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Viento del Norte es el contenedor de opinión de elDiario.es/Euskadi. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.

Hipótesis sobre corrupción y cultura

José M. Portillo

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La publicación de encuestas que van calentando el ambiente de cara a la campaña electoral que se avecina son mayoritariamente interpretadas desde el asombro que produce la rapidez con que Podemos y Ciudadanos se han llegado a codear con PP y PSOE. Es perfectamente comprensible, puesto que desde la desaparición fulminante de UCD a comienzos de los años ochenta es esta la alteración que realmente permite pensar que quizá estemos ante el surgimiento de un nuevo sistema de partidos en España. Además ha ocurrido este cambio en un tiempo récord: hace solamente un año que tuvieron lugar las elecciones europeas y sería ya impensable un debate como el que tuvimos que sufrir entre Arias Cañete y Valenciano.

Con ser este hecho incuestionablemente notable, a mí me sigue sorprendiendo ver que tanto en la Comunidad valenciana como, sobre todo, en la madrileña, el PP siga encabezando las encuestas. En Valencia lo hace en todas las provincias, según una encuesta de Sigma2 de finales de marzo, pero sobre todo en Castellón, la tierra de Fabra, donde sigue obteniendo cerca de un 35% de voto. En Madrid capital conseguiría, según Metroscopia en encuesta realizada un mes después, también un 35% y en la comunidad autónoma un 27%. Se dice en muchos comentarios sobre estas encuestas que el partido del gobierno está siendo duramente castigado y que está perdiendo una buena parte de su electorado en manos de Ciudadanos, como el PSOE lo perdió a favor de Podemos. Sin duda es así, pero lo que yo quisiera resaltar es que el PP sigue siendo en todas las encuetas el primer partido en ambas comunidades. Como decía Alfonso Guerra en los ochenta, las encuestas no dan sino una “nube de puntos”, nunca un resultado. Esa nube lo que nos dice es que el PP sigue siendo el principal partido en España.

La pregunta, por lo tanto, es cómo es posible que un partido que tiene a buena parte de su bancada en las Corts valencianas imputada en casos de corrupción, o que ha protagonizado escenas dignas del peor culebrón, como las ofrecidas por Ignacio González a cuenta de su ático, y que ha visto entrar en prisión a quien fuera el factótum del Gobierno de Esperanza Aguirre, siga encabezando la intención de voto y esté bien encaminado para salvar el escollo de mayo y llegar vivo a noviembre. Una parte de mi cerebro ya está trayendo al frente la comparación: también el PSOE se ha ido de rositas en Andalucía con el caso ERE colgando. Pero este recuerdo no hace sino alimentar más mi pregunta: ¿cómo es posible que se siga prefiriendo al partido que ha estado más enfangado con la corrupción?

En mi opinión estamos ante un problema de fondo de nuestra cultura política, que no es sino una parte de nuestra cultura a secas. Es un problema que tiene que ver con el proceso mismo de la modernidad. La intelectualidad angustiada de finales del siglo XIX, la del noventa y ocho, solía referirse con amargura a un paisaje social en el que advertían un individualismo radical. No se referían con ello a la eclosión del individuo como sujeto social, jurídico y político que había generado la modernidad occidental, sino al puro y simple egoísmo de una sociedad que cabría describir como individualista pero sin individuos. Esto último en el sentido de que lo que le faltaba a aquella sociedad española que se enfrentaba al abismo de la modernidad con un siglo XIX perdido en el tiempo, era precisamente la dimensión ciudadana del individuo, el complemento republicano a su autonomía individual.

Aunque requeriría explicación mucho más prolija y compleja, creo que uno de los motivos de esa forma extraña de modernidad hay que buscarlo en un proceso histórico de emancipación truncada: se trataba de una individualidad capaz de llegar a ver y procurar su interés, el económico para empezar, pero no a asumir su propia responsabilidad moral y social. Esa seguía estando en otras manos, las de la Iglesia católica y su cultura predominantemente.

Es difícil decir cuánta de aquella caspa nos han sacudido los vientos que han soplado en España a lo largo del siglo XX. Me temo, sin embargo, que el problema no está en la caspa que se vuele sino en la que seguimos generando. Socialmente seguimos siendo capaces de asumir que la corrupción tiene esferas de depuración que escapan a la responsabilidad social, a la dimensión republicana de nuestra individualidad. Nos enfada, nos indigna, nos cabrea, pero al mismo tiempo seguimos siendo capaces de aceptar que la depuración puede venir por vías que tienen que ver más con nuestro ADN católico que con nuestra republicanidad. El arrepentimiento o el propósito de enmienda resultan tan aceptables o más que la simple dimisión y puesta a disposición de un tribunal sin la cobertura del fuero político que por algo seguimos manteniendo en nuestra legislación actual. Vean este rasgo de españolidad en la entrevista que publica El País a la portavoz saliente de la Asamblea Nacional de Catalunya, Carme Forcadell: lo malo de la corrupción catalana es que se usa contra Cataluña, no la corrupción en sí misma, contra la que, por supuesto, serán implacables, como todos. Es la misma línea básica de discurso que manejan el PP o el PSOE cuando se les enfrenta contra casos flagrantes de corrupción.

Pero, aun dando por descontado ese mantra en boca partidaria, lo preocupante es hasta qué punto forma parte de la psicología del pueblo español. Detrás de cada voto hay un sinfín de motivaciones: identidades, inercias, enfados…, pero hay también, siempre, una reflexión moral. Es ahí donde no se está activando nuestra ciudadanía sino nuestro confesionario particular, donde el arrepentimiento, el propósito de enmienda y, sobre todo, el convencimiento de que todos somos igualmente pecadores puede hacer perfectamente que 35 de cada 100 castellonenses vayan a votar al partido de Fabra o igual porcentaje de madrileños vayan a votar a quien dirigía el gobierno de Madrid en tiempos de la Gurtel. Lo harán admirándose de que por ahí fuera, en la otra Europa, se dimita por haber pagado un taxi particular con la tarjeta de crédito del parlamento o por haber plagiado una tesis. Lo harán sabiendo que, lejos de la dimisión, su voto estará arropando de nuevo con el fuero político a quien en el mejor de los casos miró para otro lado.

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