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El cáncer de una espectadora se convierte en materia teatral

Una imagen de 'Convertiste mi luto en danza'

Pablo Caruana Húder

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Convertiste mi luto en danza es el segundo montaje que dirige Paco de la Zaranda junto a su dramaturgo, Eusebio Calonge, al margen de su propia compañía La Zaranda. El anterior fue La extinta poética, un montaje de gran repercusión que se llegó a prorrogar en el Teatro Español en 2016. De hecho, la compañía ha decidido quedarse con ese título como nombre del elenco. Ahora, para esta nueva obra que se representa en el Teatro Fernán Gómez de Madrid hasta el día 30 de enero, repiten dos de sus actrices, Laura Gómez-Lacueva e Ingrid Magrinyà, y se une una tercera, Inma Nieto. Las tres abordan el texto creado por Calonge a partir de una carta recibida por la madre de una espectadora de La Zaranda, María Pisador, joven teatrera y poeta que murió tempranamente debido a un cáncer.

Pisador, nacida en Hondarribia en 1976, llegó a Madrid para estudiar teatro en el año 1994. En esta ciudad y con apenas veinte años comenzó a pintar, hacer teatro y escribir poesía. Una tarde fue a ver a La Zaranda y se volvió “penitente” del teatro ritual, pictórico y místico de la compañía jerezana. Una vida llena de entusiasmo y planes, de cosas por hacer, que se vio truncada a los 22 años al enfermar de un cáncer que se la llevaría en apenas diez años.

Con la enfermedad comienza un periplo de lucha, el “tiempo en no” como lo denominó Pisador en una serie de sus poemas. Un periplo en la que esta guipuzcoana trata de sobrevivir a la enfermedad, de no sucumbir a la depresión, de seguir haciendo e ilusionándose. De este “tiempo en no” trata la obra. Una de las últimas voluntades de Pisador fue ir a ver a “su” Zaranda al Teatro Principal de San Sebastián en una tarde de marzo de 2007. Para ello, tuvo que montarse un dispositivo que le llevase en ambulancia desde Pamplona al teatro. Poco después, fallecería. Aquel periplo pasó desapercibido para la compañía y tan solo fueron conscientes tiempo después cuando su madre envió la carta. Una carta que conmocionó a la compañía y que motivó el texto de la obra que Calonge tardó más de diez años en escribir y que la Zaranda estuvo seriamente pensando en montar.

Finalmente, el dramaturgo y el director de la Zaranda decidieron apostar por montarla con su nueva compañía, La Extinta Poética, lo que les permitía trabajar con más libertad un texto lejos de la línea de La Zaranda, un texto más narrativo y que requería abordar los personajes fuera del esperpento y el clown grotesco tan característicos de La Zaranda. La obra narra ese horrible periplo de lucha contra la enfermedad que acaba en muerte y se convierte en radiografía sintética de la vida. Vemos a Pisador desdoblada en dos actrices pasar por médicos y tratamientos o lidiar con las lógicas de los bancos con alma hormigonera. Vemos en este montaje sus reflexiones, sus anhelos y sus miedos, su pregunta constante de si una vida sin esperanza es posible. El montaje va volviéndose más angustiante a medida que se acerca el final. Paco de la Zaranda dispone un espacio de juego infantil, de columpios y toboganes, como ring metafórico de esa lucha. Columpios que son recuerdos de balanceos con chirridos, toboganes que son propulsores de viaje y esperanza. Las interpretaciones son medidas, sobriamente naturalistas en algunas escenas, trabajadas desde la técnica de la biomecánica de Meyerlhold en otras, y con juegos de distanciamiento entre personaje y actriz interesantes. Un trabajo actoral que tan solo se rompe en ciertos momentos más cercanos a la danza interpretados por la coreógrafa y actriz Ingrid Magrinyà. La obra, desde una manera de hacer muy distante al de La Zaranda, sigue ahondando en ese teatro que nace del grito, de la necesidad de compartir un dolor.

