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Espacio para la reflexión y el análisis a cargo de parlamentarios europeos españoles.

Disciplinar al pobre

El primer ministro holandés Mark Rutte, que presentó ayer la dimisión en bloque del Gobierno neerlandés
17 de enero de 2021 21:40 h

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Hace dos días, el 15 de enero, el Gobierno de los Países Bajos dimitió en bloque a raíz de un escándalo de discriminación institucional. La dimisión es más bien simbólica, ya que el Ejecutivo se mantendrá en funciones para capitanear la transición a un nuevo Gobierno que saldrá de las elecciones de marzo. El hecho de haber dimitido ahora, a las puertas de unas elecciones y en mitad de una pandemia, puede ser fruto del cálculo electoralista. Sin embargo, e independientemente del carácter oportunista que pueda tener la decisión de Mark Rutte y su gabinete, la historia es digna de análisis y reflexión, porque los mecanismos de disciplinamiento y punición de las personas más vulnerables que necesitan ayudas públicas para sobrevivir están más extendidos de lo que podríamos pensar, y no son nuevos.

Al mismo tiempo, el uso cada vez más intensivo y extensivo de nuestros datos y la digitalización de un número cada vez mayor de procesos administrativos pueden aumentar el riesgo de control y disciplinamiento de dichos grupos de población si estos procesos no se desarrollan con suficiente transparencia y control democrático, es decir, sometidos a una regulación específica.

El origen del escándalo que ha provocado la dimisión del Gobierno es una actuación continuada de las autoridades de los Países Bajos cuyo objeto era identificar posibles fraudes en las ayudas familiares por parte de personas que necesitaban ese dinero para poder llevar a sus hijos a la guardería –un gasto que suele ascender a unos 1800 euros al mes por niño o niña– mientras ellas trabajaban para mantener a sus familias. El servicio tributario retiró la ayuda a unas 26.000 personas sin disponer de auténticas pruebas de fraude, pero tomando nota del lugar de procedencia de los supuestos estafadores. Es por este motivo que se conoce que la mayor parte de las personas que sufrieron esta agresión institucional son de origen turco o marroquí, aunque muchas de ellas poseen la doble nacionalidad.

Son, por tanto, tan holandesas como los ministros del Gobierno, o la propia Eva González, abogada de padres españoles y nacida en Extremadura que destapó el caso. Estas familias vieron sus ayudas bloqueadas a pesar de presentar la documentación en regla, y en muchos casos se les exigió reintegrarlas, lo que llevó a muchas personas a endeudarse hasta niveles que en numerosos casos destrozaron su vida y a ser estigmatizadas como defraudadoras cuando su único delito era ser pobres, trabajadores mal pagados en una sociedad opulenta.

Esto ocurrió entre 2013 y 2017, en pleno deslumbramiento austeritario, durante un periodo en que el credo neoliberal de la austeridad y la frugalidad mal entendidas contaron con un gran apoyo político, mediático y cultural, lo que facilitó que gobiernos formados por personas cargadas de prejuicios los desplegaran alegremente desde las instituciones. Mientras disciplinaba a sus trabajadores pobres y mal pagados de origen inmigrante acusándolos de fraude, el Gobierno holandés castigaba a los países del sur de Europa con la austeridad y los acusaba de malgastar el dinero público de manera escandalosa. Creo que nadie ha olvidado al holandés Jeroen Dijsselbloem, presidente del Eurogrupo, cuando en marzo de 2017 dijo: “Uno no puede gastarse todo el dinero en copas y mujeres y luego pedir que se le ayude”. Los ricos pueden gastarse el dinero en lo que quieran, los pobres no.

El periodista británico Owen Jones escribe en su libro Chavs. La demonización de la clase obrera: “Todos somos prisioneros de nuestra clase, pero eso no significa que tengamos que ser prisioneros de nuestros prejuicios de clase”. Él lo sabe muy bien, porque si hay un país donde los sucesivos gobiernos han sabido culpabilizar a las clases trabajadoras receptoras de ayudas estatales y han perfeccionado el proceso de disciplinamiento y mercantilización de sus vidas es Gran Bretaña, si bien en estos años de desarrollo neoliberal no ha estado sola. Creo que compartir algunos ejemplos de cómo funcionan estos mecanismos de culpabilización y disciplinamiento puede ayudarnos a comprender lo extendidos que están y el peligro que corremos si no sometemos el proceso de digitalización a firmes medidas de control y regulación.

