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EN PRIMERA PERSONA

El ataque ultra contra los refugiados de Lesbos, desde dentro: “Pretendían quemarnos vivos”

La Policía griega durante el ataque de grupos de extrema derecha a refugiados el pasado domingo.

Omar Al Said

Lesbos (Grecia) —
  • Omar Al Said, voluntario de la ONG Starfish Foundation, describe el ataque perpetrado por grupos de extrema derecha a refugiados en la isla griega el domingo

Los refugiados llevaban ya seis días acampando como protesta por sus condiciones en la plaza de Safo, en la ciudad de Mitilene, cuando los primeros fascistas empezaron a rodearles el pasado domingo. La Policía tomó posiciones tras los escudos y las porras, comentando y riendo a ratos, sin parecer demasiado preocupados. Las mujeres y los niños refugiados quedaron en el centro de un círculo entretejido por hombres afganos, sirios, iraquíes y palestinos, todos juntos ante lo que pudiera pasar.

Las pancartas, donde se podía leer 'Somos pacíficos', seguían en pie mientras los contramanifestantes de extrema derecha gritaban y coreaban como si fueran ultras en un partido de fútbol.

Las botellas de agua y cerveza, los vasos y bengalas comenzaron a llover esporádicamente. Poco antes, los refugiados se habían organizado para cubrir y proteger con mantas anudadas entre sí a los más pequeños y vulnerables, que esperaban sentados en el suelo, en completo silencio y aterrorizados, que todo pasara rápido. Aún no había anochecido y la plaza ya estaba dividida en dos.

Los fascistas griegos chillaban “quemadlos a todos”, mientras los griegos pertenecientes a grupos solidarios y algunos voluntarios entrelazaban sus brazos con los refugiados sin aliviar la tensión de las mantas que salvaron a mucha gente de ser herida por piedras, petardos de alta potencia y bengalas.

“El objetivo era provocar una respuesta violenta”

La violencia ultra se sucedió en oleadas hasta que amaneció, sin respuesta alguna por parte de los manifestantes. En cada momento de calma tensa, los que estábamos dentro del círculo nos mirábamos con caras de incredulidad, pero decididos mientras se oían voces que casi susurraban “pacíficos” y “no hay problema, amigo mío” en varios idiomas. El objetivo de los atacantes era claro: provocar una respuesta violenta.

Algo me hizo levantar la vista, y, por suerte, reaccioné a tiempo para parar una botella de cristal que iba directa hacia la cara del chaval que estaba delante de mí. La gente empezó a alzar el volumen de sus voces, como cada vez que alguien era alcanzado o estaba a punto de hacerlo, y los fascistas gritaron tan alto como sus voces y cerebros roncos les permitieron.

Jaled, un chico sirio de 21 años nacido en Alepo, me miró con complicidad. Él todavía era un adolescente cuando los helicópteros de Assad lanzaron dos barriles llenos de explosivos en su barrio. Uno de ellos cayó en su casa, pulverizándola hasta los cimientos. Toda su familia murió aquel día, excepto su padre, que había sido secuestrado por el Daesh unas semanas antes.

Sus hermanos pequeños, su madre y tíos se acababan de despertar. Él había salido a por el pan. Un día, Jaled me contó que lo único que alivia algo su dolor es saber que su familia ya no sufre por la muerte de su padre. Entendí perfectamente su mirada. ¿Qué es una botella comparada con dinamita y metralla oxidada? El chico volvió a mirar hacia el cielo lleno de estrellas buscando más proyectiles, y asió la manta que protegía a las mujeres y niños, aún más tensa.

Los fascistas seguían en su intento de provocar una batalla y comenzaron a prender fuego a varios contenedores, a la vez que varios grupos empezaron a rodearnos. Cuando cargaron contra nosotros, la Policía casi no respondió, solo se ocupó de parar los contenedores en llamas que habían sido lanzados contra las familias. En lugar de responder, los agentes se limitaron a lanzar gas lacrimógeno demasiado cerca de los refugiados, ciudadanos y voluntarios que formábamos el cordón de protección, y lejos de los desgraciados que pretendían quemarnos vivos.

Entonces, piedras y bengalas empezaron a llover desde todas las direcciones. Un grupo de afganos recogió algunas de las botellas de agua que nos estaban lloviendo para rociar las mantas y evitar que se prendieran fuego. Dos niñas que estaban en el centro del círculo sufrieron quemaduras por una de las bengalas que con mala suerte, pasó a través de un agujero.

