Viento del Norte es el contenedor de opinión de elDiario.es/Euskadi. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.
Difuntos
Morirse es una descortesía. Además de un acto supremo, definitivo, morirse es una descortesía con los seres queridos que sobreviven a nuestra muerte, puesto que les imponemos nuestra ausencia sin su consentimiento; descortesía a la que todos, para lamento de nuestros deudos, estamos convocados. Hay una canción de Jacques Brel en la que el cantante belga recuerda que, en los inicios de noviembre, con los primeros fríos, las primeras castañas y los primeros resfriados, el transcurrir de los años se nos presenta como un transitar de crisantemo en crisantemo, convirtiéndonos en personas cada vez más solitarias dado que nuestras amistades y nuestros familiares más cercanos van partiendo hacia lo desconocido.
La vida no es una meditación sobre la muerte, sino sobre la vida, salvo el día de los fieles difuntos que es cuando vamos al cementerio con el propósito de conmemorar a nuestros muertos. Este es un día tremendo. No por el cementerio, sino porque es la jornada donde se realza la memoria humana en lo que la memoria tiene de más trágico, de más irreversible. Mientras vivimos olvidamos que la gente se muere. También las personas que amamos. Las personas que tratamos con una mezcla de afecto y de irritación, ya que esta es una manera de tratar que no podemos casi superar, involuntaria, pero consustancial al ser humano.
Los muertos tienen la ventaja de no resultar ya fastidiosos, sus palabras ya no hieren, sus actos ya no molestan, convertidos en sombras melancólicas, fantasmales, de nuestra memoria incierta. Mientras vivimos olvidamos que las personas que amamos se mueren porque mientras vivimos olvidamos la muerte. Tal vez porque el ser humano, siendo el único animal consciente de su finitud física, no está construido para pensar en la muerte.
Los medios de comunicación nos muestran a diario todas las muertes posibles que se dan en este planeta, así que sin necesidad alguna de acudir a la contemplación de la naturaleza, el espectáculo de la muerte lo tenemos constantemente presente en nuestras vidas. Pero aun así, nadie vive pensando en su propia muerte. Supongo que esto se debe a que la permanencia física en este mundo es la íntima creencia de todos los seres humanos.
De modo que antes de hacerse otra vez a una rutina de temporales de nieve, vientos ásperos y discusiones navideñas, convencido de que lo le espera no es la muerte sino el invierno, el lúcido invierno que decía Mallarme, el ser humano, tras acudir amorosamente al cementerio para depositar unas pocas flores —lamentablemente ya casi todas de plástico— sobre la tumba de sus muertos, regresa de nuevo a sus quehaceres para trabajar, cambiar de coche, sorber la sopa fría de los martes, editar podcast sobre las hortalizas que te aseguran una existencia longeva, pasar las vacaciones en alguna remota playa australiana subido a una tabla de surf o adentrarse en alguna de las pantallas donde, día tras día, sin mayor distracción, nos vamos dejando la vida.