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A diferencia de la xenofobia, que es el rechazo al extranjero, el desprecio por los nacionales que retornan no tiene una palabra en el castellano. El 14 de abril Francisco Brito, venezolano de 70 años, caminó dos horas entre la maleza con la cabeza agachada para entrar de manera irregular a su propio país.

Cruzó acompañado por otro venezolano y un “trochero” quien le advirtió que no debía mirar a nadie a la cara. El viaje por este lugar le costó 40.000 pesos colombianos (13 dólares; 11 euros, aproximadamente). Brito explica que hubo ráfagas de disparos, por lo que en varias ocasiones tuvo que lanzarse al suelo, y llegó a ver tres cuerpos tendidos en tierra, no sabe si eran fallecidos o heridos, tan sólo alcanzó a observar que tenían rastros de sangre.

Tomar este camino para volver a su país le significaría el rechazo de sus compatriotas, debido a que el gobierno venezolano responsabiliza a diario a las personas que regresan del exterior del aumento de los casos de la COVID-19. Día a día hace énfasis en cuántos de los contagios son importados y del país donde provienen. Incluso, Lisandro Cabello, secretario de la gobernación del estado Zulia, entidad fronteriza con Colombia, señaló que los que regresan de manera irregular son considerados “armas biológicas” y si son denunciados por la comunidad serán procesados por el Ministerio Público venezolano. Las instrucciones, dijo, fueron dadas por el presidente Nicolás Maduro, y por el gobernador del estado Zulia Omar Prieto.

Francisco llevaba 15 días en Cúcuta, ciudad fronteriza de Colombia, cuando decidió volver a Venezuela. Había emigrado en plena pandemia. Camino hacia el Puente Internacional Simón Bolívar, que comunica a San Antonio, municipio venezolano, con el Departamento Norte de Santander, Colombia. Se encontró con otros venezolanos que le advirtieron que si cruzaba el puente tenía que dormir en el suelo en el Terminal de Pasajeros de San Antonio, sin alimentos y a merced de los colectivos, grupos de civiles armados afectos al chavismo. Por ello, argumenta, se arriesgó a cruzar de manera ilegal, por una “trocha” (camino clandestino), ubicada a un lado del Puente Internacional Simón Bolívar.

Ya en San Cristóbal, Venezuela, lo esperaba un amigo para darle posada, pero al llegar se llevó la sorpresa de que los habitantes de su conjunto residencial no se lo permitieron, por temor a que tuviera coronavirus. Frente al impedimento de sus vecinos, el amigo de Francisco llamó a Protección Civil San Cristóbal, quienes lo trasladaron al Centro Diagnóstico Integral (CDI) en donde le hicieron la prueba de COVID-19, resultando negativo, y lo ingresaron al Estadio Metropolitano de Béisbol, que funciona como albergue para retornados. Allí otros 230 hombres tampoco permitían su ingreso por considerar que ya eran muchos.

Maduro se ha referido más de una vez por la televisión pública sobre el COVID-19, como el “virus colombiano” y ha acusado al gobierno de ese país de enviarlo a Venezuela con fines de desestabilización.

El gobierno venezolano, en tanto, a través de la cuenta oficial de Twitter de las Fuerzas Armadas, ha pedido a las comunidades que denuncien de manera anónima si conocen alguna persona que haya regresado a Venezuela por los caminos irregulares. Otros de los tuits los han señalados como bioterroristas: “Un trochero o una trochera infectado es un bioterrorista en tu sector que puede acabar con tu vida o la de tu familia. ¡Denuncia no tengas miedo!”. Por eso se volvió general y cotidiano el señalamiento.

Para este reportaje de Connectas se intentó contactar al ministro venezolano de Relaciones Exteriores, Jorge Arreaza, a través de su asistente vía WhatsApp el día 26 de junio. Hasta la fecha de publicación de este trabajo, la entrevista no había sido agendada. Mientras tanto, Rocío San Miguel, abogada presidente de Control Ciudadano para la Seguridad, la Defensa y la Fuerza Armada Nacional, reaccionó en su cuenta de Twitter a la acusación de Lissandro Cabello: “Migrantes retornados #NoSonArmaBiologica. Palabras de Maduro los exponen a discriminación. Venezuela y Colombia son parte de la Convención Internacional contra armas biológicas, por tanto el Consejo de Seguridad de la ONU puede iniciar una investigación”. 