Margaret Thatcher comenzó a disciplinar a la mano de obra británica acabando con los sindicatos, demonizando las ayudas públicas y ofreciendo la posibilidad de compra de muchas viviendas sociales para cambiar las preferencias políticas de la clase obrera británica. Los tories querían acabar con la idea de que “todo es gratis” y comenzaron a justificar a través de su think tank, curiosamente denominado Centro para la Justicia Social, la condicionalidad de las prestaciones y su vinculación al comportamiento individual de los prestatarios, que era convenientemente investigado. Se puso el foco en el fraude que cometían las clases menos pudientes con las ayudas públicas, a pesar de que, incluso en el hipotético caso de que todos sus receptores hubieran defraudado, el monto total habría sido muy inferior al resultante de las malversaciones y la evasión de impuestos consentidos a las clases más pudientes. Pero en las vidas y los gastos de estas nadie hurgó.

La llegada del Nuevo Laborismo de Tony Blair y Gordon Brown al poder entre 1997 y 2010 no cambió lo esencial de este sistema de control y disciplinamiento. Su insistencia en la meritocracia y, por tanto, en la responsabilidad individual de los logros no hizo sino ahondar en estos procesos. Por ejemplo, en 2005, el Gobierno introdujo la evaluación de la capacidad de trabajo, un test que debían realizar periódicamente todos los solicitantes de prestaciones por desempleo (incluidas las personas con discapacidad) para que se pudiera valorar si eran o no aptos para el trabajo. Este sistema siguió siendo aplicado y mejorado con entusiasmo por los nuevos gobiernos tories a partir de 2010. Si los solicitantes eran considerados aptos, se les revocaban parcialmente las ayudas y se les presionaba para que aceptaran cualquier trabajo a cualquier precio y bajo cualquier condición.

Para colmo, el examen no lo llevaba a cabo un departamento público sino una empresa privada especializada en tecnología de la información, que recibía una determinada cantidad por persona evaluada, además de incentivos por cada persona considerada apta. Como cuenta Oli Mould en Contra la creatividad. Capitalismo y domesticación del talento, entre 2010 y 2013 se produjeron 590 suicidios como resultado de un proceso de evaluación que devolvió al mercado de trabajo a personas con depresión u otros trastornos diagnosticados, como por ejemplo agorafobia crónica.

Eso no detuvo a David Cameron y su gabinete, que en 2015 pusieron en marcha el llamado “impuesto del dormitorio” mediante el cual se reducían los subsidios sociales a aquellas personas mayores de 18 años que vivieran en pisos de protección oficial con una habitación libre. Se estimaba que este impuesto podía afectar a unos 660.000 ciudadanos que perderían lo correspondiente a unos 863 euros al año si no ponían esa habitación en alquiler. La norma también implicaba que los niños y niñas menores de 10 años debían compartir habitación, al igual que los que tenían entre 10 y 16 años siempre y cuando fueran del mismo sexo, con el fin de liberar las habitaciones sobrantes para el mercado.

Desde la llegada de David Cameron al poder hasta ahora, el disciplinamiento de los pobres a través de las ayudas sociales no ha dejado de avanzar. Una nueva versión de las leyes y las casas de pobres británicas decimonónicas. Fue el ministro de Cultura de Cameron, Jeremy Hunt, quien, en octubre de 2010, afirmó que no era deber del Estado financiar un creciente número de niños en familias donde nadie trabaja. El parlamentario tory Philip Davies le apoyó al declarar que “muchas personas que trabajan duramente ahorran antes de tener hijos, y quien, en cambio, se queda en casa sin hacer nada no debería esperar que los contribuyentes paguen el precio de esta forma de vivir”.

Lo que subyace en el fondo de todo esto es la voluntad de controlar y disciplinar a las clases menos pudientes, de responsabilizarlas y culpabilizarlas de su pobreza, de forzarlas a mercantilizar cada aspecto de su vida: sus habitaciones sobrantes, su excedente de óvulos, sus vientres inutilizados, sus cuerpos deseados. Y de monetizar sus activos, sus bienes, como práctica supuestamente empoderante, frente a la “vergüenza” de ser mantenidos por la comunidad política de la que forman parte. En otras palabras, el viaje contrario al recorrido hasta la puesta en marcha de los estados de bienestar a mediados del siglo XX. Eso es lo que se esconde también detrás del escándalo del falso fraude en las ayudas sociales de los Países Bajos.