Decidí que lo mejor que podía hacer en ese momento era evacuar a los heridos y personas en estado de shock. Un grupo de doctores alemanes, holandeses y españoles atendía a mujeres y niños en una calle cercana, mientras los afectados por el gas lacrimógeno eran llevados a un bar que estaba lleno de gente respirando a duras penas o inconsciente. Las ambulancias no podían llegar hasta allí porque los ultras habían cortado los únicos accesos con contenedores en llamas o grupos de encapuchados armados con palos y cascos de moto.

Alguien me llamó por mi nombre cuando volví otra vez a la plaza. Un abuelo me dio en brazos a su nieto en shock. Corrí con él en brazos y su abuelo hasta aquel bar. El hombre repetía “tashakur” una y otra vez, que significa gracias en persa. Alrededor, ciudadanos y voluntarios intentaban calmar con crema y agua a los afectados.

En Moria aprendí que lo más efectivo que se puede tener a mano cuando los ojos, nariz y garganta te arden por el gas, es lavarse la cara con Coca Cola. Sin gritar para no crear más nervios, les dije a todos que eso era lo mejor que podían hacer. La camarera empezó a sacar cajas de esta bebida que solo uso en situaciones así, y volví a la plaza.

Los fascistas acababan de lanzar un cóctel molotov contra las familias, pero, por suerte, lo recibió un autobús de los guardacostas aparcado en la acera. Los antidisturbios lanzaron un par de granadas con gas lacrimógeno para dispersar a los ultras y estos echaron a correr.

Según iban pasando las horas, los antidisturbios empezaron a rodearnos. El plan estaba claro: iban a desalojar la plaza por la fuerza pasara lo que pasara. Justo antes del amanecer comenzaron a cercar a las familias. Primero empujaban con los escudos y gritaban para apelotonar y asustar a la gente, después paraban unos minutos para volver a empezar. Aquella mañana supimos el número de detenidos: 118 refugiados, incluidas 25 mujeres y niños, y dos activistas griegos. Ningún fascista fue arrestado.

“La isla se siente más triste y tensa de lo normal”

Tras el desalojo, la Policía se llevó uno a uno a los refugiados a autocares que los trasladaron a Moria. Unas 7.000 personas malviven ahora hacinadas en este centro de registro y detención en condiciones inhumanas donde cada proceso legal puede tardar años, suspendiéndolos en limbos burocráticos y entrevistas con las autoridades que reviven cada momento de dolor pasado. Cerca de 10.000 en toda la isla de Lesbos. La mayoría huyen con sus familias de genocidios y dictadores, pero los hay que solo ansían una vida mejor. Acarrean traumas que pocos pueden imaginar en esta orilla del Mediterráneo.

Estos días la isla se siente más triste y tensa de lo normal. Cada noche con buena mar llegan a una isla llena cinco o seis botes de salvamento, unas 300 personas. Los equipos de rescate siguen preparados para asistir a los que esquivan a los guardacostas turcos, Frontex y guardacostas griegos.

Muchos de los que otean la mar cada noche son buenos amigos míos. Buena gente a la que no le importa ser invisible mientras puedan hacer algo para aliviar algo de sufrimiento. Los apociquis [almacenes] de ropa y objetos no comestibles continúan en la lucha de obtener suficientes zapatos de hombre y mujer, pañales y carritos para bebé, que aquí siempre hacen falta. Kara Tepe, el campo para familias, sigue siendo un ejemplo para el resto del país, aunque nadie merezca vivir en un campo de refugiados.

El centro de día de One Happy Family está acabando de renovar su parque infantil y exprimiendo cada gota de creatividad para mantener el dinamismo y la armonía en las actividades diarias, y cuidando la huerta ecológica que es, con diferencia, la más bonita y productiva de la isla. Como dijo mi amiga Laura una vez: la isla de Lesbos es belleza y horror. No puedo estar más de acuerdo.

Desde el verano del 2015 he visto y sentido lo mejor y lo peor de nuestra especie. Aquí, con suficiente tiempo, es fácil darse cuenta de las cosas que realmente importan, como resume este corto. El hoy, nos guste o no, es tal cual es y lo seguirá siendo si no empezamos a movernos juntos. 

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