En el fondo, el debate sobre la eutanasia se resume en una única cuestión: ¿quién es el dueño de la propia vida? ¿Es la persona o es dios? ¿A quién pertenece? ¿A quien la disfruta o la sufre, o a esas otras personas que, en el nombre de dios, pretenden decidir sobre el derecho a vivir o morir de los demás?
Las respuestas a estas preguntas deberían ser sencillas. Incluso entre quienes creen en dios y, con un mínimo ejercicio de empatía, se pueden poner en el lugar de aquellos para los que la existencia es un suplicio permanente. La vida es un privilegio pero también puede ser un castigo. Y solo alguien tremendamente sectario puede desear para un ser querido la condena de una vida sin esperanza y con dolor.
No se trata de fomentar la muerte. El Estado debe garantizar que aquellos que elijan no vivir lo hagan con todas las garantías y en plena consciencia de su decisión. Pero ya va siendo año de que España aprueba una ley de Eutanasia que regule el derecho de quienes prefieren morir dignamente en lugar de una agonía.
Hoy la eutanasia ya existe en España. Igual que existe el aborto en aquellos países donde está prohibido. Existe en la ilegalidad, en la clandestinidad, lo que supone un posible calvario judicial para aquellas buenas personas que quieren ayudar a un ser querido que decide acabar con su vida y no puede llevar a cabo un suicidio.
Así murió Ramón Sampedro, hace ya 22 años. Su amiga, Ramona Maneiro, puso a su alcance cianuro, y se jugó la cárcel por cumplir su voluntad. Fue detenida y se libró de una condena por falta de pruebas. Siete años después, cuando el delito había prescrito, confesó la verdad. No había nada de lo que avergonzarse, pero sí un serio riesgo penal.
No es un capricho del Gobierno regular la eutanasia, para que ejercer el derecho a morir con dignidad no dependa de la heroicidad de los amigos de quien toma esa decisión. Es una necesidad real, que afecta a miles de personas en España, que mañana nos puede afectar a todos, y que cuenta, desde hace años, con el consenso mayoritario de la sociedad.
Solo desde el sectarismo religioso, desde la certeza de que la vida no es propiedad de quien la disfruta o la sufre, se puede cuestionar el derecho a decidir la propia muerte. Y solo desde el populismo más rastrero se puede intentar mezclar este debate con un supuesto “recorte de costes” en la Sanidad pública, como ha hecho el portavoz del PP José Ignacio Echániz en un gesto rastrero, de enorme indignidad.
La derecha sabe bien que los viejos argumentos contra la eutanasia casan mal con la sociedad actual. Muy pocos están dispuestos a aceptar hoy que la vida es propiedad de dios y solo él la puede quitar; y que por eso el suicidio es un pecado mortal. Por eso la derecha recurre a este discurso falaz. O mezcla el debate de la eutanasia con el exterminio nazi y la “solución final” contra los judíos.
Dentro de unos años, cuando la eutanasia esté regulada y toda la sociedad –también la derecha– pueda recurrir a ella sin temor a una represalia penal, repasar sesiones parlamentarias como la de este martes en el Congreso provocará vergüenza ajena. La misma que hoy produce recordar los argumentos que, en su momento, utilizó la derecha contra todas las ampliaciones de derechos y libertades que se han aprobado en los últimos cuarenta años en España; el mismo sonrojo que hoy provoca repasar qué decían sobre la ley del divorcio o sobre el matrimonio igualitario.
Al igual que en otros debates sobre libertades individuales, la derecha no entiende que ejercer estos derechos es opcional. Que no se trata de matar a nadie contra su voluntad, igual que nadie te obliga a casarte con una persona de tu mismo sexo. Que depende de la libertad del individuo. Esa que creen todopoderosa cuando se trata de ser “dueño” de tu propio hijo –en el falso debate del veto parental–, pero no lo es cuando se trata de ser dueño de tu propia vida.
El cinismo de la derecha en estos asuntos que tanto le cuesta digerir se resume en una anécdota, que sirve de categoría: el mismo Mariano Rajoy que llevó al Tribunal Constitucional la ley del matrimonio igualitario de Zapatero acabó bailando la conga en la boda de Javier Maroto con su marido.
Todo valía para hacer oposición contra Zapatero. Todo vale también hoy contra el Gobierno de coalición.
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