El teatro desde la conmoción

Wilson Escobar, periodista y profesor colombiano, biógrafo de La Zaranda hasta 2002, cuenta en su libro La Zaranda: tanta pasión… tanta vida una anécdota que ya forma parte de la mítica de esta compañía. Su pluma, ya de por sí proclive a la épica, describe la reacción del público del Festival de Manizales ante la primera obra que esta compañía representó en Colombia, Mariameneo, Mariameneo, uno de los grandes montajes de La Zaranda. Escobar cuenta cómo después de un silencio sepulcral del público al finalizar la representación, un hombre descamisado baja por la escalera central de la grada y al llegar a la altura del proscenio levanta los brazos y comienza a rezar como si fuera el hombre que van a fusilar en el cuadro de Goya. Apoteosis y síntesis de cómo un continente recibió en los años ochenta a esta compañía que diez años antes estaba en las plazas de Jerez actuando para el pueblo.

América comprendió más que nadie el acercamiento de La Zaranda al hombre, un hombre perdido, arrojado a un páramo gastado y al mismo tiempo lleno de anhelo y de voluntad de trascendencia. Comprendió más que nadie su teatro ritual y sacro que surge como revuelta al descreimiento, a un descreimiento que es por otro lado parte consustancial de cada personaje de La Zaranda. La Zaranda no niega a Dios, lo busca, y eso quizá Europa lo ha olvidado. Paco de La Zaranda, fundador, actor y director de la compañía después de que otro de los padres de ella, Juan Sánchez, se hiciera a un lado, cuenta sintéticamente porqué en todo América La Zaranda es venerada: “Mi padre me decía: 'Paco, pase lo que pase, lleva los zapatos limpios. Si llevas los zapatos limpios no te puede pasar nada'. Cuando voy por Madrid, miro los zapatos de la gente, nadie los lleva limpios. Pero en Latinoamérica los llevan impolutos. Un público de zapatos sucios no puede ser un buen público”.

Cuando la anécdota de ese hombre que acabó rezando en un teatro de Colombia la cuenta la misma Zaranda, la cosa cambia. Pasamos del mito al recuerdo lleno de nostalgia y risas: “Manizales, 1988, había que tener cojones para ir al teatro. El público entraba con un dispositivo militar tremendo, con gente parapetada con metralletas. Había dos tipos con metralletas mirando al público durante toda la función. Y cuando acabó es verdad que salió Ramiro Tejada, a quien por entonces no conocíamos, y se puso de rodillas”, recuerda Calonge sobre aquel espectador que no era otro que uno de los críticos y teatreros más relevantes de Medellín. “Nosotros no salíamos a saludar, nos quedábamos quietos, paralizados en escena hasta que se iba el último espectador. Y nada, que no podíamos irnos, que allí seguía este hombre parado de rodillas y los policías venga a mirarle”, añade Paco de la Zaranda.

La Zaranda tiende al mito porque el mito es misterio y búsqueda, palabras en las que se basa su concepción del teatro. Pero también porque alrededor del mundo, entre los cientos de funciones que han hecho desde Japón hasta Antequera, esta compañía es capaz de levantar en el espectador una conmoción ante una belleza inasible y no meramente estética, una conmoción donde el presente se para y se detiene el mundo; y el espectador, perdido en la zozobra de ir viviendo, puede reconectar con una parte olvidada de sí mismo, con una esfera íntima donde se aloja la condición humana, nuestra voluntad de trascendencia y nuestro miedo a la muerte. Esto es lo que le sucedió, como a tantos otros espectadores anónimos, a María Pisador. Ese es el tipo de teatro que barruntaron Gaspar Campuzano y Paco de la Zaranda, ambos jerezanos, cuando se encontraron en una calle de Madrid en los años setenta y se dijeron que querían hacer otro teatro, independiente al que estaba en boga en esos años, el teatro independiente. Ese es el tipo de teatro que Juan Sánchez dio forma y que luego continuó Eusebio Calonge desde que firmara Perdonen la tristeza en 1992. Y es esta misma preocupación el tema subyacente y central de la obra: el papel que juega el arte en la vida del ser humano, en una vida que todos sabemos cómo acabará.

Creo que la revolución carece, sobre todo, de poesía. Al obrero lo que le han quitado es el sentido poético de la existencia. Le han vendido mucho humo y no le han dado la constatación del sentido poético del presente

Eusebio Calonge Dramaturgo

La necesidad de crear de María Pisador, de buscar belleza y sentido, nos habla también de la necesidad de estos dos teatreros fundamentales que ya viejos, trasteados y laureados, han decidido embarcarse en una nueva aventura y abandonar su Zaranda para probar nuevos caminos. Sobre todo ello conversó con ambos este periódico. De fondo, el Café Gijón de Madrid. Recuerdos de otra época, de bohemios trapisondas adictos al sablazo, de un Madrid de los ochenta donde acudían ambos jerezanos a la jarana, el encuentro y la charla. Hoy el Gijón luce más solo, los personajes desaparecieron y reina una infeliz asepsia.

