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“Es la primera vez que recibimos el dinero que merecemos”: los trabajadores de la agricultura ecológica en medio de la pandemia en Argentina

Miembros de la Unión de Trabajadores de la Tierra, organización social que promueve la agroecología y la soberanía alimentaria.

Andrea A. Gálvez

Buenos Aires (Argentina) —

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Desde que llegó la pandemia a Argentina, hace más de seis meses, los productos sostenibles y sanos se volvieron una necesidad, se multiplicó la demanda de verduras y frutas de la agricultura ecológica. Muchos de los que sostienen la pequeña producción hortícola son migrantes bolivianos, uno de los colectivos que históricamente han sufrido más discriminación en el país.

Normalmente, viven de forma precaria sin tierra propia, en viviendas informales en las quintas donde producen estos alimentos. Para mejorar sus condiciones de vida muchos están asociados a organizaciones sociales que promueven la agroecología y el comercio justo y reúnen a miles de productores de la agricultura familiar, campesina e indígena de todo el país, aunque el núcleo está en la provincia de Buenos Aires.

Delina Puma y su familia llegaron en el 2010 a Argentina cuando ella tenía 14 años. “Recuerdo que llegamos a las cinco de la mañana y una hora más tarde ya estábamos plantando lechugas. Las familias bolivianas llegan con la idea de trabajar y muchas veces algún familiar, ya en Argentina, les ayuda a comprar el boleto. ”Llegamos sin nada y además debíamos el dinero de los pasajes que nos había prestado un tío y sabíamos que teníamos que ponernos a trabajar porque si no no tendríamos para comer esa semana“, cuenta Delina.

Atrás dejaron Camargo, ciudad conocida por su sol y sus vides. La familia Puma vivía a unos cinco kilómetros y trabajaba el campo. Cuenta que cuando llegaron a Buenos Aires conocieron otra forma de producir, distinta a la que estaban acostumbrados en Bolivia. “Empezamos trabajando en una quinta convencional donde se utilizaban invernaderos, sistema de riego, fertilizantes y herbicidas químicos, para nosotros era una novedad. En mi país, por aquella época, la mayoría de los campesinos no tenían mucha tecnología se trabajaba de forma natural”, recuerda Delina.

La boliviana es la segunda colectividad extranjera más importante de Argentina, después de la paraguaya. Los primeros migrantes bolivianos datan de principios del siglo XX; después, hace unos 70 años, empezaron a llegar temporeros. Muchas veces eran menores de edad traídos para trabajar en el campo a cambio de un sueldo mínimo. Así lo vivió Elías: “La primera vez que pisé Argentina lo hice muy pequeño, se suponía que me trajeron para ayudar, pero en realidad trabajé mucho por muy poco dinero”, cuenta. Llegó para cosechar tomates a la zona de Corrientes, una localidad en la frontera con Paraguay.

Elías siguió yendo a Argentina como temporero y se instaló en el cordón hortícola de la ciudad de La Plata hace 30 años. Asociado a la Cooperativa Moto Méndez, logró que el 80% de sus verduras sean libres de químicos. “Me pasé a lo agroecológico porque es más sano tanto para mi familia como para los consumidores”, cuenta a elDiario.es.

Un poco antes de que Elías se instalara, los bolivianos empezaron a habitar la región del Gran Buenos Aires y la periferia de La Plata. Primero, llegaron como peones y empacadores de tomate; y después se fueron instalando y controlando la producción por la cual recibían un porcentaje.

Hoy en día la mayoría sigue sin tener tierra propia y esto es uno de los principales obstáculos para tener buenas condiciones de vida. “Como alquilamos no se puede edificar, entonces la mayoría vive en casillas de madera muy pobres y con instalaciones eléctricas que ellos mismos construyen, por lo que en verano los incendios son frecuentes”, explica Delina.

Normalmente después de tres o cuatro años el contrato de alquiler vence y se tienen que marchar. Delina cuenta que incluso “a veces se aprovechan, porque las familias durante los años que viven y trabajan en la quinta, ponen el terreno en condiciones, arman los caminos para que entren vehículos, instalan electricidad y cuando ya tienen todo listo el dueño o la inmobiliaria lo ponen a la venta y nosotros nos tenemos que ir a otro lugar”.

