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Sobre este blog

No sabemos muy bien adónde vamos, nunca lo hemos sabido, aunque a veces hemos creído que sí. Pero hasta aquí hemos llegado y desde aquí partimos cada día para intentar llegar a algún otro sitio, procurando no perder la memoria y utilizando el sentido crítico a modo de brújula. La historia —es decir, los que se apropien de ella— ya dirá la suya, pero mientras tanto nos negamos a cerrar los ojos y a dejar de usar la palabra para decir la nuestra. En legítima defensa.

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No sabem ben bé a on anem, mai no ho hem sabut, encara que de vegades hem cregut que sí. Però fins ací hem arribat i des d’ací partim cada dia per a intentar arribar a algun altre lloc, procurant no perdre la memòria i utilitzant el sentit crític a tall de brúixola. La història —és a dir, els que se n’apropiaran—ja dirà la seua, però mentrestant ens neguem a tancar els ulls i a deixar de fer servir la paraula per a dir la nostra. En legítima defensa.

La normalidad

Ventanas en la fachada trasera de un edificio.

Joan Dolç

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La novedad no es que haya una pandemia. A estas alturas todos sabemos que por estos pagos hubo una parecida hace cien años, que las ha habido a lo largo de la historia y que las sigue habiendo en sitios hacia los que nadie mira y de las que casi nadie habla. Como otros se han encargado ya de señalar, la novedad reside en que es la primera vez que una de ellas paraliza el mundo. Y lo hace cuando la velocidad a la que necesitan correr el dinero y las mercancías es más grande que nunca, cuando la concentración de poder depende no tanto del trajín de tropas como de trasiego de capital y de bienes, incluidos en esta última categoría los seres humanos. Que el mundo se pare y que lo haga en un momento como este, eso es lo extraordinario. Y esa tendría que ser la oportunidad para conseguir que se produzca algún cambio radical que haga bueno aquello de «no hay mal que por bien no venga».

Las entidades bancarias que están ampliando su negocio al socaire de la situación, las compañías de distribución de energía que nos cobran las tasas más altas de toda la Unión Europea, las operadoras de telefonía que aprovechan el confinamiento para endiñarnos planes de datos que luego querrán cobrarnos a precio de oro, todas las corporaciones y empresas que se anuncian estos días en unos medios hambrientos de inversión publicitaria han adaptado sus mensajes para convencernos de que pronto volveremos a «la normalidad», todas tienen prisa en que retomemos el hilo allí donde lo dejamos y en que nos mentalicemos de que todo volverá a ser como era. Un poquito mejor si cabe, porque mientras nosotros dejamos que transcurra nuestro cautiverio rascándonos la tripa, seguro que ellos no han parado de devanarse los sesos con la idea de que todo vuelva a funcionar mejor que nunca.

Tienen ellos más ganas de abrir las puertas del corral que nosotros de salir a pastar. Solo quieren estar seguros de que el número de cadáveres no atranque su preciada maquinaria económica y financiera. La tropa de fariseos que corta el bacalao en la sombra es estratégicamente muda, hace todo lo posible para no mancharse su boquita virginal, pero para eso ya están sus voceros. Algunos, como Boris Johnson, se han atragantado con sus propias palabras, pero siempre hay gente dispuesta a hablar alto y claro. Aquí hay quien hace tiempo quiso empezar abriendo las mercerías. En Alemania ya están repartiendo viáticos para mandar a la gente al tajo. En EEUU tenemos, por ejemplo, a un tal Trey Hollingsworth, representante republicano de Indiana, que el pasado 14 de abril declaró a la WIBC-FM que «la postura del gobierno americano ha sido siempre decir que, puestos a escoger entre la pérdida de nuestro sistema de vida y la pérdida de vidas americanas, siempre hemos escogido lo segundo». Si a ese la vida de los estadounidenses le importa un bledo, imagínense las del resto.

Con el confinamiento «estamos perdiendo décadas de progreso», hemos podido leer en las declaraciones de uno de esos expertos que son a los periódicos lo que los letreros de neón a un barrio chino. Se nos hace creer que el progreso, entendido como una huida hacia adelante, como un desarrollo persistente e infinito que se justifica a sí mismo, nos blinda contra las pandemias, cuando todo indica que nos expone a ellas. Al mismo tiempo, y desde el mismo frente, hay quien va avisando de que habrá una pandemia cada quince o veinte años porque la globalización económica —esa es la formulación actual de «progreso»— es inevitable. Siguen con el mantra de Margaret Thatcher: «There is no alternative». Quieren que nos vayamos haciendo a la idea.

