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Espacio para la reflexión y el análisis a cargo de parlamentarios europeos españoles.

Europa y la decencia democrática

Ursula von der Leyen, y Pedro Sánchez, el 5 de marzo en La Moncloa.

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Este fin de semana, una amiga me envió un video de lo que la televisión rusa estaba retransmitiendo en ese momento y no eran tropas bloqueando corredores humanitarios, arrasando ciudades, centrales nucleares y vidas, sumando muertes ucranianas y rusas, muertes, en definitiva. La grabación mostraba una comida de Putin en torno a una mesa aún más grande que la compartida con Macron y mucho más concurrida. Sus comensales eran azafatas de vuelo. Y el discurso del mandatario ruso para celebrar el 8 de marzo comenzó con un chiste sobre una violación y siguió con otro sobre un pene. Todas rieron, aunque ignoro si de verdad les hizo gracia. No me atrevo a censurarlas; no creo que tengan libertad suficiente para evitar la automatizada sonrisa profesional que nos regalan en los vuelos. Pero me pregunto si todos los que a lo largo de los años han sonreído y dejado hacer a Putin no tenían otra opción: los que aspiraban a beneficiarse del gas ruso o del dinero y los favores de su corte de oligarcas; los partidos de extrema derecha de toda Europa y más allá; los amigos que, como Berlusconi en Cerdeña, lo invitaban a mujeres en sus mansiones o yates; o algunos nostálgicos de la Unión Soviética que veían en Putin un aliado contra el imperio norteamericano y su expansión neoliberal en Europa. Europeos que hoy borran fotos y tweets, porque Europa aparece en esta crisis como el faro de la libertad, con vocación de iluminar, guiar en el exilio y proveer de refugio a millones de personas.

Europa se ha movido rápido, Europa se está moviendo. El pasado 1 de marzo el Parlamento Europeo aprobó en sesión extraordinaria una resolución con 637 votos a favor, 13 en contra y 26 abstenciones donde se solicitaba conceder a Ucrania el estatuto de país candidato a la Unión Europea, limitar desde los estados miembro las compras de los bienes de exportación rusos más importantes, como el petróleo o el gas, establecer sanciones que debiliten estratégicamente la economía y la industria rusas, permitir la entrega de armas defensivas a Ucrania o que la exclusión del sistema SWIFT, ya impuesta a Rusia, se hiciera extensiva a Bielorrusia. Todo en línea con los discursos de la presidenta de la Comisión, Ursula von der Leyen, y del Alto Representante de la UE, Josep Borrell, así como con las medidas que han ido respaldando los estados miembros en los últimos días: establecimiento de corredores humanitarios; activación de un mecanismo de emergencia para facilitar la acogida e integración de las y los ucranianos que huyen de la guerra en territorio de la Unión; sanciones económicas, financieras y a los medios de comunicación rusos; suministro de armas al ejército ucraniano, y finalmente, el encargo de un dictamen a la Comisión para valorar la solicitud de adhesión a la UE de Ucrania, Moldavia y Georgia.

Aunque todavía se puede seguir dilatando la vía diplomática y hacer más, como crear un registro financiero internacional con el fin de llevar la cuenta de quién posee qué en los distintos países que sería la forma de acorralar realmente a la oligarquía rusa que soporta a Putin, no podemos negar que se han dado pasos. Se ve que vamos aprendiendo, incluso lo que no nos gusta aprender. Se ve que asimilamos lecciones costosas de aprender dentro de la burbuja de paz en la que hemos estado inmersos durante décadas, incluso teniendo en cuenta el alto coste que algunas de estas medidas puedan tener. Pero también quiero pensar que estamos igualmente aprendiendo de nuestros errores recientes, los cometidos por esa Unión Europea que identificamos con Europa y a la que en estos últimos años le ha faltado más decencia democrática que la que sus principios y valores fundamentales dicen defender. Nos equivocamos en la crisis del 2008 con su abordaje austericida y el trato dado a Grecia; nos equivocamos con políticas que han hecho aumentar las desigualdades alimentando a grandes grupos de población que no sólo han cuestionado el proyecto europeo, como hicieron la mayoría de los británicos que participaron en el referéndum del Brexit, sino la propia noción de democracia con el auge de la extrema derecha; y nos equivocamos en la crisis de los refugiados de 2015, negando incluso los derechos humanos que afirmamos defender a una humanidad muy concreta.

El Brexit y el auge de movimientos y gobiernos de extrema derecha antieuropeos nos han obligado a avanzar en el desarrollo del pilar social de la política europea; la crisis del COVID-19 nos ha exigido revisar -parcialmente-, la tan errónea y dañina ortodoxia económica; y parece que la guerra en Ucrania nos va a empujar por fin a reformar la política de migración y asilo para que de verdad refleje el sentido humanitario y los valores fundamentales sobre los que teóricamente se asienta la Unión Europea. Del mismo modo que está significando ya un baño de realidad en lo que se refiere al papel geoestratégico que la Unión desea desempeñar en un mundo que está cambiando y en el que nuestra supuesta autonomía estratégica no está ni mucho menos asegurada, como tampoco lo están nuestro modelo de gobierno y nuestro modelo de vida, o de ganarnos la vida. Ese modelo al que aspira a “unirse” Ucrania, y que sin duda enfrentará otros conflictos que se vislumbran en el tablero internacional y que parecen estar al llegar más pronto que tarde, si atendemos al incremento presupuestario en defensa de varios países centrales.

Y es que Europa no es tanto un lugar como una idea que abarca más allá de las fronteras físicas del propio continente. Una idea que precede la creación de la Europa comunitaria, pero que ahora encarna la Unión Europea gracias a haber mantenido vivo el mito fundacional paneuropeo. Como bien dejó escrito el historiador británico Tony Judt, sin ese mito fundacional, los medios por los que esta Europa cobró vida, incluyendo el Plan Marshall, la CECA, la planificación económica, la OCDE, las políticas agrarias comunes o incluso el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, no habrían pasado de ser soluciones prácticas a problemas concretos.

Esa promesa de ir más allá de los propios asuntos económicos y mercantiles es la que ha convertido a la Unión Europea en un faro para el resto del continente. Es responsabilidad nuestra hacer realidad esa promesa en un mundo que no nos lo va a poner fácil en una espiral de huida hacia delante de serios problemas no resueltos, y en mitad de las transiciones verde y digital que tenemos que conseguir sean justas cambiando también nuestro modelo económico y su gobernanza. Ese tiene que ser nuestro compromiso para con el proyecto europeo y para con la ciudadanía europea. La historia no está predeterminada y si Europa le falla a Ucrania se estará fallando a sí misma, y saldrá debilitada para el porvenir. George Orwell, en el contexto belicista de la guerra civil española y la falta de apoyo internacional al gobierno legítimo de la Segunda República española, en su obra Homenaje a Cataluña, escribió: “Había muchas cosas que no comprendía, en ciertos aspectos que ni siquiera me gustaban, pero inmediatamente me di cuenta de que era algo por lo que merecía la pena luchar”. No hay tiempo que perder y sí muchas vidas y principios que intentar salvar.

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