Tres días después de ingresar al albergue, a Francisco le hicieron la prueba de PCR y resultó negativo. El 26 de abril le informaron del traslado a sus ciudades de origen, por lo que tuvieron que limpiar el estadio y los baños. Funcionarios del Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional (Sebin) le hicieron una reseña con datos personales y fotografías. “Fui tratado como un delincuente”, dice sobre la experiencia.

Anitza Freitez, directora del Observatorio Venezolano de Migraciones de la Universidad Católica Andrés Bello, advierte que no se debe estigmatizar a esta población ni delegar el control de los retornados a la comunidad. “En aras de garantizar los protocolos sanitarios se están violando los derechos de las personas. Esto habla de la escasa capacidad de los estados de proteger a su población”.

En el aeropuerto de Puerto Ordaz le hicieron a Francisco otra prueba rápida de coronavirus, resultando negativo. Lo trasladaron a un hotel donde estuvo otros seis días. Antes de salir, el Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas (Cicpc) lo volvió a reseñar, le dio una certificación de que estaba en buen estado de salud, hecha a mano, y lo dejaron ir.

Después de ese día, y durante un mes, lo llamaron tres veces las autoridades de salud. “La última vez me preguntaron dónde estaba viviendo, porque yo estaba contagiado. Les dije no, ustedes están equivocados. Están hablando de otra persona, pero yo no. Si yo estuviera contagiado, por qué está llamándome por teléfono para decirme eso, por qué no vienen a donde estoy yo y me hacen la prueba”. Desde ese día no lo volvieron a llamar.

Los señalamientos por connacionales, y los impedimentos de regreso a su propio país no es una situación exclusiva de Venezuela. 

Juan, nicaragüense de 38 años, permaneció durante cinco días sobre un puente en la frontera entre Honduras y Nicaragua, antes de que lo dejaran volver a su país.

“Si vos te echás para atrás, la Guardia de Honduras te dice que no, te empuja. Vos querés pasar, viene la Guardia de Nicaragua y te empuja… Tuvimos cinco días al sol. Sin agua, sin bañarnos”, cuenta.

Juan había tardado mes y medio en llegar a la frontera. Dice que al llegar, lo trataron como a un enemigo del gobierno.  

“A nosotros nos friega un tipo. Un hombre que pasaba informaciones. Nosotros entre el medio del sofoque, imagínate estar casi 40 días ahí y querer venir a tu país y sabiendo que las lanchas no la querían dejar ir, uno se pone hablar mal, pues. Pero una de las personas de ahí parecía que era miembro de los sandinistas de aquí y comenzó a decir que nosotros éramos terroristas y a pasar información por WhatsApp”. 

La posición de Nicaragua frente a la pandemia ha sido contraria a la de la región: “Nicaragua no ha establecido ni establecerá ningún tipo de cuarentena. A las personas provenientes de países con riesgo de transmisión establecidos por la OMS y sin sintomatología, no tendrán ninguna restricción en su movilidad y desplazamiento en el país”, dice un comunicado del Ministerio de Salud. Las fronteras no han sido cerradas de manera oficial. Aún así, nicaragüenses por miles han intentado regresar sin éxito de naciones vecinas como Costa Rica y Panamá.

Juan y unos 58 compatriotas no pudieron ingresar cuando llegaron al puesto fronterizo El Guasaule el 17 de abril. Los cuerpos de seguridad de Honduras, por su parte, tampoco le permitieron regresar. Juan, que había viajado desde El Salvador hasta la frontera de Honduras con Nicaragua para volver a casa, quedó durante cinco días justo en el medio del puente que cruza el río El Guasaule. 

El equipo intentó contactar vía correo electrónico el día 26 de junio al canciller nicaragüense Denis Moncada. Sin embargo, hasta la fecha de publicación de este trabajo no se recibió respuesta. 