Además, uno de los requisitos que se exige para conseguir una certificación orgánica es que la quinta lleve al menos dos años produciendo sin químicos, aspecto que es difícil cumplir y que genera problemas a la hora de vender las verduras. “Como nos tenemos que mudar cada poco tiempo, nos es imposible cumplir las exigencias y llegar a certificar los campos”, cuenta Delina. Debido a esto, empezaron a desarrollar una certificación paralela, agroecológica, que cuenta con el aval de algunas instituciones públicas.

Fue justamente en una de esas mudanzas cuando ella y su hermana conocieron la Unión de Trabajadores de la Tierra (UTT), una organización social que promueve la agroecología y agrupa a casi 20.000 familias en todo el país. A los pocos días recibieron un taller intensivo y el fin de semana siguiente ya eran promotoras en agroecología. Después de tres años visitando quintas, enseñando a otros productores a cultivar sin químicos, hoy Delina es la coordinadora del área de producción. Para ella fue un gran cambio.

“Muchos creen que es imposible trabajar la tierra sin químicos en grandes superficies, al comienzo hicimos un trabajo inmenso de capacitación. Al final la mejor forma de convencerlos fue enseñarles nuestros cultivos, ahora cada vez hay más familias que quieren pasarse a lo agroecológico y que están esperando para un taller”. Aunque aún no existe un registro exhaustivo, se calcula que alrededor de 400 familias trabajan de esta forma y abastecen a más de 10.000 hogares.

Delina cuenta que la mayoría de campesinos que ahora cultivan de forma agroecológica lo hacen porque tuvieron accidentes o enfermedades. “Buena parte de los que hoy en día producen sin químicos alguna vez se intoxicaron o salieron a curar y les agarraba mareos, dolor de estómago, vómitos y alergias”. También porque reducen los costos de producción, los insumos químicos están dolarizados y debido a la alta inflación el acceso se encarece. “Solo en agroquímicos a cada productor se le van entre veinticinco mil y treinta mil pesos al mes, mientras que si se cultiva de modo agroecológico se produce en pesos y se gasta cinco mil como máximo en bioinsumos. La cantidad que se ahorra vuelve en zapatillas, ropa y en mejorar las condiciones de vida de las propias familias”, explica la productora.

Para Delina y su familia organizarse con otros agricultores, empezar a cultivar sin químicos y comercializar las verduras de forma directa mejoró sus condiciones laborales. Según ella, la mayoría que trabaja de forma convencional produce una o dos variedades de verduras por lo que están expuestos a que la cosecha salga mal o no se venda lo suficiente y tengan que tirar parte, tampoco saben cuánto dinero obtendrán al mes.

Normalmente los productores venden los cajones de verduras en las propias quintas a los intermediarios, lo que se llama “a culata de camión”, ellos llevan la producción a los grandes mercados centrales y normalmente vuelven a las quintas unos días después y pagan a las familias. “Los intermediaron pagan lo que ellos consideran que casi siempre es una miseria, otras veces pactan el precio con los productores y hay casos en los que ni siquiera vuelven”, cuenta Delina.

Ahora su familia vende todos los alimentos y son ellos quienes deciden el precio de cada cajón de verduras que sale de sus campos y que se distribuyen directamente a los nodos de venta en la ciudad. De cada alimento reciben el 60% de la ganancia. “Es la primera vez que obtenemos el dinero que merecemos; el mayor esfuerzo lo hace el productor, es el que está todos los días en la quinta, pasan los años y nadie reconoce a los campesinos”, explica.

El trabajo en el campo no conoce horarios, empieza cuando amanece y termina con la última luz del día. Una vez que despiertan, normalmente la madre lleva al colegio a los niños y después trabaja en la tierra hasta el anochecer. Los niños, al llegar de la escuela, también ayudan en las tareas agrícolas. La gran mayoría van al colegio, pero también se dan casos de abandono escolar a causa de la discriminación que sufren. Muchos vuelven a trabajar en el campo.

