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Los avatares de la autodeterminación vasca

El nacionalismo vasco se une para apoyar a los cargos catalanes juzgados

Imanol Zubero

El 10 de abril de 2013 dio comienzo, públicamente, el Procés Constituent a Catalunya, impulsado por un movimiento social liderado por gentes como Arcadi Oliveres o Teresa Forcades, con el fin de lograr un nuevo modelo de estado y de organización socio-económica para Cataluña. Desde entonces hasta hoy el Procés ha cogido velocidad de crucero, aunque por el camino se han quedado los liderazgos del tipo Oliveres-Forcades junto con las reivindicaciones anticapitalistas que podrían encarnar (expropiación de la banca privada, defensa de una banca pública y ética, lucha contra la corrupción, reducción de la jornada laboral, reversión de los resortes, reconversión ecológica de la economía, salida de la OTAN…).

El caso es que, cuatro años después de aquel 10 de abril, son muchas las personas que en Euskadi se preguntan (bastantes con frustración, otras con alivio, algunas con simple curiosidad científica) por qué lo que viene ocurriendo en Cataluña está teniendo un efecto tan reducido en Euskadi. La pregunta no es baladí: sorprende que cuando la pulsión autodeterminista palpita al lado mismo de casa su efecto-contagio sea nulo; justo lo contrario de lo que ocurría en otros tiempos, cuando quienes pugnaban por su autodeterminación eran lituanos, croatas, norirlandeses o québécoises.

En efecto, nadie podrá decir que el nacionalismo vasco no se haya mostrado en otras ocasiones activamente interesado o concernido por los episodios soberanistas que han surgido por doquier. Recordemos la declaración aprobada el 15 de febrero de 1990 por el Parlamento Vasco, con los votos de PNV, Eusko Alkartasuna y Euskadiko Ezkerra en un contexto de explosión de las expectativas nacionalistas en toda Europa tras la caída del Muro de Berlín. Dos meses antes, el 12 de diciembre de 1989, el Parlamento de Cataluña había aprobado una resolución en el mismo sentido.

Y del espejo báltico, al espejo irlandés. El Acuerdo de Viernes Santo (o de Stormont) firmado en Belfast el 10 de abril de 1998 va a cumplir para el nacionalismo vasco la función de referente exterior que en 1990 cumplieran las Repúblicas bálticas independizadas de la URSS: la de constituir un indicador de posibilidad histórica del ejercicio de del derecho de autodeterminación en la Europa del siglo XXI. Su consecuencia en Euskadi será el Pacto de Lizarra (y el contrapacto del Kursaal), la doctrina del “ser para decidir” y el Nuevo Estatuto de Ibarretxe.

Aunque con menos efectos prácticos (pero sí con una gran influencia simbólica), también podríamos referirnos al largo y sangriento proceso de disolución de Yugoslavia y surgimiento de los nuevos estados balcánicos (Serbia, Croacia, Bosnia y Herzegovina, Eslovenia, Macedonia, Montenegro y Kosovo), a la segunda consulta en Quebec en 1995 y, más recientemente, el referéndum escocés de 2014: “Nos mostrasteis un camino, ése es también nuestro camino”, se dijo en el acto de entrega del premio Sabino Arana al exprimer ministro de Escocia Alex Salmond.

De ahí la pregunta: ¿por qué un proceso autodeterminista como el catalán, cercano, civil y aparentemente insoslayable, está teniendo tan poco efecto en esta Euskadi de hoy, en la que el nacionalismo vasco gobierna por primera vez el Gobierno, las Diputaciones y las principales ciudades vascas? Más allá de algún gesto medido de simpatía, la actitud oficial del PNV ha sido el distanciamiento expreso.

Para explicar esta actitud hay quien propone la tesis del “escarmiento” del Plan Ibarretxe. También hay quien defiende la hipótesis del pragmatismo pendular, encarnada en este caso en Iñigo Urkullu, envés del pendular independentismo de Ibarretxe. O se indica que el PNV no está dispuesto a arriesgar su posición dominante y verse superado por nacionalistas más radicales, como le ha ocurrido a CiU en Cataluña; a pesar de las tranquilizadoras palabras de Otegi en el sentido de que “si conquistáramos un estado independiente, a nosotros nos daría igual que el hegemónico fuera el PNV durante los siguientes veinte años”.

Si fuera por alguna de estas razones, o por otras de parecido tenor tacticista, la cuestión que nos planteamos no tendría mayor interés. ¿Podría la respuesta encontrarse en otro lugar, tal vez en situaciones y procesos sociales que en estos últimos cuatro o cinco años exigen repensar viejos tópicos políticos, como el de la soberanía estatonacional? Pienso en cuestiones como la crisis de la construcción europea y el reforzamiento de las identidades defensivas y excluyentes, en el reto que plantea el aumento de la diversidad cultural en nuestras sociedades, en la consolidación de un régimen de riesgos globales, en la dislocación entre políticas estatales y procesos económicos globalizados, en la integración de identidades locales y cosmopolitas…

El primer punto de la declaración aprobada por el Parlamento vasco en febrero de 1990 decía (y dice) así: “El pueblo vasco tiene derecho a la autodeterminación. Este derecho reside en la potestad de sus ciudadanos para decidir libre y democráticamente su estatus político, económico, social y cultural, bien dotándose de un marco propio o compartiendo, en todo o en parte, su soberanía con otros pueblos”. Sea por lo que sea, creo que hoy en Euskadi estamos en la mejor situación para, bien asegurados en el mástil de la nave común para evitar los cantos de sirena mono-soberanistas, profundizar en la dimensión necesariamente compartida, limitada y solidaria, de cualquier aspiración a la soberanía. Aprovechémosla.

Imanol Zubero, doctor en Sociología y profesor titular en la UPV/EHUImanol Zubero

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