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Feminismo(s)

Asumámoslo. No es fácil demostrar las dificultades, desigualdades y miedos que se experimentan mediante los condicionantes que por azar nos vienen asignados al nacer; a no ser que se compartan —y aun así—. Menos aún conectar con ellos y entenderlos.
El momento histórico, el lugar, la familia, el sexo, el color de la piel o algunas (dis)capacidades no se eligen, por ejemplo. Pero aún hoy son condicionantes que determinan una parte del puzle, que representa la identidad individual de cada quien. El tamaño de la pieza dependerá de otros factores más elásticos y nutritivos, como la educación, la cultura, el contexto… que nos van aportando recursos para descubrirnos, entendernos y aprender a convivir con más o menos habilidad con la diferencia. Por tanto, hay condicionantes “azarosos”, pero los elegidos vienen después. Como la ideología y el partido político.
Nací con una biología que me determina ‘mujer’. A medida que crecía me identificaba con mi sexo; podría no haber sido así. Eso sí: tuve que ir aprendiendo a descodificar aquello que por ‘ser mujer’ se me adscribía como propio. Entonces desconocía qué era el género y lo asfixiante que llega a ser cuando no te sientes cómoda ni libre con lo que se te exige social y culturalmente —esto también les pasa a ellos con las convenciones fijadas para ‘ser hombre’—. Tuve la suerte de recibir una educación feminista en casa, aunque fue en mi adolescencia cuando entendí su sentido y comprobé su necesidad. También cuando me di cuenta de su fuerza constitutiva. La elección de hacerme feminista, por tanto, vino después y, en consecuencia, la de empezar a romper con aquellas premisas que me encorsetaban y de proveerme de espacios más interesantes y acogedores. Comprender lo imprescindible de los preceptos feministas para todas las personas y aplicarlos en el día a día, como hilo para coser una sociedad más justa e igualitaria sería, pensaba, el último salto.
Hoy, creo que esta lucha tiene un nuevo y enorme obstáculo: la instrumentalización del feminismo por parte de los partidos políticos; y la contaminación de esta asociación ideológica simplista entre la ciudadanía, promoviendo así prejuicios, estereotipos, barreras y categorizaciones en una escala machista-feminista que nunca ha existido.
Esto provoca un caldo de cultivo terrorífico. Por un lado, para el machismo que aún no hemos erradicado —no exclusivo de los hombres—. Y por otro, para un sector de mujeres y hombres que están desarrollando resistencias —incluso ‘antifeminismo’—, al etiquetarlos de facto como ‘machistas’ o ‘(hetero)patriarcales’ por expresar dudas, matices o contrargumentos ante algunos aspectos del denominado ‘feminismo hegemónico’ que enarbola la “izquierda”. Basta. No nos juguemos en una batalla política y mediática lo que nos ha costado tres siglos cosechar.
Es cierto que, en las últimas décadas, la “izquierda” española ha impulsado políticas y leyes que caminan hacia la igualdad efectiva entre mujeres y hombres —algunas logrando un amplio consenso, incluso un Pacto de Estado contra la Violencia de Género—. Pero esto no la convierte por defecto en la propietaria ni en la salvaguarda del movimiento feminista, decidiendo qué miradas, reflexiones y personas incluir o excluir de él. No digamos ya si vienen desde la “derecha”. Si verdaderamente respeta el movimiento feminista, la “izquierda” dejará de fagocitarlo e instrumentalizarlo. El feminismo es un patrimonio común, necesario y beneficioso para todas y todos. Defendámoslo con firmeza. Visibilicemos su diversidad.
En este punto, me gustaría recordar que si el movimiento feminista occidental fue capaz de cuajar lo hizo gracias al impulso que le proporcionó el pensamiento liberal, que corrió como la pólvora en la Revolución Francesa. Allí, las mujeres descubrieron que la ‘Liberté, Égalité, Fraternité’ se quedaba en el nicho de los hombres y decidieron luchar por su propia declaración: Los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana (1791). Algo que les costó la cabeza. El pensamiento feminista siguió así estando estigmatizado y perseguido. Ni en los partidos ni en las bases ideológicas de la izquierda y la derecha había cabida para lo que reclamaba el feminismo. Las sufragistas llegaron a ser consideradas terroristas (s. XIX-XX).
A medida que un espectro cada vez mayor de mujeres y algunos hombres —con una posición normalmente privilegiada— visibilizaban sin miedo y con tenacidad las desigualdades y discriminaciones externas, así como las costuras de los propios partidos, estos empezaron a adoptar algunas reclamaciones feministas. Hasta que en 1948, 51 Estados miembro de la recién constituida ONU firmaron la Declaración de los Derechos Humanos. A partir de entonces, los gobiernos y los partidos trataron de entender de forma generalizada de qué va esto del feminismo, que, por su naturaleza, caló más hondo en los de izquierda, al llevar en su ADN la igualdad como premisa indiscutible. En 1979, por fin, la ONU —con casi el doble de Estados miembro— firmaría la Convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer.
Disculpen el recordatorio, pero, en la era de la desmemoria, resulta pertinente traer este breve recorrido histórico para subrayar que en las bases del movimiento feminista está la universalidad, la pluralidad y la transversalidad. Por eso, partidizarlo e instrumentalizarlo, centralizar el discurso feminista en un grupo reducido de figuras públicas a la izquierda que sientan cátedra, nos aleja, tanto de las aún tan necesarias y constitucionales políticas feministas, como, sobre todo, del bálsamo que supone el feminismo en la construcción de identidades individuales y colectivas.
Nos aleja, porque el feminismo se está convirtiendo en un campo de batalla para las estrategias políticas de los partidos de cualquier signo, propiciando, por un lado, el resurgimiento machista y, por otro, nuevas resistencias que distorsionan e impiden que el mensaje genuino llegue y pueda transformar personas, comunidades, sociedades y sistemas.
Y si algo es el feminismo es liberador. Da la oportunidad a mujeres y hombres, a las personas —para quienes defienden la teoría queer— de ser quienes decidan ser sin limitaciones, portando desde esa identidad “azarosamente elegida”, por supuesto, la igualdad en el ejercicio de derechos y deberes, legislados y aplicados en el marco de los valores democráticos. Derechos y deberes que, independientemente de nuestro punto de partida, puedan generar ecosistemas educativos, culturales, judiciales, laborales, económicos… igualitarios. Derechos y oportunidades que puedan asegurar la libertad para transitar recorridos heterogéneos en la construcción identitaria de ‘ser mujer’, ‘ser hombre’; la persona que se desee. Y ahí es donde los gobiernos deben empeñar todos los recursos necesarios para que se haga sin presiones, miedos, humillaciones, discriminaciones, persecuciones.
El feminismo baila al mismo tiempo con lo público y lo privado; aborda desde nuestras concepciones íntimas y morales, hasta las estructuras culturales y los sistemas compartidos. El feminismo siempre ha tratado de tender la mano a mujeres y hombres, a personas, que, desde su propio recorrido hasta llegar a él y habitarlo, aman la igualdad y respetan la libertad de ser y de dejar ser, compartiendo el reto de enfrentarse y superar las desigualdades y discriminaciones que aún nos quedan y que están por venir. No nos olvidemos de esto. No los queramos enfrente, sino al lado. Y sigamos luchando.
*Elvira C. García Vidales, técnica en Intervención Socioeducativa
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