que hace un artista que descubre que se ha equivocado, destruye su obra para empezar de nuevo”, dice Portillo al comienzo de la obra.

La interpretación de Portillo es, ante todo, eficaz. La actriz juega en dos planos interpretativos: uno el realista, la vieja gastada por años de manicomio, malhumorada, cascarrabias; en el segundo Portillo sale del personaje, deja edad y composición y habla con inusitada energía. El público reconoce a la primera que está ante el monólogo interior de esta mujer, en sus pensamientos. El desdoblamiento funciona.

Pero es casi al final de la obra cuando el personaje revienta. Aurora ha intentado dar vida a unos muñecos fabricados por ella misma para luego, ya más enferma y alejada de la realidad, creer que podrá engendrar de nuevo, que será ese nuevo psiquiatra que tan bien la trata, Germán, el que la ayude a inseminarla. Aurora sangra, cree que es sangre menstrual, realmente es sangre provocada por un cáncer en la matriz del útero. Es ahí, desahuciada, vieja, ciega, cuando el personaje de Portillo vuela y se convierte en una especie de símbolo de todas las mujeres de este país y al mismo tiempo de una época, del fracaso del ser humano en el siglo XX, de las ensoñaciones ideológicas de todo cuño en pos del hombre nuevo. Todo el fracaso del ser humano hecho cáncer en el cuerpo de una mujer. Portillo soporta el envite, lo acoge como pocas actrices podrían hacerlo.

Es una pena que una de las últimas escenas, la muerte de Aurora, no esté sin embargo bien resuelta. Si bien el momento de puesta en escena acompaña, tanto en luces como en escenografía (la cama sobrevuela en vertical colgada en el espacio), el texto es repetitivo, la voz moribunda de Aurora no traspasa, y lo que había sido símbolo se desinfla. Quizá Portillo sepa aupar la escena con el tiempo.

Pero Portillo es parte de una obra coral, donde los ocho actores que la acompañan están más que a la altura. Portaceli se ha hecho acompañar de intérpretes que conoce bien, que ya han trabajado con ella, como el caso de Pablo Derqui que compone un Germán poliédrico, un Atticus Finch (de la gran película Matar a un ruiseñor), un Gregory Peck mesetario y reconocible. Merece también resaltarse a Macarena Sanz en el papel de María, que entronca con la mejor tradición de los grandes personajes secundarios del teatro y del cine.

El vestuario de Carlota Ferrer, las luces de Picazo, el espacio un tanto germano de Paco Azorín, todo suma en este montaje que además es coproducción del Teatre Nacional de Catalunya, del que es directora Portaceli, espacio al que la obra viajará a finales de noviembre. Un montaje que suma a la necesaria renovación de Sanzol en el CDN. Es algo positivo que las nuevas dramaturgias y demás lenguajes de la actualidad puedan convivir con este otro teatro que además llega de manos de una de las tradiciones más poderosas de la escena nacional, la catalana.

El público recibió el montaje con un aplauso entregado, emocionado, después de cuatro horas sentados en sus butacas. Quizá la apuesta cueste a un público acostumbrado a otros lenguajes. Portaceli se lo juega todo a una carta, la fuerza del texto de Almudena Grandes, quien le confió esta novela para adaptarla antes de morir, y acierta. La obra es una panorámica de la España de nuestros padres y abuelos, un negativo revelador de lo que hoy es este país, de lo que arrastra.

Durante el intermedio se proyecta sobre el telón del María Guerrero fotos de familias, mujeres y niñas de la época, imágenes que van siendo tachadas, borradas. Se tachan sus sexos, sus bocas, sus rostros. La sensación de toda una generación que se fue por el sumidero de la historia reina en una platea que no tiene otra posibilidad que recordar a sus familiares y pensar sobre su presente.

Quizá lo mejor sea acabar con las palabras de la propia Almudena Grandes en su novela publicada tan solo hace tres años que en los agradecimientos dice: “En memoria de todas esas mujeres, que no pudieron atreverse a tomar sus propias decisiones sin que las llamaran putas, que pasaron directamente de la tutela de sus padres a la de sus maridos, que perdieron la libertad en la que habían vivido sus madres para llegar tarde a la libertad en la que hemos vivido sus hijas, he escrito este libro”.

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