Como consecuencia del cierre “de facto” de las fronteras, miles de centroamericanos han decidido retornar y se han quedado varados, a la intemperie. Algunos mantienen sus planes en marcha y están varados en países de tránsito. Otros, tienen sus procesos migratorios en los países de acogida congelados y cientos han sido deportados.

En la región se implementan políticas “no dichas” antirretorno. Una nota de prensa de las Naciones Unidas denunció el 23 de abril que el cierre de fronteras en Centroamérica y México, como medida para prevenir la propagación del coronavirus, afecta en gran medida a los migrantes, desplazados y refugiados en la región. 

“Por ejemplo, el cierre de la frontera de Panamá con Costa Rica, así como la de El Salvador y Honduras, ha provocado que migrantes queden atrapados en condiciones de hacinamiento y limitado acceso de salud, información, alimentación, agua y saneamiento”, dice la nota.

Además advierte que estas poblaciones son vulnerables a comportamientos xenofóbicos y discriminatorios. Por ejemplo, en Honduras, un Centro de Atención al Migrante Retornado tuvo que cerrar por protestas de la población local en contra del ingreso al país de estas personas por miedo a contagiarse.

Rafael Hernández, coordinador del Doctorado en Estudios de Migración en El Colegio de la Frontera Norte explica: “Indudablemente los flujos migratorios han tomado una nueva dinámica que está muy acorde con algo que históricamente los ha caracterizado, se acoplan o responden a las circunstancias o al contexto. Entonces, es un hecho que hay menos población en movimiento y menos flujo por el cierre de fronteras en Centroamérica, la política de deportaciones, detenciones, de devolución expedita. Lo cual tampoco quiere decir que se haya detenido la movilidad humana. Por ejemplo, personas que están solicitando asilo en México, incluso en Estados Unidos, siguen moviéndose, siguen ingresando al país, tratando de acercarse a la frontera, pero en menor medida”.

Mientras millones de latinoamericanos permanecen en sus casas como medida preventiva a la propagación del COVID-19, otros se mueven, caminan. Esperan una respuesta para ingresar a su patria.

Juan permaneció bajo el sol en el puesto migratorio El Guasaule durante cinco días. Hacía turnos para dormir y comió gracias a las colaboraciones de organizaciones no gubernamentales. Al quinto día, los cuerpos policiales de Nicaragua se apiadaron y le permitieron el acceso.

“La misma policía nos dijo: ´Pásense, hombre, solamente que por aquí -por el puente- no puedes pasar´. Entonces con autorización de ellos nosotros nos pasamos. Honduras al ver tanto sofoque dejó que nos resbaláramos por debajo y pasáramos. La policía dijo: ´Suerte, hombre, que lleguen a sus casas. Solo que nosotros recibimos órdenes´.

En un país cercano, en Guatemala, las dificultades han venido por cuenta de las comunidades. Fue la situación de Carlos Cumes, de 19 años, según reseña el medio La Marea. Carlos fue deportado de Estados Unidos a Guatemala. Antes del viaje le hicieron la prueba de la COVID-19 en el centro de detenciones. Luego, las autoridades de Guatemala certificaron el resultado. Pero en su comunidad no le permitieron el paso. “Él venía ya con sus papeles, pero las personas no se quedaron conformes, nos dijeron que nos iban a linchar igual a mi hermano y a toda la familia”, contó su hermano a La Marea.

Una amenaza que no había llegado

 “Estuvimos en un basurero. Entonces con esas cosas que ya no servían, telas y nylons (bolsas de plásticos), nos hemos hecho como unas casitas esperando las noticias de la presidenta o de alguna autoridad”, recuerda Sofía, boliviana de 25 años, quien estuvo en un campamento improvisado en Huara. Esperó durante 10 días en esas condiciones, las respuestas del Estado boliviano para poder regresar a casa. 

Al encontrar la frontera cerrada y, antes de improvisar el campamento, los compañeros de Sofía reunieron sus documentos y fueron hasta el consulado. Pero, les respondieron que no podían ayudarlos.