A falta de poética en la política

Durante la conversación, Calonge y Paco de la Zaranda van recordando y situando. Hablan de su último paso por Cataluña y sus empresas de producción teatral, una experiencia que los dejó exhaustos y desencantados, “todo lo que tenía que decir lo dije en El desguace de las musas”, explica Calonge sobre esa obra esperpento donde quedan bien retratados empresarios y la sociedad del espectáculo. Reflexionan también sobre el teatro y el poder al rememorar su propia historia: “Cuando La Zaranda nació el teatro independiente estaba ocupando poltrona. Los grupos de teatro independiente más que teatro lo que hacían era política, lo que la gente aplaudía era lo que se decía políticamente. No cogimos ese tren. Y no quiero que parezca que no reconozca la labor social que el teatro independiente hizo en los años setenta. Fue muy importante. Y ahí hay mucha gente que yo respeto teatralmente muchísimo”, explica Paco de la Zaranda. “Pero a La Zaranda sí le interesó esa vena popular del teatro independiente, un teatro que pudiera llegar a todo el mundo. Lo que ocurrió es que ese teatro al final acabó naciendo desde los despachos políticos. Muchos usaron el teatro como trampolín”, complementa Calonge.

Poco a poco comienza a emerger en la conversación el núcleo primigenio de esta compañía: “La Zaranda más que político lo que tiene es un sentimiento de rebeldía. Claro que creemos que el teatro es revolucionario, pero creemos más en una revolución poética, no política. Creo, como Simone Weil, que la revolución de lo que carece, sobre todo, es de poesía. Al obrero lo que le han quitado es el sentido poético de la existencia. Le han vendido mucho humo y no le han dado la constatación del sentido poético del presente. A mí me lleva a escribir un sentido revolucionario contra la muerte, por ejemplo”, explica Calonge.

“Siempre entendí el teatro como una obra de arte. El arte expresa la condición del ser humano. De ahí surge la emoción y por eso te transporta. Mira, será ridículo, pero yo hoy a las cuatro de la mañana estaba despierto preguntándome, después de una charla sobre Calderón con un amigo, si al ser humano le llega la libertad porque la busca o simplemente te llega de viejo. Uno puede creer que la libertad es una cosa suya, personal, que uno es el dueño de su vida y que es uno mismo el que la marca, pero es un poco cretino creer que uno es tan grande. Al fin y al cabo, hay uno más grande que tú que un día vendrá y te dirá: ‘Cállate ya, que nos vamos’ ¿Dónde está ahí la libertad? Ahí no puedes decir que no, ahí te vas. La poesía te inicia en ese camino hacia lo perdido. Hoy en día, con todo el ruido que hay, lo que hace falta es un teatro que te diga: párate y escucha. Eso es muy complicado”, añade Paco de la Zaranda. “Eso mismo que dice Paco es lo revolucionario y es lo que hay que rescatar. El sentido de la evolución en el progreso es mentira, es humo, eso es hacia el futuro y así nunca llegaremos a nada. Pero el presente, ¿quién nos lo detiene? Hay que ser capaz de contemplar la belleza en el presente”, concluye Calonge.

Al señalar que hay una menor esperanza en Convertiste mi luto en danza que en otros montajes de La Zaranda ambos reaccionan: “Nadie es capaz de decir que Dios existe, ni nadie es capaz de decir Dios que no existe. El que ha experimentado a Dios no lo puede decir. Tu puedes vivirlo y mostrarlo, poco más”, espeta Paco de la Zaranda. “El simple hecho de la transmisión de una obra ya es un acto de fe”, añade Calonge. “María Pisador quería ser recordada y de alguna manera sigue viva. Hace una docena de años que murió y aquí estamos. Ha conseguido lo que quería. Es increíble pero es así. No se fue. Está con nosotros. No podemos tampoco decir que todo sea una metáfora, que la poesía ha podido con la muerte. Pero ha podido. De momento lleva doce años ganándole la batalla a la muerte. Y no solamente es recuerdo, la vida misma es un recuerdo, el presente es un fluir que ya se fue”, concluye Paco de la Zaranda.

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