Lo interesante es que ahora, con la economía de los datos y el capitalismo de la supervisión, la capacidad para invadir nuestra intimidad y registrar nuestra forma de vida con el fin de disciplinarnos y decidir si somos o no dignos de recibir ayuda pública es casi ilimitada. Tal y como explica Shoshana Zuboff en su obra Capitalismo de la supervisión, nos enfrentamos a protocolos diseñados para influir y modificar nuestro comportamiento orientándolo hacia una nueva forma de acumulación basada en el conocimiento de cada persona obtenido a través de los datos. De este modo se generan enormes asimetrías de poder y de acumulación de ese poder, especialmente graves en esta especie de Mundo Feliz tecnológico en el que todos consentimos y nos creemos empoderados, creyendo que todo es gratis, cuando en realidad pagamos con nuestros datos.

En este sentido, las investigaciones de Carissa Véliz, reunidas en su libro Privacy as power, resultan iluminadoras. La autora describe los datos personales como un gran negocio para las empresas que comercian con ellos y con el comportamiento que se nos asigna en función de la información recabada, cruzada y tratada, y como una peligrosa herramienta al servicio del autoritarismo político si no cambiamos determinadas tendencias mediante su regulación. La privacidad importa porque la falta de ella les da a otros poder sobre cada uno de nosotros.

Carissa Véliz nos muestra un mundo en el que no somos tratados como iguales en función de nuestras características personales y los datos que de nosotros se recogen, lo que permite y permitirá discriminar y aplicar formas de disciplinamiento mucho más sofisticadas que las empleadas por el Gobierno holandés y de control por parte de los servicios de inteligencia que serían la envidia de los métodos de la Stasi de la Alemania Oriental.

En su opinión, primero, el uso y almacenamiento ilimitado de datos y la posibilidad de comercializarlos crean una gran concentración de poder que, como la energía, no se crea ni se destruye, sino que se transforma. Poder financiero, poder político, poder cultural y de comunicación que están en el origen de fuertes desigualdades que se acumulan y nos limitan como ciudadanos y ciudadanas. En segundo lugar, Véliz considera la recopilación de toda esa información personal como un activo tóxico, como por ejemplo el amianto, que antes era barato y fácil de utilizar y se empleaba en todos sitios sin tener en cuenta las consecuencias para la salud y la mortandad de las personas que habían estado excesivamente expuestas a él. Las empresas venden poder parar influenciarnos cuando venden nuestros datos.

Como consecuencia, concluye, y tercer aspecto, la economía de los datos, la posibilidad de mercadear con ellos, es uno de los principales problemas de nuestras democracias y por ello recomienda impedir su comercialización. No su recopilación, pues necesitamos datos para combatir el cambio climático o para encontrar una vacuna contra el COVID-19 en tiempo récord. Pero en absoluto necesitamos que esos datos se compren y se vendan para prevenir y modificar nuestras preferencias y decisiones, ni para obtener una información que permita disciplinarnos, excluirnos o penalizarnos, controlarnos, dominarnos. Como decía Michel Foucault, el conocimiento es en sí mismo una forma de poder. Y el poder puede generar en nosotros deseos y que tomemos decisiones que incluso van en contra de nuestros intereses, incluido el ámbito político.

Los datos y las estadísticas son esenciales para conocer bien los problemas, realizar el mejor diagnóstico y, en el ámbito público, dar el mejor servicio público y alumbrar las mejores políticas posibles. Pero nuestros datos no pueden ser una mercancía y su uso tiene que estar sujeto a mecanismos de transparencia y control democrático. El Gobierno holandés debería haber aprendido de la experiencia de ocupación de su país bajo el régimen nazi. Mientras que en países vecinos como Francia no se recogía información sobre el origen étnico o la adscripción religiosa de la población por motivos de privacidad, esta práctica sí existió en los Países Bajos. Esto facilitó a los nazis la localización de los judíos holandeses y su exterminio: un 73% de ellos fueron asesinados frente a un 25% en Francia. Es obvio que también hubo otros motivos, pero no podemos desdeñar el poder de los datos y la información cuando llegan a las manos y las mentes equivocadas. Los Países Bajos tenían el ejemplo en su propio país, pero los prejuicios y la superioridad que de ellos se desprenden son más poderosas que las enseñanzas de la Historia en un contexto en el que los estados se gobiernan cada vez más con lógicas de la empresa privada.

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