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La educación concertada: la libertad como pretexto

Educacion escuela concertada

Víctor Bermúdez Torres @victorbermudezt

Cada vez que se pone en cuestión la educación concertada (esto es: la subvención pública de los miles de colegios privados que hay en nuestro país) la respuesta de la Administración, y de influyentes sectores de la sociedad, es la misma: “la escuela concertada – dicen – no se opone, sino que se complementa con una escuela pública de calidad”, y, por encima de todo, es “la condición del ejercicio de la libertad de los padres para elegir el tipo de educación que desean para sus hijos”. Ambas cosas son un disparate. Pero se repiten como un mantra en los argumentarios que los actores políticos se aprenden de memoria. Y como tal resultan religiosamente efectivos, por falaces o discutibles que resulten.

Vayamos a lo primero. La escuela concertada – dicen – no perjudica a la escuela pública, sino que se complementa con ella. Es increíble que alguien se pueda creer esto. Claro que la escuela concertada perjudica a la escuela pública. ¿Cómo no? Los recursos públicos con que se pagan los conciertos (es decir: el dinero de todos con que se subvenciona a los colegios privados concertados – que son la inmensa mayoría de los colegios privados – ) se detraen de los que tendría que recibir la escuela pública. Si no existieran los conciertos (es decir, si los colegios privados vivieran de sus ingresos, como empresas que son) el dinero destinado a educación iría íntegramente al sistema público, y esto aumentaría el número y la calidad de las escuelas e institutos públicos. Es así de sencillo.

Los datos (del propio Ministerio de Educación) son a este respecto muy claros. Del curso 2011/12 al 2014/15, con la LOMCE plenamente en vigor, la escuela pública ha perdido 69 colegios de primaria y 80 de secundaria, así como un 80% de los alumnos que salían de la etapa infantil hacia primaria. Mientras que en la concertada apenas varía el número de centros ni el porcentaje de etapas de formación que financia el Estado (en torno al 80%).

Aunque, según la ley de conciertos aún en vigor, las razones para subvencionar colegios privados son la inexistencia de escuelas públicas cercanas, las condiciones socio-económicas desfavorables de la población escolar atendida, o la oferta de una pedagogía innovadora, la política gubernamental en estos últimos años ha sido la de estabilizar y aumentar conciertos (o incluso facilitar la construcción de nuevos colegios concertados, en lugar de construir centros públicos allí donde fuera necesario), la de hacer la vista gorda con las prácticas de admisión de los concertados (que mediante pagos encubiertos y otras tretas evitan a los alumnos en “condiciones socio-económicas desfavorables”), y la de despreocuparse, en general, del enfoque pedagógico de dichos centros, la inmensa mayoría de ellos religiosos.

Pero el argumento con que mejor se pretende justificar el cúmulo de intereses creados en torno al negocio de la escuela privada concertada (y a los poderosos sectores sociales que la defienden) es el de la presunta libertad de elección de los padres. No puedo estar más en descuerdo con esta idea. Sigo creyendo que lo que debe importar al Estado no es la libertad de los padres, sino la de sus hijos. Ni en la sociedad más liberal del mundo se consideraría a los hijos como una mera propiedad de sus progenitores a los que estos pueden adoctrinar en cualquier cosa. La libertad de los padres limita con la que han de tener sus hijos, no solo para ir eligiendo su propio trayecto académico y laboral, sino también, y mucho más, para elegir su propia posición filosófica, religiosa, política o moral ante el mundo. Y esto tan importante no se logra de la noche a la mañana. Si queremos ciudadanos libres, esto es, sabios y críticos, hay que educar en y para la libertad. Desde el primer momento. Desde la escuela primaria.

Ahora bien: educar a los alumnos en la pluralidad y el espíritu crítico (las dos condiciones básicas de la libertad) no exige muchas escuelas diferentes (cada una al servicio de un dogma), entre las que puedan elegir los padres, sino la máxima diferencia (y el mínimo dogmatismo) en todas y cada una de ellas. No se trata, pues, de que haya tantos colegios como opciones ideológicas, sino de que todas las opciones puedan convivir en el mismo colegio. No solo como condición de la libertad de los alumnos, sino porque la pluralidad, sin nada que la contenga o unifique, diluye a la comunidad. Y ese papel de contención y unidad es otro que también, si queremos vivir en un Estado que garantice las libertades (y no en una jungla), necesariamente ha de cumplir la escuela pública.

Insisto y acabo. Todos y cada uno de los centros educativos, en un sistema política y socialmente plural como es el nuestro, tendrían que ofrecer a los futuros ciudadanos la mayor (y la misma) pluralidad ideológica – junto a la mayor formación crítica para que el alumno discierna sabiamente (de ahí el papel central de materias, tan torpemente denostadas hoy, como la filosofía) –. Esta exigencia de pluralidad debería de excluir de todo concierto a las escuelas que ostentan una determinada orientación ideológica, moral o religiosa. Pero, ojo, debería, por el mismo motivo, incluir a la religión – como a toda otra doctrina – en el currículo educativo. La formación religiosa ha de estar también presente en la escuela pública, como una opción, entre mil más, para que el alumno, si quiere, la escoja. Esto dejaría, además, sin argumentos a los que defienden la concertada como la única manera de asegurar una determinada formación religiosa para sus hijos. A ver si ahora, por aquello de la Navidad, se me entiende.

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