Viento del Norte es el contenedor de opinión de elDiario.es/Euskadi. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.
Caso Zabalza: más de 35 años de infamia
Hace poco más de un mes, el vicepresidente del Gobierno de coalición fue el foco de atención y la diana de todas las críticas de los “muy españoles y mucho españoles” por atreverse a afirmar lo que hoy es ya un clamor social que retumba en el Congreso de los Diputados: en España no hay una situación de plena normalidad política y democrática.
La tortura es la forma más espantosa de negación de la humanidad. Y en Euskadi, desgraciadamente, sabemos que el fenómeno de la tortura no se limita a algunos casos aislados, sino que ha sido un procedimiento sistemático empleado por las cloacas del Estado.
Las grabaciones divulgadas por Público el 22 de febrero que revelan la forma en que murió Mikel Zabalza hace 35 años, entre terribles torturas mediante la técnica de la bolsa, y narradas por los propios responsables, no nos pillan por sorpresa. Y es que, en Euskadi, todos sabíamos que la versión oficial del caso era simplemente falsa.
Y, sin embargo, esperábamos que, a raíz de la publicación de estos audios, se reabrieran las diligencias referidas a este asunto y, con ellas, se destapara la verdad y se reconociera el dolor causado a las víctimas de la tortura. Un Estado plenamente democrático es aquel que no hubiera puesto a la familia en la tesitura de tener que pedir que se dieran más pasos en el esclarecimiento de semejante atrocidad.
La moción que rechazó la cámara del Congreso el pasado día 25 no era una simple moción más. Era una moción que instaba al Gobierno a reabrir el caso Zabalza, y para rechazarla, el PSOE unió sus votos a los del PP, Vox y Ciudadanos. La desclasificación de cuantas violaciones de derechos humanos haya podido perpetrar España es un imperativo para una democracia digna de tal nombre. Porque el secreto no puede ser sinónimo de impunidad, porque el secreto puede suponer una verdadera amenaza para la democracia. El Estado no solo delinque cuando viola los derechos humanos, sino que reincide cuando clasifica dichas violaciones como secreto. Y la propia clasificación de esos secretos constituye el reconocimiento implícito de España de haber torturado.
La verdad no es solo un derecho de las víctimas, sino un derecho del conjunto de la sociedad y una condición necesaria para reivindicar la plenitud de la democracia.
Esta es la situación: un informe oficial del Gobierno vasco elaborado por el prestigioso forense Paco Etxeberria acreditó 4.113 casos de tortura desde 1960 hasta 2014, aunque el propio forense asegura que la cifra se encuentra por debajo de la dimensión real de la tortura.
Desgraciadamente, no solo no se ha investigado esta terrible vulneración de los derechos humanos por las instituciones del Estado, sino que España ha sido condenada hasta en once ocasiones por no investigar casos de tortura. Once. Once veces son ya las que España ha pasado por la vergüenza internacional de haber sido condenada por no investigar torturas. Once veces en las que Europa nos ha recordado que no somos una democracia plena al no haber investigado las torturas perpetradas en nombre del Estado. Y es que la tortura ha sido una realidad, salvo para quien quiera mirar hacia otro lado. No investigar los casos de tortura supone retorcer los principios más básicos sobre los que se debe sustentar cualquier democracia.
La opacidad institucional y la negación de la tortura es sistemática. Todos recordamos al exministro socialista de interior, Antonio Camacho, en una entrevista para un medio internacional, exigiendo que se apagara la cámara para replantear “los términos de la entrevista” cuando era cuestionado por las torturas en España. En realidad, lo que deberíamos replantearnos son los términos en los que se debe desenvolver una democracia plena.
Y es que la memoria no puede ser selectiva en función de la ideología que profese la víctima del crimen. Un Estado de derecho no puede apoyarse en la impunidad de aquellos funcionarios públicos que han torturado. Hemos de exigir la honestidad necesaria para enfrentar este pasado humillante.
No es posible que, para resolver un asunto de carácter presuntamente criminal, se vulnere la ley hasta el extremo de convertir el cuartel de Intxaurrondo en un centro de detención como el de Abu Ghraib. Cuando quienes tienen la obligación de administrar y aplicar la justicia cruzan esa línea, tantas veces cruzada en Euskadi, los cimientos del Estado de derecho se tambalean. Corresponde a las instituciones emplear todos sus recursos en esclarecer la verdad, aunque duela: están en juego nuestras libertades.
Existen medidas concretas cuya aplicación por parte de los poderes públicos podrían prevenir la lacra de la tortura. Se trata, básicamente de reforzar el sistema de garantías, con mecanismos como por ejemplo la grabación audiovisual de las detenciones, la asistencia letrada desde el primer momento de la detención para evitar el maltrato, exámenes forenses ajustados a los estándares de calidad de las instituciones internacionales, la comunicación efectiva de la detención a un tercero (a la familia), el registro de todas las prácticas policiales o que los protocolos de actuación sean de público conocimiento, entre otras medidas al alcance de cualquier Estado que tenga la voluntad de hacerlo.
Y es que estamos hablando de la tortura española. Hablamos de hacer o no hacer algo tras escuchar a un miembro de la Guardia Civil reconocer que habían torturado hasta matar por asfixia a un detenido. Hablamos sobre si hacemos algo o no tras saber que la Guardia Civil junto con el CESID conspiraron para engañarnos a todos, para asesinar de la forma más cruel posible, y salir impunes. Constituye una flagrante hipocresía aprobar una ley de memoria democrática hasta 1978, y obviar los espantosos casos de tortura que se dieron años después, algunos de ellos acabados en muerte.
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