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Los adolescentes migrantes de la Casa de Campo: abandonados, sin permiso para trabajar y señalados

Fotografías de un grupo de menores extranjeros no acompañados tutelados, la mayoría por la Comunidad de Madrid, en un parque del distrito de Hortaleza

Marta Maroto

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Para hablar de sí mismo Osama echa mano de su riñonera, donde guarda toda su documentación: un pasaporte marroquí y una tarjeta de residencia que le señala con mayúsculas como “ex mena tutelado, no autorizado para trabajar”. Hace cinco meses, cuando cumplió la mayoría de edad, fue trasladado del centro de de Ceuta para menores extranjeros no acompañados (de aquí las siglas MENA) a la Península, donde los días pasan.

“Por el día busco comida y por la noche voy a dormir a un coche abandonado en Vallecas”, explica sin energía en el parque de la Casa de Campo que rodea el centro de acogida de menores que han migrado solos. Este espacio, con 66 plazas, se habilitó en abril de 2019 y desde principios de este año y en junio, con un paréntesis durante el confinamiento, está siendo objeto de descontento por parte de los vecinos debido al aumento de robos con violencia en el barrio, de los que algunos vecinos culpan a los chicos migrantes.

Junto a Osama, Ibrahim (nombre ficticio), menor acogido, explica en árabe que en junio la policía tuvo que desalojar a un grupo de chicos “mayores”. Al tener más de 18 años, ya no estaban bajo la tutela de la Comunidad de Madrid y se habían quedado en la calle. No tenían dónde pasar la noche, así que se quedaban en las proximidades del lugar de acogida, donde los menores podían llevarles algo de comida que sacaban de dentro.

“Date una vuelta y verás que lo que se ha dicho en los medios no corresponde. Se ha magnificado mucho, y cuando ves las noticias hay imágenes de otros centros”, explican dos trabajadores frente a las puertas abiertas de las instalaciones. Efectivamente, ya no queda rastro de ninguna acampada. Varios vecinos que suelen pasear por la zona aseguran haber escuchado historias de robos y tener miedo, pero nunca haber sufrido ningún incidente.

“Es injusto que se tache a todos de delincuentes cuando no es así”, continúa un empleado del centro, que pide no ser identificado. Explica que el porcentaje de menores que caen en estas actividades delictivas es muy bajo, estima la cifra de un 5%, y cuenta que la mayoría de los niños y niñas “no han venido porque les apetezca venir a España, sino que llevan un largo camino a sus espaldas” y que, una vez aquí, “tienen que buscarse la vida porque sus padres esperan muchísimo de ellos”.

En la parada de metro de Batán, Paqui denuncia que ha sufrido un robo en su bar. Pasado lo peor de la pandemia y unos días antes de volver a abrir, unos chicos se llevaron varias botellas y dinero en efectivo de la caja. A las pocas horas, gracias a un vecino que había localizado en las vías del tren un molinillo de la cafetera, encontraron la mayoría de las botellas semienterradas. Paqui advierte: “Yo creo que está muy mal gestionado, si tú vienes a un país sin padre, ni madre, ni nadie que se preocupe por ti, entiendo que tiene que ser duro… por eso yo no hablo de racismo, en absoluto, sino de la mala legislación, tienen muy malas condiciones”, continúa.

A mediados de junio llegó a haber entre 50 y 60 chavales durmiendo en mantas y entre la maleza, utilizando el arroyo como servicio. La mayoría eran adultos procedentes de otros centros e incluso del mismo de la Casa de Campo, desamparados una vez que cumplieron la mayoría de edad. Un pequeño grupo de ellos instaban a los menores a que cometieran pequeños delitos por los alrededores, según un testigo. El malestar de los últimos meses, que estalló en los medios de comunicación a principios de junio después de un robo violento en las inmediaciones del espacio de acogida, ha llevado a las asociaciones de vecinos a pedir el traslado de los niños para reconvertir este centro privado, gestionado por la Fundación Diagrama, en lo que era antes, un albergue juvenil para estudiantes y jóvenes.

El año pasado, ante la saturación en Madrid del centro de Hortaleza, que por entonces era el único de primera acogida para niños que migran solos, se abrió el de Casa de Campo. Aunque las denuncias por falta de recursos suelen ser habituales en estos espacios, en este no falta personal ni ningún tipo de dotación, según los trabajadores.

