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Un día con Sabah, la mujer ceutí que abre su casa para ayudar a cientos de jóvenes marroquíes

Sabah atiende a gente en situación vulnerable desde que empezó la pandemia y cientos de trabajadoras transfronterizas se quedaron atrapadas en Ceuta.

Gabriela Sánchez

Ceuta/Madrid —
29 de mayo de 2021 22:09 h

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Se acerca el momento de comer y decenas de jóvenes marroquíes recién llegados a Ceuta se arremolinan frente una gran vivienda blanca próxima a la antigua prisión de la ciudad. En su interior, el trasiego en las escaleras es constante. Mientras Said sube a la azotea para darse una ducha, Aziz pregunta por el baño y Hamed rebusca entre los diferentes montones de ropa organizados por tallas sobre los sofás rojizos de una gran sala de estar. Otros tantos esperan en el patio el reparto de los bocadillos que Aisha ya prepara con cariño: “Como si fuese para mis hijos”. Es hora punta en casa de Sabah.

Con turbante blanco, vestido negro hasta los pies y una imponente presencia a los 60 años, Sabah controla desde el centro de su salón la actividad generada cada mañana en la casa familiar. Para organizar todo este barullo, su voz se eleva de vez en cuando por encima del resto. Quienes allí se congregan callan y escuchan con respeto las palabras en árabe de la mujer ceutí que, junto a varias vecinas, los apoya desde su llegada a Ceuta: “Muchos de ellos ya me conocen, llegan preguntando por 'la casa de Sabah'”.

La vivienda en la que residían los padres de Sabah se ha convertido en un punto clave para cientos de marroquíes que, tras su entrada a la ciudad a nado el lunes y martes de la semana pasada, malviven en las calles ante el miedo a una devolución. Cada día, calcula, alrededor de “300 personas” pasan por aquí en busca de una ducha, un bocadillo de tortilla, un calzoncillo limpio o un poco de conversación.

“¿Te cuento una cosa? No bebo ni agua para evitar ir al baño, para no perder tiempo. Esto es un no parar”, dice Sabah entre risas mientras dobla algunas de las camisetas donadas por vecinos u organizaciones que quieren apoyar su labor. “Nos acaban de traer 10 kilos de ropa, ¡qué alegría! ¡qué falta hacía!”.

Su labor empezó en el confinamiento

La mujer empezó a atender a gente en situación vulnerable durante el confinamiento, cuando cientos de trabajadoras transfronterizas se quedaron atrapadas en Ceuta. “Aquí durmieron durante un año varias personas que no podían volver a Marruecos. Cuando vi en qué situación se quedaban pensé: es el momento de hacer algo con la casa de mis padres”, recuerda Sabah. Antes de la pandemia, la mujer trabajaba en una nave del polígono del Tarajal donde vendía ropa del hogar: “Con la frontera cerrada está todo parado, así que aprovecho para ayudar”.

No es la primera vez que esta casa del barrio de Los Rosales está abierta para recibir a quien viajase a la ciudad, aunque entonces alojaba a personas con un perfil diferente: “Mi padre era militar y, cuando venía alguien importante de la península, siempre pasaba por aquí. A veces, venía gente que no tenía dónde dormir, porque aquí antes apenas había hospedajes, y mi familia abría las puertas”. Cuando su padre murió, su madre continúo con esa tradición. Después, lo hizo su hermana. Cuando esta última falleció, la conocida vivienda acabó cerrada.

Hasta que llegó el turno de Sabah. “Con la pandemia, mi marido llegó y me dijo: 'Han cerrado la frontera y hay mujeres y niños en la calle”. No pude dejar esta casa cerrada, nos pusimos manos a la obra“, recuerda. En el confinamiento, sus diferentes estancias llegaron a albergar a 40 marroquíes atrapados en la ciudad autónoma. ”Hacía mucho frío e hicimos un llamamiento a la ciudad para que hiciesen donaciones. Así empezó todo“, dice la ceutí, que reconoce que ahora su esposo le pide que baje un poco el ritmo: ”Yo le respondo que estoy exhausta, pero feliz, porque hago lo que me gusta“.

Trabajo en equipo: los recién llegados también ayudan

En la planta superior, Aisha pela y ralla patatas sin descanso. A su lado, un enorme barreño guarda decenas de huevos recién cascados. En la cocina la acompañan Suleiman, Faussi y Marian, tres de los cerca de 8.000 jóvenes que el pasado lunes, según las estimaciones de Interior, rodearon a nado el espigón fronterizo del Tarajal.

