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Con la decisión de hoy, Pablo Iglesias empieza su retirada de la política. El último órdago de un líder del que se pueden criticar muchas cosas, pero no que se aferre a los cargos, o que pretenda vivir toda la vida de la política
15 de marzo de 202122:51 h
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Doble o nada. Como todo en la carrera política de Pablo Iglesias. El órdago constante de un líder del que se pueden criticar muchas cosas, pero no que se aferre a los cargos, que no asuma riesgos, o que pretenda vivir toda la vida de la política. Hay quien lo llama temeridad, o exceso de autoestima. Hay quien lo llama osadía. Hay que tener mucho valor, o estar muy loco, para lanzarse de esta manera al precipicio de los retos imposibles. Solo aquellos pilotos que no tienen miedo a morir se atreven a entrar así de rápido en las curvas.
Este año se cumplirán diez años del 15M. Nadie, una década atrás, habría podido pronosticar esta historia. Que el espíritu del “no nos representan” iba a dinamitar el bipartidismo. Que de esas plazas surgiría un partido que cambiaría para siempre la política. Que lo pondría en marcha un desconocido profesor universitario que, en 2011, tenía como único altavoz un pequeño programa en una tele local de Vallecas. Que estaría muy cerca de asaltar los cielos; sobrepasar al PSOE que Pablo Iglesias Posse fundó hace 140 años. Que este nuevo Pablo Iglesias aguantaría todo tipo de presiones, todo tipo de marrullerías, hasta lograr otro imposible: entrar en el primer Gobierno de coalición en España desde hace casi un siglo. Y que una vez logrado este objetivo, apenas 14 meses después, dejaría el sillón para lanzarse a otra batalla que hoy tantos dan por perdida.
En las últimas dos décadas, la derecha solo ha perdido las elecciones en Madrid en tres ocasiones.
La primera, en mayo de 2003, la solventaron con el Tamayazo. La segunda, en las generales de 2004, se la ganaron a pulso, con sus mentiras del 11M. La tercera, en mayo de 2015, fue una victoria pírrica de la izquierda, y Cifuentes gobernó por los votos perdidos en la candidatura de IU que se quedó fuera por no llegar al 5%.
La derecha, cuando se moviliza, alcanza los dos millones de votos en Madrid. La izquierda no supera los 1,7 millones desde 2004. Es un margen inmenso. Una distancia abismal entre ambos bloques. Unos bloques donde ya no hay matices: que serán en estas elecciones –¿la batalla del Jarama?– más nítidos que nunca.
El dominio de la derecha en Madrid parece imbatible. Un cuarto de siglo de gobiernos neoliberales ha cambiado la sociedad; la ha transformado a su imagen y semejanza. No es casual que Madrid tenga el menor porcentaje de educación pública de toda España. O el mayor porcentaje de ciudadanos en la sanidad privada, mientras la pública es de la que menos invierte por habitante. El PP ha fabricado a sus propios votantes, a los que primero ha expulsado de los servicios públicos y después ha convencido de que no merece la pena pagar impuestos por un Estado del bienestar que cada vez usan menos.
La derecha también ha aprovechado este cuarto de siglo en el poder de Madrid para construir su propia red clientelar, como todo gobierno que se perpetúa. Y una potente maquinaria de medios de comunicación afines, capaces de convertir a una medianía como Isabel Díaz Ayuso en la nueva Margaret Thatcher, en la futura Donald Trump castiza.
No desvelo nada que ya no sepan. Madrid es de derechas. Más de derechas que nunca. Una anomalía respecto a la mayoría de las grandes capitales europeas, que suelen ser más progresistas que el resto del país. Tiene también que ver con la paradoja en la que vive esta ciudad –la villa y sobre todo corte– que nunca ha sido tan fuerte económicamente como hoy respecto al resto de España, pero que manda menos que nunca antes en su historia.