“No hay fines de semana, ni festivos, todos los días hay que estar en el campo porque si nos descuidamos los cultivos se echan a perder, incluso en invierno los agricultores se levantan entre la noche a hacer humo a causa de las heladas”.

“Cuando comenzamos con los bioinsumos la producción se aceleró”

En otras provincias de Argentina, por ejemplo en Salta, la producción agroecológica recae en gran medida en comunidades originarias y algunos migrantes bolivianos radicados, que muchas veces ya cultivaban de forma natural.

Darío, que sigue la tradición agrícola de su familia, vive en Orán, una ciudad argentina en la frontera con Bolivia, en las yungas salteñas, unos bosques andinos donde el clima es subtropical. Junto con cincuenta familias procedentes de comunidades indígenas guaraní, mapuche, kolla y población boliviana que vive en la localidad cultivan bananas, naranjas, limas y limones que luego venden en distintas provincias. También producen calabazas, pimientos, tomates y otras verduras que abastecen a la provincia de Buenos Aires los meses de invierno. La mayoría de las familias trabajan de seis a ocho hectáreas.

“Las comunidades indígenas ya producían sin químicos pero desde hace unos dos años empezamos a formarnos en agroecología. Cuando comenzamos con los bioinsumos la producción se aceleró, en vez de cosechar en nueve meses, logramos hacerlo en siete y también mejoramos la textura y la calidad de la banana por ejemplo”, dice Darío, también asociado a la Unión de los Trabajadores de la Tierra (UTT).

Esto se notó en las ventas, según Juan Pablo, uno de los responsables de la comercialización de productos agroecológicos de la UTT en Buenos Aires, el aumento de la demanda durante la pandemia fue “enorme”. “Creo que la pandemia ha generado que muchos se replanteen cómo se está viviendo y comiendo en Argentina”, dice Juan Pablo a elDiario.es.

En muchas de las iniciativas de productos agroecológicos se sintió este aumento. Así lo aseguraron los pequeños y medianos distribuidores consultados. El consumidor medio parece estar más interesado en este tipo de productos, también motivado por los precios económicos, el envío a domicilio y la venta de cercanía que aumentó durante la cuarentena.

La comercialización se realiza directamente desde las quintas a los almacenes y nodos de todo el país. “Pasamos de tener 90 puntos de venta en abril a 250 sólo en Buenos Aires, cinco almacenes de venta minorista y un centro de producción mayorista donde concentramos los productos del resto de provincias y de cincuenta cooperativas”, explica Juan Pablo.

El 20 de agosto, aprovechando el boom, la organización de pequeños productores presentó por tercera vez el proyecto de Ley de Acceso a la Tierra en el Congreso, su principal objetivo. Según ellos, no tiene sentido que “el campo que alimenta”, el de los pequeños y medianos agricultores -que produce el 60% del alimento- tenga el 13% de la tierra mientras que el 1% de las empresas agrarias controlan el 36% de la tierra. Estas empresas agrarias hicieron que Argentina fuera conocida como “el granero del mundo” a través de monocultivos de soja, maíz y trigo, cuya cosecha en gran medida se exporta.

Con este contexto de fondo, el Gobierno argentino anunci un plan de inversiones de 12,781 millones de pesos para la agricultura familiar, campesina e indígena, “un sector que produce el 62 por ciento de los alimentos que consumen los argentinos y las argentinas”, según dijo el presidente, Alberto Fernández.

Durante la emergencia sanitaria y con la idea de que los productos sanos sirvan para alimentar a personas que no suelen tener acceso a ellos, la organización en la que está asociada Delina junto con otro centenar lanzaron la “Red de Comedores para una Alimentación Soberana”, acercando verduras y frutas sostenibles a las ollas de los barrios populares para reducir la malnutrición. Sólo este año el Gobierno detectó 75.000 nuevos casos de “desnutrición crónica” de niños de 0 a 5 años. También calcula que el 90% de los barrios pobres del país no tiene acceso a agua potable, uno de los mayores factores de riesgo.

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