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Juan Carlos: clown y comisionista

Luis Bermejo como el rey // Foto: OjoVivo

Paula Corroto

“No tengo trono ni reina ni nadie que me comprenda, pero sigo siendo el rey” canta una voz recordando la famosa sonata de José Alfredo. Mientras, un hombre envejecido se remueve en su asiento. Tose y escupe como si estuviera a punto de vomitar bilis. De fondo, escucha las palabras de Felipe VI durante su proclamación como rey, pero el anciano no quiere ver lo inevitable. Él quiere seguir sintiéndose el monarca, el hacedor de la democracia, el adalid de los últimos cuarenta años que comenzaron un 22 de noviembre de 1975 como le recuerda un fantasma que no es otro que Juan Luis Cebrián, el presidente del grupo PRISA. Pero ahora Juan Carlos, casi decrépito, ya está acabado y desahuciado. Ya no hay más ‘juancarlismo’.

Así se presenta El rey, la última obra escrita por Alberto San Juan e interpretada por el propio San Juan, Luis Bermejo –en la piel de Juan Carlos I- y Willy Toledo, que se estrena el jueves en el Teatro del Barrio. No hay ningún pudor en retratar al monarca- o alguien que podría ser muy parecido- con enconada mordacidad. El montaje, que recorre toda la vida del rey desde el 25 de agosto de 1945 en el que el generalísimo decidió que aquel chaval hijo de Don Juan recibiera su educación en España, está preñado de humor e ironía. Recursos que recuerdan a la compañía Animalario y a otras obras como la famosa Alejandro y Ana sobre la boda de la hija de Aznar. Parco en su estética escénica –un sofá, unas sillas, un colchón-, pero denso en el mensaje.

“Es cierto que me he planteado si alguien puede denunciarnos, pero el texto está revisado por dos abogados”, explica San Juan a eldiario.es. Y han encontrado justo el momento para representarlo. En pocos días se cumplirán cuarenta años del inicio de la Transición cuando aún aquel Juan Carlos era un joven rubio que iba a cambiar el Régimen. Y que casi toda España creyó o quiso creerlo.

Un rey payaso

Luis Bermejo interpreta al rey. A ratos parece un clown, una caricatura, pero sabiendo muy bien lo que hacía. El montaje tiene una estructura cronológica. Comienza con el final de su reinado, pero después da un salto en el tiempo hasta situar al espectador en los inicios con Franco como su principal valedor. Durante toda la obra pasan por el escenario personajes de la más reciente historia de España –interpretados por San Juan y Toledo- y algunos de los momentos clave, que se detallan con la fecha en la que sucedieron.

De esta manera, el público se encuentra ante un joven Juan Carlos recibido por Franco en el Pardo el 24 de noviembre de 1948, un pre Rey que besa la bandera franquista y un chaval que mata “accidentalmente” a su hermano Alfonso. Ese es el contexto a partir del cual se va a desarrollar todo lo demás: la boda con Sofía de Grecia en 1962, la inversión económica en estos jóvenes por parte del Banco Popular –el texto está cuajado de nombres, apellidos e instituciones reales- y la decisión de apear a Don Juan de la monarquía para que sea rey su hijo. Por decisión, por supuesto, de Franco.

En la obra, los primeros años setenta quedan reflejados como aquellos en los que se escribió la narrativa de la posterior Transición. En una breve escena aparecen Carrero Blanco, recién nombrado presidente del Gobierno porque sí, Henry Kissinger y el propio Juan Carlos. Charlan, beben y consensuan “la inauguración del liberalismo”. Así se hacían las cosas en España, insiste la obra. Surge entonces de entre las sombras un joven Adolfo Suárez y el príncipe calma a los franquistas, se levanta y con una copa en la mano proclama: “No quiero que los vencedores de la Guerra Civil se convierta en los vencidos de la Democracia”. El montaje describe sin sutilezas lo que vendrá después.

Comienza la fiesta democrática. Un rey que dice que no habrá derramamiento de sangre mientras Salvador Puig Antich es ejecutado por el garrote vil. O un rey que promete la estabilidad económica y el reflote del país mientras los autores del texto le hacen quedar como uno de los principales comisionistas. “Tenía la necesidad de recuperar los privilegios que me habían sido robados y lo consigo”, cuenta al público un excitado Juan Carlos. Eran los principios de los ochenta.

El 23F y el papel del rey

El mayor acontecimiento de la Transición, el golpe de Estado del 23F, no pasa desapercibido. El texto plantea la idea–una vez más- del rey como uno de los principales tramadores o, al menos, enterado del asunto. Aparece Rodolfo Martín Villa, del que se muestra su perfil político y empresarial: franquista, ministro de la UCD, presidente de Endesa, presidente de Sogecable y finalmente, perseguido por la justicia argentina por los crímenes franquistas. Y aquel que en la obra no duda en decir que el 23F fue “el contrato final, el trazado de lo que después sería el espacio mental”. Esto es, la narrativa de la Transición modelo.

Llega 1982, la victoria socialista y Felipe González. Suárez está acabado, pero Juan Carlos sabe adaptarse a los tiempos. Incluso a los más duros: sí, también aparecen los GAL. “Yo conseguí que indultaran a Vera y a Barrionuevo”, le espeta el rey a González, a quien, no obstante se le ve más cómodo porque sabe que ese rey está ante sus últimos momentos de gloria.

El montaje no entra en los años más recientes con excepción del famoso “no lo volveré a hacer más”. La caricatura está hecha y a los autores no les hace falta recordar las cacerías en Botswana o sus historias con empresarias alemanas a cuenta del erario público. Es más, casi como si no hubieran ocurrido: de repente, ese rey anciano muere y es enviado al pudridero de El Escorial. El texto explica cómo podrían ser estos fastos: ante el ataúd se repetirá su nombre tres veces y si no responde es que el rey ha muerto. Eso es lo que queda cuarenta años después. Como explica San Juan, “nosotros planteamos proyectos incómodos, pero es que no se trata de entregar una verdad atractiva sino de cuestionarla”. El espectador que saque sus conclusiones.

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