Esa contradicción –ser el rico y no el que manda– ha generado una indignación reaccionaria, una pulsión autoritaria. El modelo autonómico ha dado mucha riqueza a Madrid, y también menos poder político. Son más fuertes y más débiles al mismo tiempo, y eso enfada mucho. Un cabreo de derechas que se ha agravado con esa coalición con ministros comunistas, donde los votos de vascos y catalanes también deciden quién gobierna; donde ya no solo mandan las élites madrileñas del barrio de Salamanca. ¡Qué se habrán creído!
A esa batalla perdida se lanza Pablo Iglesias. Como un piloto kamikaze contra el portaaviones, en la que probablemente serán sus últimas elecciones, gane o pierda. Para intentar frenar, como último servicio a su partido, el que apunta será el primer Gobierno de España de la derecha extrema de Ayuso con la ultraderecha de Vox. Dos siameses del aguirrismo, el árbol corrupto del que todos ellos han nacido.
Con Iglesias, solo parece haber dos opciones: o muy a favor, o muy en contra. O se le quiere o se le odia. También en la izquierda. Genera a su alrededor una polarización superlativa: por su forma de ser y sus errores, y también por las enormes campañas en su contra. En Madrid, los que le odian son amplia mayoría. ¿Su llegada a estas elecciones aumentará la participación? Eso es seguro, y también subirá la polarización. La gran duda es otra: ¿a qué bloque movilizará más? ¿A la derecha o a la izquierda?
La respuesta se sabrá dentro de apenas mes y medio. Si esas encuestas –que certifican que a Iglesias en Madrid se le odia mucho más de lo que se le quiere– permiten pronosticar que su llegada al tablero de juego en realidad favorece a la derecha, porque la enciende aún más; o si, por el contrario, esto sirve para activar a la izquierda, que llegaba derrotada a las urnas frente a una derecha que ya no podía estar más crecida.
Para Ayuso, si su bloque suma la mayoría, la llegada del líder de Podemos a la Asamblea de Madrid puede ser una estupenda noticia. ¿Acaso Vox y lo que quede de Ciudadanos –si es que queda algo– se atreverán a no darle ese gobierno en solitario que el PP anhela si la otra opción solo puede pasar por Pablo Iglesias?
Pero la decisión de Iglesias también le puede reconciliar con una parte del electorado que había perdido. Se decía de él que se quería aferrar al sillón –al contrario, ahora lo abandona–. Que haría cualquier cosa para seguir en política y enterraría en el camino a su partido –al contrario, hoy queda claro que Unidas Podemos ya no corre en Madrid riesgo de quedarse por debajo del 5%–. Que había convertido a Podemos en una empresa familiar donde su mujer heredaría el chiringuito –al contrario, señala como sucesora a la que objetivamente es la mejor candidata, Yolanda Díaz–.
Habrá que ver también qué hace después Iglesias, que ha anunciado que no repetirá como candidato a la presidencia del Gobierno. Si cederá realmente el liderazgo de su partido, con todas las consecuencias. Si con su sucesora ejercerá de Zapatero, y dejará equivocarse y acertar a Yolanda Díaz, o no sabrá retirarse, como Felipe.
El terremoto que se inició en Murcia aún no ha terminado. Ni en la derecha ni en la izquierda. Queda todavía por ver qué hará Más Madrid. Si la izquierda tiene una oportunidad en estas elecciones pasa por que no se pierda un solo voto.
Es un reto muy difícil, pero no completamente imposible. Porque Ayuso y Monasterio no solo movilizan a la derecha: también –y mucho– a la izquierda. Del colapso de Ciudadanos pescarán la mayor parte PP y Vox, pero el PSOE de Ángel Gabilondo también puede atraer a esos votantes moderados que no buscan la revolución, ni tragan a Iglesias, pero tampoco pueden con ese discurso del veto neandertal, la homofobia y el negacionismo de la violencia machista. Porque, al igual que ocurrió en 2015 con la candidatura de IU, puede ser hoy Ciudadanos quien reste una parte de sus votos a la derecha por no llegar al 5%. Hay partido, aunque para la izquierda sea en un terreno de juego tan difícil.
Con la decisión de hoy, Pablo Iglesias empieza su retirada de la política. Falta por saber si ganará su última batalla imposible o si es una misión suicida.
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