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Viento del Norte es el contenedor de opinión de elDiario.es/Euskadi. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.

Lo vasco

Gonzalo Bolland

Lo mismo que en Sevilla, Guadalquivir abajo, hay una sacralización constante de la ciudad, un fanatismo localista de albero, parque de Maria Luisa, puente de Triana y calle de Sierpes, con la Giralda y la Torre del Oro tocando palmas en los sacramentales de los señoritos o en la juerga alcohólica del jueves santo procesional, en Euskadi hay una sacralización de lo “vasco”. El único adjetivo calificativo que se tiene en cuenta en los pueblos y ciudades de la lluviosa, minúscula y fronteriza tierra de los bertsolaris es “vasco”.

Un hombre bueno, de esos de los que hablaba don Antonio Machado en su célebre poema titulado “Retrato”, nada tiene que hacer en esta tierra porque lo transcendental, lo definitorio, lo que te puede proporcionar una reputación respetable, digna de admiración, es disfrutar de la condición de ser, antes que nada, un hombre “vasco”; un hombre que por único adjetivo, desechando las bondades de cualquier otro, ha conseguido ser calificado por sus contemporaneos de “vasco”. De tal manera que en esta tierra, hace ya años, décadas, siglos, civilizaciones casi enteras, que los jugadores de futbol, los cocineros, los ciclistas, los directivos, los médicos, los marineros, los periodistas, los profesionales del sexo, los asesinos, los políticos pactistas o no pactistas o los trabajadores del metal solo pueden alcanzar su condición de personas respetables, valiosas, competentes, si a su profesión se les añade el término “vasco”.

El mundo es diverso, circunstancial e impredecible por eso los hombres y las mujeres que transitamos, gozosa o penosamente, por su corteza terrestre necesitamos sustentarnos en unas pocas certezas que nos alejen del miedo de no ser más unas minúsculas hojas barridas por un viento racheado y otoñal. Las tradiciones, las que hemos heredado de nuestros antepasados, nos proporcionan la ilusión de la continuidad.

Lo que hemos aprendido de nuestros antecesores lo transmitimos a nuestros descendientes y si lo único que hemos aprendido de ellos es a sentirnos orgullosos, no por nuestras virtudes humanas, sino tan solo por la triste casualidad de haber nacido en un determinado territorio histórico, quienes nos han de suceder se seguirán midiendo los unos a los otros por su caprichosa condición de “vascos” o de no “vascos”. La vida es breve. El arte es largo y además no importa. Todo pasa, pero entre que pasa lo que hacemos con el tiempo que nos ha tocado vivir, no teniendo, en definitiva, demasiada transcendencia, nos define.

Pero, aún así, aquí en el territorio de las ikurriñas, de los arrantzales y de los pelotaris, a lo poco o mucho que hagamos en ese paréntesis entre nuestro nacimiento y nuestra muerte, parece que solo se le concederá importancia si a nuestro nombre, nuestra profesión y nuestra familia, en la mortuoria esquela, le añadimos el adjetivo calificativo de “vasco”.

Solo así todos nuestros muchos pecados serán perdonados.

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