Y en este mismo periódico, hay quien trata de aprovechar la situación para exigir que se haga ya el Corredor Mediterráneo ¿De verdad que, con la que está cayendo, tenemos que escuchar las mismas falacias que cuando se exigía el trasvase del agua con la excusa de que era necesario para la agricultura? ¿No hemos aprendido nada? ¿Para qué queremos endeudarnos con más megainfraestructuras? ¿Para que prosperen la industria logística en general y los puertos en particular, esos entes con tendencia a la elefantiasis, cada vez más autónomos y desligados de su realidad urbana y social, que tan determinantes son para que avance el modelo de desarrollo económico global? ¿Para que, en el mejor de los casos, sigamos comportándonos como dóciles semovientes que transportan dinero de aquí para allá? ¿No hemos quedado en que hay que reforzar el comercio de proximidad, en que hay que incentivar la industria local, en que tenemos que incrementar nuestro nivel de autonomía en todos los ámbitos de actividad? ¿O es solo hasta que pase la tormenta?

El capitalismo no actuará jamás para frenar el modelo de desarrollo que nos conduce hacia las catástrofes naturales no porque no reconozca la existencia de fenómenos como el calentamiento global ni porque no se sienta amenazado por ellos, sino porque esa lucha es incompatible con su propia razón de ser: there is no alternative. Quieren que nos vayamos acostumbrando al cambio climático y a lo que conlleva porque todo el capital está invertido en un negocio de escala planetaria y su objetivo es el de impedir a toda costa que baje la tasa de beneficio global. No están dispuestos a permitir la existencia de actividades no especulativas, como una sanidad cien por cien pública, y no están dispuestos a propiciar ningún tipo de autosuficiencia local. Porque el problema es el capitalismo mismo. Y, como dice un buen amigo, no hace falta ser marxista para darse cuenta, aunque hemos de reconocer que ayuda.

Este es un modelo económico que nos obliga a desplazarnos varios quilómetros al día para ir a trabajar, cuando no a ir de un territorio a otro con todos nuestros bártulos, y a consumir todos los días productos que, estemos donde estemos, vienen de la otra punta del planeta, desde el punto en que más barato se produce al punto en que más caro se paga. La distancia se ha convertido en un factor de rentabilidad. A raíz del confinamiento muchos alaban ahora los beneficios del teletrabajo, pero se olvidan de que hay algo todavía mejor, que además posibilita que las relaciones humanas tengan física y química: el pleno trabajo en el entorno geográfico y social inmediato. Lo teníamos no hace tanto, cuando, sin salir de la calle en que vivías, te encontrabas con un tejido productivo en el que te podías integrar, y una completa red de servicios que te proporcionaba un nivel de bienestar razonable.

El tópico de moda dice que estamos viviendo la tercera guerra mundial y que, al contrario que las dos anteriores, esta es fundamentalmente económica. No deja de ser un consuelo. Pero reconozcamos que esta de ahora comporta una evidente desventaja respecto a aquellas. En las dos primeras nos percatamos enseguida de que no somos más que carne de cañón al servicio de intereses más altos que el que representan nuestras vidas, mientras que en esta nos cuesta un poco más llegar a tan macabra certeza. Si para algo sirve o debería servir la pandemia y el recogimiento forzoso es para abrirnos los ojos. No nos lo están poniendo fácil con tanto mindfulness mediático, pero por falta de tiempo para reflexionar por cuenta propia, no habrá sido.

En uno de los anuncios antes mencionados la pandemia aparece simbolizada por una ola que se va retirando poco a poco y va descubriendo una playa impoluta. Eso es una mistificación de publicista fumado. Lo que aparezca se parecerá más bien a aquella costa llena de detritus que dejó el tsunami de Tailandia. Habrá que limpiarla. Aprovechemos también para hacer un balance de daños tras más de dos siglos de progreso continuado y hagamos unas cuantas reparaciones. A estas alturas ya sabemos que «más» no es «mejor»; que la mayor parte de la tecnología que estamos desarrollando no sirve para nada, es estúpida y pueril, y los sueños que nos vende, también; que la naturaleza sigue mandando sobre nuestras vidas; que estamos inermes ante el aumento descontrolado de las variables que la globalización ha introducido en un lapso de tiempo extremadamente corto, y que la exposición a las pandemias es tan solo una de las muchas que se avecinan. Ante tal perspectiva podemos empezar ya a acaparar papel higiénico o ver cómo nos hacernos con la batuta. Y en el caso de conseguirlo, más nos vale acertar con la partitura.

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No sabemos muy bien adónde vamos, nunca lo hemos sabido, aunque a veces hemos creído que sí. Pero hasta aquí hemos llegado y desde aquí partimos cada día para intentar llegar a algún otro sitio, procurando no perder la memoria y utilizando el sentido crítico a modo de brújula. La historia —es decir, los que se apropien de ella— ya dirá la suya, pero mientras tanto nos negamos a cerrar los ojos y a dejar de usar la palabra para decir la nuestra. En legítima defensa.

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No sabem ben bé a on anem, mai no ho hem sabut, encara que de vegades hem cregut que sí. Però fins ací hem arribat i des d’ací partim cada dia per a intentar arribar a algun altre lloc, procurant no perdre la memòria i utilitzant el sentit crític a tall de brúixola. La història —és a dir, els que se n’apropiaran—ja dirà la seua, però mentrestant ens neguem a tancar els ulls i a deixar de fer servir la paraula per a dir la nostra. En legítima defensa.

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