“Lo bueno es que el Ejército de Chile nos ha ayudado. Los carabineros nos traían comida y el Ejército también. Algunas iglesias nos daban donaciones, gracias a Dios ahí nos iban ayudando, pero respuestas, para nada. Y esos diez días estuvimos abandonados”, cuenta Sofía.

Violeta Tamayo, activista boliviana de Profesionales por los Derechos Humanos y contra la Represión Estatal y de la agrupación Mujeres Pan y Rosas, identifica tres momentos para entender la situación de los bolivianos que por la pandemia se vieron forzados a retornar al país.

Primero, la problemática migratoria por la que miles de bolivianos emigran en condiciones altamente precarias, en su mayoría a Argentina y Chile para desempeñarse como trabajadores estacionarios. Un segundo momento en el que la crisis sanitaria por la COVID-19 llega con fuerza a la región y se producen los despidos. Finalmente, la agudización de la pandemia y el trato del Estado boliviano que, desde la perspectiva de Tamayo, mostró un lado “cruel” por la falta de atención hasta transformarse en una “crisis humanitaria”.

El 28 de marzo, la alcaldía de Huara había logrado conversar con autoridades orureñas para que dejen ingresar a los ciudadanos bolivianos varados. La alcaldía chilena gestionó transporte, todos esperaban en la frontera; sin embargo, las autoridades bolivianas no dieron orden para el ingreso.

Al día siguiente la canciller de Bolivia Karen Longaric anunció la repatriación en coordinación con el Ministerio de Defensa, y que se haría “bajo estrictas reglas sanitarias”. Pero se suspendió la actividad. “Por decisión presidencial, las fronteras se mantienen cerradas y se suspende la repatriación”, comunicó por Twitter. Puede saber más sobre las trabas que se les ha puesto a los migrantes que desean volver a su país en La barrera de la desidia, la siguiente parte de este especial.

El 1 de abril la Dirección de Migración de Bolivia anunció la instalación de un campamento en Pisiga, ahora llamado centro de cuarentena. Ese mismo día la Cancillería indicó que los bolivianos deberían esperar a la instalación del lugar para ingresar y anunciaron que realizaron gestiones ante la OIM para brindar asistencia alimentaria y protección a las personas que se encontraban en Huara.

Longaric señaló en su momento que la prohibición no era “un capricho”, sino una acción para proteger a la población y recordó que los primeros casos en el país fueron por personas que llegaron del extranjero. Luego se disculpó por la demora en responder y argumentó que se debió a la logística.

El 3 de abril, se habilitó el campamento “Tata Santiago”, donde Sofía debía cumplir su cuarentena para poder volver a casa. El albergue provisional se armó con carpas de gran tamaño instaladas en un desierto baldío en territorio boliviano. Mientras Sofía cumplía su cuarentena, a 300 kilómetros del pueblo donde está su hogar, sus vecinos bolivianos enterados sobre el fuerte brote de coronavirus en Chile, comenzaron a buscar a las personas que solían viajar a ese país. Identificaron las casas y los denunciaron como posibles casos.

El personal médico, cuenta Sofía, acudió con ambulancias a domicilios señalados e irrumpió junto a los vecinos en busca de los que estarían contagiados. En la casa de Sofía, en ese momento, sólo estaban su mamá y su hija. Ambas se asustaron, no comprendían lo que pasaba. Los denunciantes buscaron en cada rincón, no la hallaron, pero prometieron esperarla.

Sofía confiesa que llegó escondida y permaneció así durante cinco días hasta que decidió encarar a sus vecinos, pues ella ya había cumplido con los protocolos que exige el Estado boliviano.

Transcurrieron dos meses y Sofía permanecía encerrada. Sus vecinos no volvieron a molestarla. Pero ella aún tenía miedo del virus. “Con todo lo que he pasado en la frontera y aparte los días antes (en Huara) creo que he salido traumada. Ya estoy dos meses (en casa) y no quiero ni asomarme a la puerta. No salgo para nada”, cuenta. Su nueva realidad.

Puede leer aquí el resto de historias del especial #HuellasDeLaPandemia.

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