“Les conocemos desde el lunes. Hemos cogido confianza y vienen a ayudar”, dice la mujer, de 46 años, que desde hace un año se encarga de cocinar para las personas atendidas en esta vivienda. Hace la tortilla con esmero. El tomate frito que utiliza para los bocadillos, detalla, siempre es casero; y está orgullosísima del sofrito de pimientos que les sirvió el día anterior. “Yo cocino como en casa, todo casero, todo bueno”, añade, mientras el olor a la patata pochada se extiende por toda la cocina.

Sus pinches cortan la cebolla concentrados y con bastante agilidad. Tanto Suleiman como Faussi eran camareros en sus ciudades natales (Tetúan y Rincón, respectivamente). Marian, de Castillejos, cuenta que ha pasado varias noches en la calle. Dice tener 16 años y ha migrado a España para ayudar a su familia. Mientras la escucha, Aysha no puede evitar las lágrimas: “Les veo a ellos y veo a mis hijos. ¿Cómo pueden venir aquí solos?”.

La preocupación de Sabah

Cuando ya empieza a esconderse el sol, alrededor de las 19 horas, un joven marroquí se acerca a la vivienda y pregunta a Sabah si puede cargar su móvil. “Sí, entra, pregunta por ahí. Habrá algún cargador”, le dice al joven mientras sigue atendiendo a elDiario.es. “Muchos vienen y piden hablar con sus madres. Es una desgracia lo que está pasando. Yo les digo que ahora, que han venido tantos, y con la falta de empleo derivado de la pandemia, quizá no es el momento de migrar”.

Mientras esperan su turno para entrar en la vivienda, riñe a algunos de los menores que pasan por allí. Su tono se parece al de una madre, esconde más preocupación que ira: “¡Pero si a ti te llevé ayer a la nave de los menores!, ¿qué haces en la calle otra vez? Que te puede pasar algo...”, le dice a un adolescente que no supera los 15 años.

“De verdad, acabo de hacer unas llamadas y me aseguran que desde ese centro no echan a Marruecos a los menores, es mejor que estar en la calle”, trata de convencer al adolescente. La desconfianza en las instituciones entre los migrantes recién llegados evita que incluso los niños quieran acudir a las dependencias de “acogida” del Estado por temor a una devolución a su país de origen. Prefieren estar en la calle. Sabah no lo entiende, pero no deja de atenderlos.

Preparadas para la segunda hora punta de la jornada, el momento de la cena, Sabah y sus amigas descansan en el comedor y comentan el día alrededor de unas tazas de café y unos pasteles. De vez en cuando, la mujer se levanta para atender a las vecinas y vecinos que entran en la vivienda para entregar más donaciones o, simplemente, para darle las gracias. “Te admiro mucho”, le dice una señora que pasa por la puerta de la vivienda. La mira con devoción. Tampoco le faltan las críticas: “Algunos se quejan, pero a mí me da igual. Es mi dinero, es mi casa y hago lo que quiero”.

Aunque su labor llega a un mayor número de jóvenes marroquíes recién llegados que en el caso de otras iniciativas vecinales, Sabah no es la única ceutí que durante la crisis humanitaria de Ceuta se está volcando para echar una mano.

Durante las últimas semanas, en los alrededores de la frontera del Tarajal y de la barriada de El Príncipe, hombres y mujeres anónimos han recorrido las calles ceutíes con vehículos repletos de bocadillos, galletas o bricks de leche. Algunos han hecho batidas en busca de migrantes durmiendo al raso para ofrecerles comidas o mantas o han dejado cajas de alimentos en el paso fronterizo, por si alguno de los arrepentidos intenta volver a Marruecos y tiene el estómago vacío. Otros han abierto sus casas y aún acogen a jóvenes o niños, atemorizados de salir por miedo a ser devueltos a su país.

“¿Has visto cómo ha respondido el pueblo de Ceuta? Se ha volcado”, dice a elDiario.es un guardia civil fronterizo, después de conversar un rato con un grupo de vecinas solidarias en plena noche.

Ya de madrugada, ni Sabah ni sus amigas han vuelto a sus casas. Pasada la medianoche sigue apareciendo gente en busca de ayuda, y ellas se resisten a abandonar el que se ha convertido en un refugio para muchos. Antes de echar la llave hasta la mañana siguiente, ya agotadas, colocan la ropa que permitirá cambiarse a cientos de jóvenes a la mañana siguiente. La vivienda no se queda vacía. En su patio y en la azotea pasarán la noche algunos de quienes más tiempo comparten con ellas, esos que aparecen de vez en cuando por la casa, aterrados, tras una de tantas redadas policiales de las que los jóvenes marroquíes no paran de huir durante la última semana.

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