Además, se realizan talleres y charlas para facilitar la integración: el primer domingo de julio, el mismo día que un grupo de vecinos se manifestaba para pedir el cierre del centro de menores, en un colegio cercano se desarrollaba una actividad comunitaria en la que varios niños participaron con música, bailes y comida.

El grupo de ultraderecha Vox trató de capitalizar el descontento con la reciente visita de su diputada Rocío Monasterio y también contra el centro ha arremetido Loreto Sordo, concejala popular por el distrito Moncloa-Aravaca, que envió el pasado 18 de junio una carta al consejero de Políticas Sociales, Alberto Reyero (Ciudadanos), solicitando “el traslado” de los menores a “un recurso habitacional más adecuado a las especiales necesidades y de inclusión social”.

En sintonía con la opinión de muchos vecinos se han expresado esta mañana el alcalde de Madrid, José Luis Martínez-Almeida, quien ha asegurado que la solución a este “problema”, según ha denominado, “no tiene que pasar necesariamente por un traslado”. El regidor ha insistido en su intervención de que esto no se trata de “un ejercicio de xenofobia ni de racismo” y ha sugerido al consejero que “se establezcan una serie de programas que mantengan ocupados” a los menores para “que no estén en la calle haciendo otras cosas”.

Reyero, por su parte, no ha contestado a la carta de Sordo, y simplemente se ha limitado a asegurar que “los problemas” están vinculados “a un número muy limitado” de los chavales. “Hemos vivido una situación muy complicada tras estar encerrados en el centro muchos meses. Es complicado para todos y también para los chavales que viven allí”, ha explicado Reyero, que se ha comprometido tras un encuentro con el delegado del Gobierno en Madrid, José Manuel Franco, a “buscar soluciones para que puedan llevar una vida que les permita insertarse en la sociedad”, informa Sofía Pérez Mendoza.

Diego Rodríguez Villegas, responsable de menores en la Federación de Enseñanza de Comisiones Obreras, considera que un traslado no soluciona el problema, sino que lo desplaza a otro lugar. “Es un bucle. Con la ley en la mano tienen muy pocos recursos”, explica por teléfono en referencia a las trabas administrativas a las que se enfrentan los niños migrantes para obtener el permiso de trabajo, lo que, en última instancia, les fuerza a una situación de calle y vulnerabilidad.

En febrero, el Gobierno trató de flexibilizar y facilitar el acceso a esta autorización mediante una instrucción con la que se dictaba que la tarjeta de residencia debe llevar aparejada la posibilidad de trabajar, explica Patricia Fernández, abogada de la Fundación La Merced Migraciones. Sin embargo, la pandemia y la lentitud en la aplicación han hecho que muchos niños que han cumplido los 18 años durante estos meses sigan en este limbo.

Hay otros factores que provocan estas situaciones de abandono institucional que terminan por generar contextos de pobreza y empujan a cometer delitos como, según Fernández, la escasez de planes educativos que realmente se adapten a las necesidades de los chavales. “Muchos niños llegan rozando la mayoría de edad, y en este periodo corto de tiempo tienen que recibir una formación que les permita salir adelante”, abunda la abogada, que denuncia también la falta de plazas en los programas para chicos de entre 18 y 21 años ex tutelados por la Comunidad de Madrid, a través de los que sí pueden acceder a un puesto de trabajo.

“La vida en España es como una bazuca, cada día es muy duro”, resume Ibrahim. Salió de Marruecos hace dos años, cuando tenía 15, en los bajos de un camión que cruzaba la frontera. Marchó directamente a Holanda y Alemania, donde cuenta que los programas formativos para menores de edad eran más completos que en España. Sin embargo, no quiso pedir asilo político porque aquello le impediría regresar a su país, donde su madre y tres hermanos viven tratando de sobrevivir al desempleo y la pobreza.

Así que vino a Madrid, donde esperaba poder obtener la residencia, un permiso de trabajo, y comenzar una vida que le permitiera, como a otros de sus compañeros, enviar algo de dinero a casa. A un año de salir del centro de menores, apenas habla español y no puede más que encogerse de hombros cuando le preguntan cómo se ganará vida cuando cumpla los 18 y la Comunidad de Madrid, responsable de estos chicos, deje de protegerle.

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